Claros del bosque
I
CLAROS DEL BOSQUE
El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar; desde la
linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es
otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir hasta donde vaya
marcando su voz. Y se la obedece; luego no se encuentra nada, nada que no sea un lugar
intacto que parece haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará así. No hay
que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay
que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos. Nada determinado, prefigurado,
consabido. Y la analogía del claro con el templo puede desviar la atención.
Un templo, mas hecho por sí mismo, por «Él», por «Ella» o por «Ello», aunque el
hombre con su labor y con su simple paso lo haya ido abriendo o ensanchando. La humana
acción no cuenta, y cuando cuenta da entonces algo de plaza, no de templo. Un centro en
toda su plenitud, por esto mismo, porque el humano esfuerzo queda borrado, tal como
desde siempre se ha pretendido que suceda en el templo edificado por los hombres a su
divinidad, que parezca hecho por ella misma, y las imágenes de los dioses y seres
sobrehumanos que sean la impronta de esos seres, en los elementos que se conjugan, que
juegan según ese ser divino.
Y queda la nada y el vacío que el claro del bosque da como respuesta a lo que se
busca. Mas si nada se busca, la ofrenda será imprevisible, ilimitada. Ya que parece que la
nada y el vacío —o la nada o el vacío— hayan de estar presentes o latentes de continuo en
la vida humana. Y para no ser devorado por la nada o por el vacío haya que hacerlos en uno
mismo, haya a lo menos que detenerse, quedar en suspenso, en lo negativo del éxtasis.
Suspender la pregunta que creemos constitutiva de lo humano. La maléfica pregunta al
guía, a la presencia que se desvanece si se la acosa, a la propia alma asfixiada por el
preguntar de la conciencia insurgente, a la propia mente a la que no se le deja tregua para
concebir silenciosamente, oscuramente también, sin que la interruptora pregunte la suma en
la mudez de la esclava. Y el temor del éxtasis que ante la claridad viviente acomete hace
huir del claro del bosque a su visitante, que se torna así intruso. Y si entra como intruso,
escucha la voz del pájaro como reproche y como burla: «me buscabas y ahora, cuando te
soy al fin propicio, te vuelves a ese lugar donde respirar no puedes», o algo por ese estilo
suena en su desigual canto. Y un cierto sosiego puede procurar ese reproche y esa burla. En
la escena de las bodas, único momento en que Dante encuentra cara a cara a Beatriz, la ve
burlarse al modo de una dama sin más, con sus amigas, de la turbación que el enamorado
sin par experimenta al verla de cerca y al poder servirla inesperadamente. Y huye a la pieza
vecina, y el amigo introductor —guía— le pregunta por la causa de tanta turbación. Io
tenni li piedi en quella parte del avita di la de la quale non si puote ire piü per
intendimento di ritornare.
Y aparece luego en el claro del bosque, en el escondido y en el asequible, pues que
ya el temor del éxtasis lo ha igualado, el temblor del espejo, y en él, el anuncio y el final de
la plenitud que no llegó a darse: la visión adecuada al mirar despierto y dormido al par, la
palabra presentida a lo más. Se muestra ahora el claro como espejo que tiembla, claridad
aleteante que apenas deja dibujarse algo que al par se desdibuja. Y todo alude, todo es
alusión y todo es oblicuo, la luz misma que se manifiesta como reflejo se da oblicuamente,
mas no lisa como espada. Ligeramente se curva la luz arrastrando consigo al tiempo. Y no
se olvidará nunca que la curvatura de luz y tiempo no es castigo, o que no lo es solamente,
sino testimonio y presencia fragmentada de la redondez del universo y de la vida, y que el
temblor es irisación de la luz que no deja de descender y de curvarse en todo recoveco
oscuro, que se insinúa así, ya que directamente no puede sin violencia arrolladora
permitirse entrar en nuestro último rincón de defensa. Y los colores mismos nacen para
hacernos la luz asequible. Y el Iris resplandece, antes que arriba en los cielos, abajo entre lo
oscuro y la espesura, creando así un imprevisible claro propicio.
Brillan los colores sosteniéndose hasta el último instante de un desvanecimiento en
el juego del aire con la luz, y del cielo que apenas perceptiblemente se mueve. Un cielo
discontinuo, él mismo un claro también.
Y los colores sombríos aparecen como privilegiados lugares de la luz que en ellos se
recoge, adentrándose para luego mostrarse junto con el fuego en la rama dorada que se
tiende a la divinidad que ha huido o que no ha llegado todavía. Y así son breves los
detenimientos del amigo del bosque. Un doble movimiento lo reclama sobreponiéndose: el
de ir a ver y el de llegarse hasta el límite del lugar por dónde la divinidad partió o la
anunciaba. Y luego hay que seguir de claro en claro, de centro en centro, sin que ninguno
de ellos pierda ni desdiga nada. Todo se da inscrito en un movimiento circular, en círculos
que se suceden cada vez más abiertos hasta que se llega allí donde ya no hay más que
horizonte.
Alguna figura en esta lejanía anda a punto de mostrarse al borde de la corporeidad,
o más bien más allá de ella, sin ser un esquema ni un simple signo. Figuras que la visión
apetece en su ceguera nunca vencida por la visión de una figura luminosa ni por esplendor
alguno. Algún animal sin fábula mira desde esta lejanía. Algún jirón se desprende de una
blancura no vista, algo, algo que no es signo. Nada es signo, como si se vislumbrase un
reino donde lo que significa y lo significado fuera uno y lo mismo, donde el amor no tiene
que ser sostenido ni la naturaleza ande como oveja perdida o sorprendida que se aparece y
se esconde. Y la luz no se refleja ni se curva ni se extiende. Y el tiempo sin derrota no
transcurre, allá lejos donde se enuncia el centro al que espejan en instantes los claros de
este bosque.
Y la visión lejana del centro apenas visible, y la visión que los claros del bosque
ofrecen, parecen prometer, más que una visión nueva, un medio de visibilidad donde la
imagen sea real y el pensamiento y el sentir se identifiquen sin que sea a costa de que se
pierdan el uno en el otro o de que se anulen.
Una visibilidad nueva, lugar de conocimiento y de vida sin distinción, parece que
sea el imán que haya conducido todo este recorrer análogamente a un método de
pensamiento.
Todo método salta como un «Incipit vita nova» que se nos tiende con su inajenable
alegría. Se oye el alleluia en el Discurso cartesiano. El resonar del voto aceptado al
descubrir la «Clarté» a la oscura sacra Madona de Loreto. Mas lo que se vislumbra, se
entrevé o está a punto de verse, y aun lo que llega a verse, se da aquí en la discontinuidad.
Lo que se presenta de inmediato se enciende y se desvanece o cesa. Mas no por ello pasa
simplemente sin dejar huella. Y lo entrevisto puede encontrar su figura, y lo fragmentario
quedarse así como nota de un orden remoto que nos tiende una órbita. Una órbita que
menos aún que ser recorrida puede ser vista. Una órbita que solamente se manifiesta a los
que fían en la pasividad del entendimiento aceptando la irremediable discontinuidad a
cambio de la inmediatez del conocimiento pasivo con su consiguiente y continuo padecer.
Todo método es un «Incipit vita nova» que pretende estilizarse. Lo propio del
método es la continuidad, de tal manera que no sabe pensar en un método discontinuo. Y
como la conciencia es discontinua —todo método es cosa de la conciencia— resulta la
disparidad, la no coincidencia del vivir conscientemente y del método que se le propone.
Surge todo método de un instante glorioso de lucidez que está más allá de la
conciencia y que la inunda. Ella, la conciencia, queda así vivificada, esclarecida, fecundada
en verdad por ese instante. Si el método se refiere tan sólo al Conocimiento objetivo, viene
a ser un instrumento, lógico al fin y sin remedio, aunque vaya más allá del «Organon»
aristotélico. Y queda entonces como instrumento disponible a toda hora. Mas no a toda hora
el pensamiento sigue la lógica formal ni ninguna otra por material que sea. La conciencia se
cansa, decae y la vida del hombre, por muy consciente que sea y por muy amante del
conocer, no está empleada continuamente en ello. Y queda así desamparado el ser, queda
librado a todo lo demás que en sí lleva, y que si ha sido avasallado, amenaza con la rebelión
solapada y con la simple y siempre al acecho inercia.
Y así sólo el método que se hiciese cargo de esta vida, al fin desamparada de la
lógica, incapaz de instalarse como en su medio propio en el reino del logos asequible y
disponible, daría resultado. Un método surgido de un «Incipit vita nova» total, que
despierte y se haga cargo de todas las zonas de la vida. Y todavía más de las agazapadas
por avasalladas desde siempre o por nacientes. Un método así no puede tampoco pretender
la continuidad que a la pretensión del método en cuanto tal pertenece. Y arriesga descender
tanto que se quede ahí, en lo profundo, o no descender bastante o no tocar tan siquiera las
zonas desde siempre avasalladas, que no necesariamente han de pertenecer a ese mundo de
las profundidades abisales, de los ínferos, que pueden, por el contrario, ser del mundo de
arriba, de las profundidades donde se da la claridad. Mas, ¿cómo sostenerse en ella?
¿Qué significa en verdad este «Incipit vita nova», que todo método, por
estrictamente lógico, instrumental que sea trae consigo? No puede responder más que a la
alegría de un ser oculto que comienza a respirar ya vivir, porque al fin ha encontrado el
medio adecuado a su hasta entonces imposible o precaria vida. Los ejemplos del método
cartesiano, y antes del encuentro de San Agustín con su evidencia, con la verdad que
vivifica su corazón —centro de su ser entero— vienen por sí mismos. Y la «Vita Nova» de
Dante, enigmático breviario sinuoso, espiral que avanza y retrocede para en un instante
recobrarse por entero. ¿No son todos ellos la repercusión de un instante, de un único
instante que se perpetúa discontinuamente, a punto de perderse salvándose porque sí y, por
lo que al sujeto hace, por una fidelidad sin desfallecimiento? Es un centro, pues, que ha
sido despertado, centro de la mente tan sólo —si es que los métodos estrictamente
filosóficos de Aristóteles y de Cartesio lo son como se suele creer. Y centro del ser cuando
el amor entra en juego declaradamente. Y cuando entra en juego, declarado o sin declarar,
es lo que decide. Y entonces se arriesga (pues que desde hace siglos, o desde el principio de
la cultura llamada de Occidente, la mística está en entredicho) que se piense que ronda la
mística o que recae en ella. Y si el veredicto es más leve, que es cosa de poesía, por tanto
tal equívoco, que sería el método de un vivir poético. Y nada habría que objetar si por
poético se entendiera lo que poético, poema o poetizar quieren decir a la letra, un método
más que de la conciencia, de la criatura, del ser de la criatura que arriesga despertar
deslumbrada y aterida al mismo tiempo.
Y se recorren también los claros del bosque con una cierta analogía a como se han
recorrido las aulas. Como los claros, las aulas son lugares vacíos dispuestos a irse llenando
sucesivamente, lugares de la voz donde se va a aprender de oído, lo que resulta ser más
inmediato que el aprender por letra escrita, a la que inevitablemente hay que restituir acento
y voz para que así sintamos que nos está dirigida. Con la palabra escrita tenemos que ir a
encontrarnos a la mitad del camino. Y siempre conservará la objetividad y la fijeza
inanimada de lo que fue dicho, de lo que ya es por sí y en sí. Mientras que de oído se recibe
la palabra o el gemido, el susurrar que nos está destinado. La voz del destino se oye mucho
más de lo que la figura del destino se ve. Y así se corre por los claros del bosque
análogamente a como se discurre por las aulas, de aula en aula, con avivada atención que
por instantes decae —cierto es— y aun desfallece, abriéndose así un claro en la continuidad
del pensamiento que se escucha: la palabra perdida que nunca volverá, el sentido de un
pensamiento que partió. Y queda también en suspenso la palabra, el discurso que cesa
cuando más se esperaba, cuando se estaba al borde de su total comprensión. Y no es posible
ir hacia atrás. Discontinuidad irremediable del saber de oído, imagen fiel del vivir mismo,
del propio pensamiento, de la discontinua atención, de lo inconcluso de todo sentir y
apercibirse, y aun más de toda acción. Y del tiempo mismo que transcurre a saltos, dejando
huecos de atemporalidad en oleadas que se extinguen, en instantes como centellas de un
incendio lejano. Y de lo que llega falta lo que iba a llegar, y de eso que llegó, lo que sin
poderlo evitar se pierde. Y lo que apenas entrevisto o presentido va a esconderse sin que se
sepa dónde, ni si alguna vez volverá; ese surco apenas abierto en el aire, ese temblor de
algunas hojas, la flecha inapercibida que deja, sin embargo, la huella de su verdad en la
herida que abre, la sombra del animal que huye, ciervo quizá también él herido, la llaga que
de todo ello queda en el claro del bosque. Y el silencio. Todo ello no conduce a la pregunta
clásica que abre el filosofar, la pregunta por «el ser de las cosas» o por «el ser» a solas, sino
que irremediablemente hace surgir desde el fondo de esa herida que se abre hacia dentro,
hacia el ser mismo, no una pregunta, sino un clamor despertado por aquello invisible que
pasa sólo rozando. «¿Adónde te escondiste?...» A los claros del bosque no se va, como en
verdad tampoco va a las aulas el buen estudiante, a preguntar.
Y así, aquel que distraídamente se salió un día de las aulas, acaba encontrándose por
puro presentimiento recorriendo bosques de claro en claro tras del maestro que nunca se le
dio a ver: el Único, el que pide ser seguido, y luego se esconde detrás de la claridad. Y al
perderse en esa búsqueda, puede dársele el que descubra algún secreto lugar en la
hondonada que recoja al amor herido, herido siempre, cuando va a recogerse.
II
EL DESPERTAR
LA PREEXISTENCIA DEL AMOR
EL DESPERTAR
El despertar privilegiado no ha de tener lugar necesariamente desde el sueño. Puesto
que sueño y vigilia no son dos partes de la vida, que ella, la vida, no tiene partes, sino
lugares y rostros. Y así del sueño y de ciertos estados de vigilia se puede despertar de este
privilegiado modo que es el despertar sin imagen.
Despertar sin imagen ante todo de sí mismo, sin imágenes algunas de la realidad, es
el privilegio de este instante que puede pasar inasiblemente dejando, eso sí, la huella; una
huella inextinguible, mas que no se sabe descifrar, pues que no ha habido conocimiento. Y
ni tan siquiera un simple registrar ese haber despertado a este nuestro aquí, a este espaciotiempo
donde la imagen nos asalta. El haber respirado tan solo en una soledad privilegiada
a orillas de la fuente de la vida. Un instante de experiencia preciosa de la preexistencia del
amor: del amor que nos concierne y que nos mira, que mira hacia nosotros.
Un despertar sin imagen, así como debemos de estar cuando todavía no hemos
aprendido nuestro nombre, ni nombre alguno. Ya que el nombre está ligado a la normal
condición humana, a la imagen o al concepto o a la idea. Y el nombre sin nada de ello no se
nos ha dado. El de «Dios» sabe a concepto, el del Amor, fatalmente también; y el amor del
que aquí se trata no es un concepto, sino (ya que imposible es al nombrarlo no dar un
concepto) una concepción. Una concepción que nos atañe y que nos guarda, que nos vigila
y que nos asiste desde antes, desde un principio. Y esto no se ve claro, se desliza este sentir
sin llegar a ascender a saber, y se queda en lo hondo, casi subterráneo, viniendo de la fuente
misma; de la fuente de la vida que sigue regando oculta, de la escondida, de la que no se
quiere saber «do tiene su manida», aunque la noche se haya retirado en este instante del
privilegiado despertar.
EL NACIMIENTO Y EL EXISTIR
Se nace, se despierta. El despertar es la reiteración del nacer en el amor
preexistente, baño de purificación cada despertar y trasparencia de la sustancia recibida que
así se va haciendo trascendente.
Y la existencia surgida de la pretensión de ser por separado deslumbra y ofusca al
individuo naciente que sin ella sería como una aurora. Se rompe la niñez y aparece el
adolescente desconocido, la incógnita que juega a serlo, que juega a serse. Se toma la
libertad a costa de su propio nacimiento, y así apaga o empalidece, al menos, su aurora.
Aparece la conciencia de todo y de sí mismo ante todo. El yo sí mismo se alza y pretende
erigirse en ser y medida de todo lo que ve y de lo que así él mismo se oculta. Se muestra y
se oculta el existente, él, por sí mismo; es su libertad que ejercita y afila como un arma
contra todo lo que se le opone. Y todo, y más todavía del todo, puede oponérsele. Y que
solamente en la fatiga, y más venturosamente en el olvido de ese ejercicio, el que inaugura
su libertad como suya, su profundidad, puede vislumbrar y ver y sentir. Y esto, ver y sentir,
percibir, le vuelve al amor preexistente. Mas teme hundirse en su acogida, en su blandura.
Pues que por nacer y para nacer no hay lucha, sino olvido, abandono al amor, como los
místicos proponen, los místicos del «nacimiento». Y aun los de la nada, que piden el
nacimiento a la nada intercesora con lo divino, intercesora nada la de un Miguel de
Molinos. La libertad se hace así impensable; la libertad inmediata, que el obstinado sólo en
existir descubre y la usa como coraza, la cree invulnerable. Así el adolescente, ese enigma
que surge, mientras se afinca en serlo, en no ir más allá. En disponer de sí mismo antes de
que el amor disponga de él. Y se vuelca en la «libertad de amar», que le niega al amor,
asfixiado así por su propia libertad, que sólo es suya, que no se comparte, porque no está ni
viene desde lo alto. Desde el cielo de la alta libertad que sostiene y atrae el nacimiento y
guía su muerte. Sólo da vida lo que abre el morir.
Despertar naciendo o despertar existiendo es la bifurcación que inicialmente se le
ofrece al ser humano. Y el existir lo arranca del amor preexistente, de las aguas primeras de
la vida y del nido mismo donde su ser nace invisiblemente para él, mas no insensiblemente.
Todo le afecta en ese estado, un todo que, si se deja, se irá desplegando. Y él, el que nace
en cada despertar, surgiría, por levemente que fuese, en una especie de ascensión que no le
extrae de este su primer suelo natal, en ese lugar primero que parece sea como un agua
donde el ser germina, al que no se puede llamar naturaleza, sino quizá simplemente lugar
de vida. Mas el ímpetu del existir se precipita con la velocidad propia de lo que carece de
sustancia y aun de materia, de lo que es sólo un movimiento que va en busca de ellas y
arranca al ser que despierta de ese su alentar en la vida. Y aun antes de abrirse a la visión,
se ve arrastrado hacia la realidad, lo que lo pone frente a ella, a que se las vea con ella. Y
con el tiempo que se mueve, y al que él, el hombre, ya por fuerza ha de medir. Y la luz
tendrá que ser por el ser humano reducida. Y si por un instante la recibe, él, ya sujeto de
acción y del indispensable conocimiento, la reducirá a una luminosidad lo más homogénea
posible, que a su vez reduce seres y cosas a lo que de ellos hace falta solamente para ser
recibidos nítidamente. Ser percibido para ser fijado como meta o como obstáculo que se
interpone. Y el milagro que entra por los ojos cuando la luz entera se presenta será tenido
por deslumbramiento, del que hay que huir y hundir en el olvido. Y así el olvidar
desconociendo comienza. Y se irá, si el ímpetu hecho ya exigencia de existir prevalece, se
irá abriendo el abismo del olvido que condena corriendo tras del cuidado con creciente
afán. Y del afán llega a la lucha por fatalidad el que se da a existir olvidándose de cuánto
debe al nacimiento. Y la lucha por necesidad, y por ventura a veces, se vierte en agonía, en
verdadera agonía, ya que es imposible abolir el nacimiento y su promesa. La promesa de
ser concebido y de irse al par concibiendo enteramente, aunque no se vea el término, ni la
meta. Fin y principio están unidos indisolublemente en el que se da a nacer, recogiendo de
cada despertar lo que se le ofrece sin lucha. No hay lucha en dejarse alzar desde el
insondable mar de la vida. Y no se sabe si es en su profundidad o en su superficie donde
llega la centella del fuego que es al par luz, que es lo que puede mover enteramente la
respiración. Una centella del fuego que no abrasa, aunque traiga a veces pena, la fatiga de
respirar por entero como si el respirar todo de la vida atravesara ese ser que entra en ella. Y
la respiración se acompasa por esta luz que viene como destinada al que abre por ella los
ojos. El que así alienta al encuentro de la luz es alumbrado por ella, sin sufrir
deslumbramiento. Y de seguir así sin interrupción. vendría él a ser como una aurora.
LA INSPIRACIÓN
Lo primero en el respirar ha de ser la inspiración, soplo que luego se da en un
suspiro, pues que en cada expiración algo de ese primer aliento recibido permanece
alimentando el fuego sutil que encendió. Y el suspirar parece que vaya a restituirlo, lavado
ya por el fuego mismo que ha sustentado, el fuego invisible de la vida que aparece ser su
sustancia. Una sustancia formada a partir de la inspiración primera en el inicial respiro, y
que inasible encadena al individuo que nace con el respirar de la vida toda y de su
escondido centro. Y a imagen e imitación de ese centro de la vida y del ser, el respirar se
acompasa según su propio ritmo, dentro de los innumerables ritmos que forman la esfera
del ser viviente. Mas el ser, obligado a ser individualmente, se quedará en un cierto vacío
de una parte y a riesgo de no poder respirar de otra, entre el lleno excesivo y el vacío. Y
tendrá que esforzarse para respirar oprimido por la demasiada densidad de lo que le rodea,
la de su propio sentir, la de su propio pensamiento, la de su sueño que mana sin cesar
envolviéndole. y suspira entonces llamando, invocando un retorno más poderoso aun que el
de la primera inspiración, que atraviese ahora, en el instante mismo, todas las capas en que
está envuelto su escondido arder, que por él se sostienen. Una nueva inspiración que lo
sustente a él, a él mismo y a todo lo que sobre él pesa y se sustenta.
EL DESPERTAR DE LA PALABRA
Indecisa, apenas articulada, se despierta la palabra. No parece que vaya a orientarse
nunca en el espacio humano, que va tomando posesión del ser que despierta lenta o
instantáneamente. Pues que si el despertar se da en un instante, el espacio le acomete como
si ahí le hubiese estado aguardando para definirle, para hacerle saber que es un ser humano
sin más. Mientras el fluir temporal, en retraso siempre, se queda apegado al ser que
despierta envuelto en su tiempo, en un tiempo suyo que guarda todavía sin entregarlo, el
tiempo en el que ha estado depositado confiadamente. y la palabra se despierta a su vez
entre esta confianza radical que anida en el corazón del hombre y sin la cual no hablaría
nunca. Y aún se diría que la confianza radical y la raíz de la palabra se confundan o se den
en una unión que permite que la condición humana se alce.
Es de dócil condición la palabra, lo muestra en su despertar cuando indecisa
comienza a brotar como un susurro en palabras sueltas, en balbuceos, apenas audibles,
como un ave ignorante, que no sabe dónde ha de ir, mas que se dispone a levantar su débil
vuelo.
Viene a ser sustituida esta palabra naciente, indecisa, por la palabra que la
inteligencia despierta profiere como una orden, como si tomara posesión ella también, ante
el espacio, que implacablemente se presenta y ante el día, que propone una acción
inmediata que cumplir, una en la que entra toda la serie de las acciones. Palabras cargadas
de intención. Y la palabra primera se recoge, vuelve a su silencioso y escondido vagar,
dejando la imperceptible huella de su diafanidad. Mas no se pierde. Como un balbuceo,
como un susurrar de la inextinguible confianza atravesará las series de las palabras dictadas
por la intención, soltándolas por instantes de sus cadenas.
Y en esta breve aurora se siente el germinar lento de la palabra en el silencio. En el
débil resplandor de la resurrección la palabra al fin se desprende dejando su germen intacto,
que en el débil clarear de la libertad se anunciaba un instante antes de que la realidad
irrumpiese. Y quedaba así luego la realidad sostenida por la libertad y con la palabra en
vías de decirse, de tomar cuerpo. La palabra y la libertad anteceden a la realidad extraña,
irruptora ante el ser no acabado de despertar en lo humano.
LA PRESENCIA DE LA VERDAD
Cuando la realidad acomete al que despierta, la verdad con su simple presencia le
asiste. Y si así no fuera, sin esta presencia originaria de la verdad, la realidad no podría ser
soportada o no se presentaría al hombre con su carácter de realidad.
Pues la verdad llega, viene a nuestro encuentro como el amor, como la muerte y no
nos damos cuenta de que estaba asistiéndonos antes de ser percibida, de que fue ante todo
sentida y aun presentida. Y así, su presencia es sentida como que al fin ha llegado, que al
fin ha aparecido. Y que ésta su aparición se ha ido engendrando oscura, secretamente, en lo
escondido del ser en sueños, como promesa de revelación, garantía de vida y de
conocimiento, desde siempre. La preexistencia de la verdad que asiste a nuestro despertar, a
nuestro nacimiento. Y así, despertar como reiteración del nacer es encontrarse dentro del
amor y, sin salir de él, con la presencia de la verdad, ella misma.
Y al mantenerse como ella misma, la verdad con su asistencia comienza a hacerse
sentir invulnerable. Y al que tan inerme despierta que algo se le presente invulnerable le
despierta temor. Le descubre su vulnerabilidad; lo descubre. Pues que con sólo que se
sienta al descubierto, por levemente que sea, al despertar, teme, se retrae, tiende a
esconderse, a retornar a su antro de ser escondido. Ya que el hombre es un ser escondido en
sí mismo, y por ello obligado y prometido a ser «sí mismo», lo que le exige comparecer. Y
entonces, al sentir ese algo invulnerable que le aguarda, teme y se dispone, retrayéndose a
su escondido ser, a ser él, él mismo, sin acabar de despertar lo que se reitera siempre, en lo
más avanzado del conocimiento y del ejercicio de la visión, en ese movimiento que hace
hasta físicamente el que de verdad quiere ver: se echa hacia atrás y hacia adentro para mirar
desde un recinto. Y en ese recinto, que es ya un lugar, el suyo, se dispone —y más aun si ya
cree conocer— a alzar un castillo. Un castillo que llegará a ser de razones, un castillo
artillado, cuando a tal desarrollo haya llegado para defenderse ante la verdad en principio.
Y la verdad, invulnerable como es, tal como se le presentó primeramente, resiste, le resiste.
Mas el hombre puede aun más ante ella, puede sin proponérselo y aun pasándole
inadvertido, ir contra ella, armado de ciencia. Y así la pura, invulnerable, inviolable
presencia de la verdad que se dio, que se presentó ante él, no será ya nunca vista de ese
modo inicial. Y habrá perdido aquel que, tocado por el amor que la verdad invulnerable
inspira, se defiende ante ella, ahincándose en el temor primero de ser un iniciado por la
verdad, un conducido por ella.
Y le preguntará, éste que dejó perder la verdad o huyó de ser iniciado por la verdad,
le preguntará a ella misma; preguntará y se preguntará infatigablemente hasta ser poseído
por el preguntador, hasta convertirse él mismo en eso, en una pregunta. Surgirá la Esfinge
mitológica ante la que Edipo se vio en un instante, ante ella, ante su pregunta, que tan
sabiamente contestó, mas sin caer en la cuenta de que su respuesta de nada le valía, de que
su saber se refería tan sólo a algo general —» el hombre» dijo, como se sabe— mas que se
trataba de saberse él, él mismo, en lo escondido de su ser. Y así siguió de escondido, hasta
que sin valimiento alguno se vio al descubierto. Y apenas había nacido, apenas despertado.
La verdad tan sólo se da, sin temor y con temor ala vez, con temor siempre, al que se queda
palpitante, inerme ante ella, «toda ciencia trascendiendo». Y al reencontrarse así con ella,
ya no teme, pues que no está ante ella; va con ella y la sigue; sigue a la verdad que es lo que
ella pide.
EL SER ESCONDIDO - LA FUENTE
Desde siempre el ser ha estado escondido y por ello, se ha preguntado el hombre a
sí mismo acerca de él y ha preguntado. ¿Habría sido así acaso si él, el ser humano, no
hubiera sentido en sí, dentro de sí un ser, el suyo escondido? Y aun si no se hubiese visto
—un tanto ya desde afuera— como un ser escondido. Y así, el conocimiento que busca
nace del anhelo de darse a conocer, que acompañará siempre a las formas más
objetivamente logradas del conocimiento.
Y en cada despertar el ser recibido sin duda desde antes, el ser preexistente, emerge,
por no decir que está a punto de revelarse como llamado por una luz que no ve, por una luz
que lo toca y se derrama hasta una cierta profundidad en ese lugar, nido quizá, donde
alienta. Y que le anuncia el padecer y la gracia de la luz. Pues que la luz, tanto o más aún
que el espacio y el tiempo, es un «a priori» del ser humano o del ser de todas las criaturas
seguramente.
Y así los movimientos más recónditos y esenciales del ser humano —del humano, al
menos— si consumen tiempo y proponen un espacio cualitativo cuando de movimientos
del ser se trata, se dan en función de la luz, una luz que le llega y que le despierta y que
tiene que ser a su vez anhelada, una luz de la que tiene que ir al encuentro. Y por un leve,
fácilmente inadvertido instante, el encuentro se verifica; sería cosa de llamarlo revelación,
por mínimamente que sea, chispa encendida de la revelación que todo ser escondido
apetece. Pues que es más que fundamental «orexis» apetito del ser, la de darse en la luz que
lo revele, que lo sostenga y, más todavía, que lo sustente, como si fuera su alimento. Y así
esa paz que se derrama del ser unido con su alma, esa paz que proviene de sentirse al
descubierto y en sí mismo, sin irse a enfrentar con nada y sin andar con la existencia a
cuestas. Y la ligereza de sentirse sustentado, sin flotar a la merced de la vida, de la
inmensidad de la vida, sin sentir ni la propia limitación, ni tan siquiera su ilimitación, lejos
de como se siente cuando de algún modo, flota en el océano de la vida, sin sustento.
Y luego, cuando así se ha despertado de mañana, o en el centro mismo de la noche,
por esta luz que se enciende sin que sepa cómo en la oscuridad, se recae; recae este ser
escondido, vuelve a esconderse ya ello asiste, si hay ya conciencia, sin poder evitarlo. Mas
después advierte que le ha sido evitado el flotar a solas en el océano de la vida; lo advertirá
porque ya irá a su oscuro lugar donde brota, tímida, la fuente, la fuente por escaso que sea
su caudal, de la vida. Y ya no se quedará sin sustento. Y el ser escondido alentará de nuevo
en una vida recóndita, junto a la fuente de la que no siempre ni en toda ocasión necesaria
podrá beber. Sufrirá de sed y de oscuridad, sin duda. Mas el vivir humanamente, parece ser
que sea eso, que consista en eso, en un anhelar y apetecer apaciguados por instantes de
plenitud en el olvido de sí mismo, que los reavivan luego, que los reencienden. y así
seguirá, a lo que se vislumbra, inacabablemente.
EL TIEMPO NACIENTE
Un tiempo que brota sin figura ni aviso, que no mide movimiento alguno ni parece
que haya venido a eso. Y que, al no tener figura, de nada puede ser imagen. Un tiempo que
no alberga ningún suceso, ni se le nota que vaya a ser sucesivo, ni tampoco a seguir ni a
detenerse. Un tiempo solo, naciente en su pureza fragante como un ser que nunca se
convertirá en objeto; divino.
Un «ser», en cierto modo, que es una pulsación, una presencia pura que palpita;
vida.
Algo inasible, soplo, respiro. Presencia que no se exterioriza, dentro y fuera del que
así lo siente despertando y que no pide ni ofrece ni tampoco se niega a ser vista. Pues que
se la siente al par que uno mismo desde lo hondo se siente. Un sentir y un sentirse
recogidamente. Una herida sin bordes que convierte al ser en vida. Surge en la inmediatez
que con el ser no cabe en lo humano ni en ningún ser viviente. Un ilimitado don, una
prenda recibida como si fuera propia, este palpitar que no es ser ni solamente vida, sino
vivir ya y desde ahora, ¿desde cuándo? Un aliento congénito con el nacimiento, que se
recibe desde la oscuridad y que sostiene cuando la luz de alguna manera se hace. Estaba ya
ahí este palpitar cuando al fin se abren los ojos y se mira y por él, por este aliento, la visión
puede ser sostenida, la luz aceptada sin temor: «Nació y creció sin saber —si estaba dentro
o fuera— del dios que nació con él», se lee en Río natural de Emilio Prados.
LA SALIDA - EL ALMA
Y mientras el ser que se ha recibido tiende a esconderse, un algo, alma habría que
llamarlo, tiende a salir del interior del recinto. Gran tranquilidad ha proporcionado a gran
parte de la Psicología ya otras Ciencias Humanas o del Espíritu, el prescindir de esto, que
parece que se nos da a sentir como «esta» llamada tradicionalmente alma. Sin duda por ser
un supuesto metafísico y una manifestación de la vida sin cuerpo y el soporte —igualmente
tradicional— «conditio sine qua non» de la mística, le cupo esa suerte. Su existencia
constituye un obstáculo para la razón analítica. ¿Es posible tranquilamente someter al
análisis el alma, el alma misma? Su concepto es otra cosa, puede ser analizado y aun
reconstruido como cualquier otro concepto. Pero ella, el alma, ¿cómo será analizada si no
está propiamente en nosotros, ni en otro, ni menos todavía en sí misma? ¿Cuando se ha
visto un alma ensimismada? Claro está que aquello que se ensimisma o por lo cual nos
ensimismamos tampoco se ha visto, y menos aun en esa dirección de las ciencias en que no
se busca ver. El alma se mueve por sí misma, va a solas, y va y vuelve sin ser notada, y
también siéndolo.
Y ha de ser por este singular movimiento del alma y por el modo en que lo hace
sentir por lo que la ciencia prefiere no tomarla en cuenta, al alma, ya que la psique también
se mueve y mueve, mas parece estar siempre en el mismo lugar, disponible, estática, sobre
todo eso: estática. No hace sentir ímpetu alguno de ir más allá de sí. Y aun agazapada en la
subconciencia no se extasía. Parece estar dispuesta a responder cuando se la estimula:
responde en suma a los estímulos. Y el alma no; de responder es a la llamada, a la
invocación y aun al conjuro, como tantas oraciones atestiguan de las diversas religiones
tradicionales. Parece así tener un íntimo parentesco con la palabra y con algunos modos de
la música; fundamento mismo, que se nos figura, de toda liturgia.
De condición alada y dada a partir, se conduce como una paloma. Vuelve siempre
hasta que un día se va llevándose al ser donde estuvo alojada. y así se sigue ante este suceso
a la espera de que vuelva o de que se haya posado en algún lugar de donde no tenga ya que
partir, hecha al fin una con el ser que se llevó consigo, y que este irse haya sido para ella la
vuelta definitiva al lugar de su origen hacia el que se andaba escapando tan tenazmente.
Obstinada la paloma, ¿cómo se la podría convencer de nada? Parece saber algo que no
comunica, que siendo tan afín con las palabras nunca dice. No puede decirse ella a sí
misma. Cuando falta, todo puede seguir lo mismo en el ser abandonado. Mas el ser que la
ha perdido se queda quieto, fijo, en prisión. Y ningún signo que de ella no venga le sirve
para orientarse. Ya que lo propio de la prisión es que priva al que en ella cae de toda
orientación. Cuando el prisionero encuentra un resquicio de luz, una voz, un simple punto
por donde orientarse respira y espera, se mantiene en vigilia, en vez de caer en la atonía que
produce la ausencia total de signos que orienten en el encierro, aunque de él no se haya de
salir sino un día, un cierto día.
El que despierta con ella, con esta su alma que no es propiedad suya antes de usar
vista y oído, se despliega, al orientarse se abre sin salir de sí, deja la guarida del sueño y del
no-ser: ser y vida unidamente se orientan hacia allí donde el alma les lleva. Renace. Y así el
que se despierta con su alma nada teme. Y cuando ella sale dejándole en abandono, conoce,
si no se espanta, algo, algo de la vocación extática del alma. Ese vuelo al que ningún
análisis científico puede dar alcance.
EL ABRIRSE DE LA INTELIGENCIA
En la diferencia entre la vida toda y la exigencia del existir que se da en el ser
humano, se abre la inteligencia en él, en ese su ser. No es un producto de dos contrarios, no
podría ser producto de ningún otro aspecto de la humana condición ni menos aun una
emanación de un órgano para ello facultado, que si lo hay es para servir a esa inteligencia
que ha de hallar su modo de ejercitarse. Ya que la inteligencia es acción, aunque sea pasiva.
Aun considerada, aristotélicamente, la inteligencia pasiva muestra una leve acción; la de
dejarse imprimir en modo específico, la aptitud para revelar, lo cual es sensibilidad, vida.
Vida en su forma primera. Un algo que está encerrado y abierto al par hacia afuera, para
fijarlo haciéndolo vivo. Lo propio de la acción de la sensibilidad es convertir en vida lo que
le toca; en una vida disponible ya para una mayor revelación, para un desprendimiento
incompleto siempre como propio del existente, del que aparece falto de vida porque ha de ir
hacia otra zona de la vida, de un tiempo que va colonizando, en el que se adentra
exteriorizándose al par arriesgadamente. Pues que el existente, remitiéndose a esta nueva
dimensión de la inteligencia que entiende y establece punto de partida fuera ya de su
sensibilidad o sentir inicial, arriesga vaciarse de la vida primera, de su interior indescifrado
e indescifrable, de lo que en español por fortuna puede ser nombrado entraña, de la entraña
sacra siempre, que lentamente se resiste a la claridad, cuando sobre ella se vierte como
sobre un objeto de afuera.
Como un objeto, porque la inteligencia misma corriendo de por sí establece el
dintel. Un dintel que es separación dentro del mismo ser que se dispone a entender,
especialmente cuando cree y encuentra obvio el hacerlo. y entre él mismo todavía
irrevelado y la claridad que le viene de afuera, surge esa disponibilidad, ese usar de su
inteligencia, creyéndola ya suya, apropiándosela paradójicamente al establecer la
objetividad, sin sacrificio. Sin realizar el sacrificio, lejos del amor preexistente, alejándose
de la vida recibida, del amor del que es depositario.
EL DESLIZARSE DE LAS IMÁGENES
Es múltiple la imagen siempre, aunque sea una sola. Un doble, causa de alteración
de aquel ante quien se presenta. Siempre llega, aunque se haya asistido a su formación, con
ansias de enseñorearse tal como si pidiese, ella también, existir, como escapada de un reino
donde solamente el ser y la vida caben. Mas la realidad, eso que se llama realidad, es casi
de continuo imagen. «De sí misma», podría decirse en seguida, deslizándose sobre la
aparente identidad de las hojas del fuego apagado, convertidas en río o en cascada cuando
se las ve. Cuando se las ve en esa franja que ofrece la realidad, que no puede quedarse en
ser «nuda, escueta realidad», y pide como mendiga en ocasiones, como sierva siempre, aun
cuando se imponga para completarse. Pues que la realidad que al ser humano se le ofrece
no acaba de serlo; a medias real tan sólo y, a veces, irreal por asombrosa, por sobrepasarse
a sí misma, pide. Y se es requerido constantemente por la realidad que suplica
ensoberbecida y al par sierva, algo así como si le dieran la verdad que le falta, el ser que se
quedó atrás, en la casa del Padre quizás —en algún lugar de donde salió— a la busca como
la sierpe, y arrastrándose como ella. La realidad como deseó ella misma ser, como un ansia
de fundar otro reino. Como la luna de la que no se sabe si salió, si se salió del orden del que
conserva, como hija perdonada, el tener una órbita. Mas aun así, con su órbita, no anda
entera; se disminuye, se acrecienta, se presenta en una imagen de plenitud, que no logra dar
en verdad; es sólo una imagen de plenitud, le falta la otra cara que en el sol no se echa de
ver que falte. La luna no hace sentir lo esférico de su cuerpo, ni aun su cuerpo: espejo. Y la
realidad al pedir, siempre anda así también. Es una realidad ésta que se nos concede y, al
par, nos acomete, que anda suelta. Y su órbita más que su imagen es lo que de veras pide al
hombre.
III
PASOS
MÉTODO
Hay que dormirse arriba en la luz.
Hay que estar despierto abajo en la oscuridad intraterrestre, intracorporal de los
diversos cuerpos que el hombre terrestre habita: el de la tierra, el del universo, el suyo
propio.
Allá en «los profundos», en los ínferos el corazón vela, se desvela, se reenciende en
sí mismo.
Arriba, en la luz, el corazón se abandona, se entrega. Se recoge. Se aduerme al fin
ya sin pena. En la luz que acoge donde no se padece violencia alguna, pues que se ha
llegado allí, a esa luz, sin forzar ninguna puerta y aun sin abrirla, sin haber atravesado
dinteles de luz y de sombra, sin esfuerzo y sin protección.
LAS OPERACIONES DE LA LÓGICA
LOS ÍNFEROS
«Quoniam tu flagelas et salvas, deducís ad inferos et reducís», dice el libro de
Tobías.
Dice el anciano Tobit a su Señor cuando salta su cántico ante el Arcángel Rafael:
«Quoniam tu flagelas et salvas, deducis ad inferos et reducis». Y parece imposible verter al
español una tal frase sin que pierda ninguna de sus significaciones, una especialmente: la
deducción a los ínferos, que no es ciertamente lo mismo que la conducción a ellos. No es
atribuible al genial traductor de la Vulgata la intención de manifestar que la deducción,
operación lógica, lleve a los infiernos, ni, inversamente —que sería lo mismo— que el
infierno sea algo deducido. A pesar de ello, más allá de las intenciones del autor de tal
texto, se impone el vislumbre de que a los ínferos se baje por deducción, y que ellos
mismos sean algo deducido. Y que por consiguiente, la vuelta de ellos sea una inducción
sin que deje de ser al par una reducción.
La tranquilizadora operación deductiva o el más seguro camino abierto a la mente
por la Lógica formal, ¿es entonces una fatalidad, una fatal declinación? Y la inducción, la
modesta y segundona inducción, un arrancar algo sumergido, apegado, adherido o dejado
ahí simplemente, en la oscuridad.
Todo parece indicar que suceda así, pues que la deducción, como es sabido, parte de
un juicio universal para llegar a uno singular; de lo abstracto, pues, a lo concreto, de lo que
se presenta como verdad de razón a algo vivo envuelto en lo concreto, de lo que se presenta
como verdad de razón a algo vivo envuelto en lo universal sometido a ello, confinado
haciéndonos sentir y saber que este algo, concreto y viviente, no podrá nunca transcender
esta envoltura abstracta que lo sostiene ciertamente y lo envuelve. Tal como si lo concreto y
viviente no pudiese mantenerse por sí mismo, no encontrar en sí mismo, en lo que él es,
reposo y razón de ser. Al partir, en el ejemplo clásico de las Escuelas, de que «Todos los
hombres son mortales » para concluir que Sócrates lo es —uno más como todos— ¿no se le
rebaja en cierto modo, o no se le borra a la hora de su muerte que en este caso —infeliz
ejemplo— es bien suya, nítidamente señaladora de su distinción como individuo? Todos los
hombres mueren y Sócrates por ende también, mas no todos mueren como Sócrates. Y
entonces se dibuja una cierta incompatibilidad en el ánimo para aceptar tamaña verdad,
obtenida de esta deductiva manera, y se insinúa en el ánimo del estudiante la necesidad de
una reparación, de una operación de la mente que extraiga a Sócrates de la verdad común,
de un tiempo, pues que la reparación comienza siempre con un detenerse del ánimo y del
pensamiento entregado a su morir, mínima ofrenda, y de con un percibir con los sentidos
interiores antes de formularse juicio alguno que la envuelva, el latir de su muerte, la vida de
su morir, la indicación de la flecha que nos envía a través de los históricos tiempos. y si por
acaso no se oculta algo en muerte tan declarada. Hay que escuchar más finamente. Y
entonces, sólo entonces, tras de haber afinado los sentidos interiores, permitir al intelecto,
no que formule un juicio, sino que intente seguir las indicaciones de estos sentidos. Y quizá
siguiendo, prosiguiendo, en vez del «Sócrates es mortal», se dibujará una figura que nos
llamará a una noción del hombre según la cual ser mortal no sea ya tan exclusivamente
importante. Tan importante como la forma misma de esa su muerte. Y que por su
impecable forma de morir Sócrates fuera rescatado de todos los ínferos, incluidos los de la
lógica.
EL DELIRIO - EL DIOS OSCURO
Brota el delirio al parecer sin límites, no sólo del corazón humano, sino de la vida
toda y se aparece todavía con mayor presencia en el despertar de la tierra en primavera, y
paradigmáticamente en plantas como la yedra, hermana de la llama, sucesivas madres que
Dionysos necesitó para su nacimiento siempre incompleto, inacabable. Y así nos muestra
este dios un padecer en d nacimiento mismo, un nacer padeciendo. La madre, Semelé, no
dio de sí para acabar de darlo a la luz nacido enteramente. Dios de incompleto nacimiento,
del padecer y de la alegría, anuncia el delirio inacabable, la vida que muere para volver de
nuevo. Es el dios que nace y d dios que vuelve. Embriaga y no sólo por el jugo de la vid, su
símbolo sobre todos, sino ante todo por sí mismo. La comunicación es su don. Y antes de
que ese su don se establezca hay que ser poseído por él, esencia que se transfunde en un
mínimo de sustancia y aun sin ella, por la danza, por la mímica, de la que nace el teatro; por
la representación que no es invención, ni pretende suplir a verdad alguna; por la
representación de lo que es y que sólo así se da a conocer, no en conceptos, sino en
presencia y figura; en máscara que es historia. Signo del ser que se da en historia. La pasión
de la vida que irremediablemente se vierte y se sobrepasa en historia. Y que se embebe sólo
en la muerte. El dios que se derrama, que se vierte siempre, aun cuando en los
«Ditirambos» se de en palabras. Las palabras de estos sus himnos siguen teniendo grito,
llanto y risa al ser expresión incontenible. Expresión que se derrama generosa y
avasalladoramente.
EL CUMPLIMIENTO
Si es objetivamente en lo que entendemos por cosas o mundo, el suceso que tiene la
virtud de ser un cumplimiento, deja un especial vacío, el de un largo pasado que se
consuma y se consume. El acabamiento de una época en la historia, ofrece este carácter. Ha
sido necesario un suceso decisivo, la llegada de algo que se impone y que arroja al pasado,
a un irremediable pasado, lo que hasta entonces era, en una forma o en otra, presencia,
actualidad. Se siente entonces que la historia cesa justamente en el momento que luego será
llamado histórico. Puede suceder también, sin que nada nuevo llegue, la pérdida de los
últimos rastros de un imperio que fue inmenso, una liberación entonces, una ligereza para
quienes los perdieron. Una suerte de desnudez que por sí misma hace sentir que se está
renaciendo, pues que como se nació desnudo, sin desnudez no hay renacer posible; sin
despojarse o ser despojado de toda vestidura, sin quedarse sin dosel, y aun sin techo, sin
sentir la vida toda como no pudo ser sentida en el primer nacimiento; sin cobijo, sin apoyo,
sin punto de referencia. Mientras que cuando el pasado queda abolido por algo nuevo que
se impone, inédito, un nuevo régimen ansiado y aun ensoñado, no se siente esa liberación a
solas. Y aun se diría que apenas ha habido liberación. Pues que el momento histórico ha
sido un salto, o mejor aun, una epifanía de una vida sin historia, vida que sólo es vida y
nada más. Y que así es ella, la vida, la recién llegada, la encontrada, la aparecida, un puro
don. Y así quedará siempre, para quienes estuvieron despiertos durante el acontecimiento.
La presencia de la vida inconfundiblemente, de una vida de verdad o verdaderamente vida,
sin todavía mella alguna de su inevitable hija, la historia.
Y no hay engaño posible para este sentir, indisolublemente sentir y conciencia de
que la vida no ofrezca esa condición, de ser indefinible e inmensa, inasible, don y regalo
que no invade, que necesita, sí, de moral que la conduzca. Mas de moral inspirada también
por la muerte y no sólo por la historia.
LA IDENTIFICACIÓN
La identificación, si se realiza por la unión, se da en el morir o en algo que se le
asemeja. O se le acerca. La identificación máxima apenas concebida es la de la vida y la
muerte; que sólo en el ir muriendo se alcanza, allí donde la muerte no es acabamiento sino
comienzo; y no una salida de la vida, sino el ir entrando en espacios más anchos, en verdad
indefinidos, no medidos por referencia alguna a la cantidad, donde la cantidad cesa,
dejando al sujeto a quien esto sucede no en la nada, ni en el ser, sino en la pura cualidad
que se da todavía en el tiempo. En un modo del tiempo que camina hacia un puro
sincronismo.
LA SINCRONIZACIÓN
La sincronización, o más bien, quizá, la sincronía. Sincronismo si se entiende que
de lo que se trata es de una acción que se abre como la armonía, algo que se hace y que se
está haciendo siempre, desde allá y desde acá a la vez, cumplimiento milagrosamente
matemático, incalculable como el de la armonía. Manifestación de la armonía esta
sincronización. Mas poco puede saberse de ella, apenas esa nada con que designamos a lo
que condiciona lo incalculable. Logos y número al par. Tiempo que une, hito o detención
en la vía unitiva que se da sin casi ser buscada o sin serlo para nada y sin conciencia al no
haber empeño. En ese estado en que ya no se espera, o mejor aun, cuando se ha dejado de
esperar, llega sin ser notado el instante en que se cumple el sincronizar de la vida con el ser;
de la vida propia en su aislamiento con la vida toda; del propio ser vacilante y desprovisto,
con el ser simple y uno. Y el tiempo no se suspende entonces; lejos de ello, se manifiesta en
su esplendor, podría decirse. Y deja ver y da a sentir algo así como su fruto, el fruto del
tiempo, don que a quien lo ha seguido sufriéndolo calladamente, se le otorga sobrepasando,
transcendiendo lo que el tiempo al pasar se lleva, lo que su velocidad deja sin llegar a ser.
Cumplimiento de los débiles y apenas formulados presagios. Y como todo fruto del tiempo,
una profecía del cumplimiento final, de la doble entrega del más allá y del ahora.
EL TRANSCURRIR DEL TIEMPO
LA MUSICALIDAD
El tiempo pasa y si es así es porque tiene sus pasos; viene a pasos discontinuamente
y por ello se hace sentir como si fuera alguien, un dios tal vez con su ley: la que acalla y
oculta, y que revela en uno de sus pasos. El dios del desierto que reaparece mudo y el
escondido, el que late hasta hacerse patente, Rey de la edad de Oro, de la que pocos atisbos
se nos dan ahora. Rey primordial, no abdica ni permite ser apresado, se ríe y sufre al par;
dios sufriente, mediador. Se ríe de los que creen que él está fuera del «logos», mientras el
verbo humano gracias al tiempo se despliega. ¿Y los modos —verbales— no existen, acaso,
gracias a la separación, al discernimiento que regala el tiempo; el tiempo múltiple, diverso
y aun divergente? Se ríe este extraño dios de quienes lo creen uno, uniforme, y de quienes
lo creen tan sólo —únicamente— agente de división y de divergencia, de oposición
consecuentemente. Se ríe como si de su risa y de su llanto oculto hubiera nacido un día
Dionysos, el del teatro y el del sufrimiento, el de la vida entrelazada con la muerte, el dios
muriente que se da a ver bajo una máscara, porque no fue ni podía ser crucificado. Que el
Crucificado no tiene máscara, pura y entera revelación.
Todo lo divino o tocado por ello, da de sí mismo, además de la ley que viene a
establecer siempre múltiple y una, o a renovar, salvándola, al par que la vence. Dionysos
dio de sí no la sangre Sino el Vino que desata el delirio enclaustrado de la vida, del ansia
anterior al amor de unión, unión que bajo él se cumple en la confusión ciertamente, hasta
que surge la máscara regalada por Apolo, su hermano, el dios de la forma y de la figura, de
lo visible. Cronos no da delirio, ni tampoco sustancia alguna; es un dios, luego Rey sin
sustancia. Da de sí, sin embargo. Sin sustancia del transcurrir, donde parece darse
enteramente, al menos ahora en este nuestro ahora que también proviene de su incesante
mediación.
Es en el transcurrir del tiempo, más que en su simple pasar, más que en sus pasos,
donde se muestra y hace sentir, donde Cronos da de sí. Y lo que da de sí se ofrece sin
máscara en la música y antes que en ella, en la musicalidad, que es su lugar, como la
espacialidad lo es de los cuerpos, y la visibilidad de las presencias, y el alma de todo lo que
alienta. Y el pensamiento, de todos los pensamientos, aun de los que se mustian al nacer.
Que algo transcurre, que él, el tiempo mismo, transcurre recogiendo su paso,
apareciendo de acuerdo con su ser que no es sustancia, tal es lo que se da en este transcurrir
puro sin acontecimientos. Un puro transcurrir en que el tiempo se libera de esa ocupación
que sufre de hechos y sucesos que sobre él pasan. Y entonces da de sí dándose a oír y no a
ver, dando a oír su música anterior a toda música compuesta de la que es inspiración y
fundamento. Y sólo el rumor del mar y el viento, si pasan mansamente, se le asemejan. Y
más todavía ciertos modos del silencio sin expectación y sin vacío. Pues que ha de ser por
la música que en el inimaginable corazón del tiempo viene a quedarse todo lo que ha
pasado, todo lo que pasa sin poder acabar de pasar, lo que no tuvo sustancia alguna, mas sí
un cierto ser o avidez de haberla. Todo lo que se interpuso en el fluir temporal
deteniéndolo. Todo lo que no siguió el curso del tiempo con sus desiertos, donde tanto
abismo se abre; lo que no se acordó con su invisible ser, que solamente se nos da a sentir y
a oír, mas no a ver —el ver lo que el tiempo ha causado es ya un juicio. Llanto también esta
música del transcurrir, como si el increíble corazón del tiempo hubiese recogido el llanto de
todo lo que pasó y de lo que no llegó a darse. Y el gemido de la posibilidad salvadora, y lo
que fue negado a los que están bajo el tiempo. Parece sea el sentir del tiempo mismo el que
se derrama musicalmente sobre el sentir de quien lo escucha padeciéndolo. Una música que
viene a darse en el modo de la oración.
IV
EL VACÍO Y EL CENTRO
LA VISIÓN - LA LLAMA
Todo es revelación, todo lo sería de ser acogido en estado naciente. La visión que
llega desde afuera rompiendo la oscuridad del sentido, la vista que se abre, y que sólo se
abre verdaderamente si bajo ella y con ella se abre al par la visión. Cuando el sentido único
del ser se despierta en libertad, según su propia ley, sin la opresiva presencia de la
intención, desinteresadamente, sin otra finalidad que la fidelidad a su propio ser, en la vida
que se abre. Se enciende así, cuando en libertad la realidad visible se presenta en quien la
mira, la visión como una llama. Una llama que funde el sentido hasta ese instante ciego con
su correspondiente ver, y con la realidad misma que no le ofrece resistencia alguna. Pues
que no llega como una extraña que hay que asimilar, ni como una esclava que hay que
liberar, ni con imperio de poseer. Y no se aparece entonces como realidad ni como
irrealidad. Simplemente se da el encenderse de la visión, la belleza. La llama que purifica al
par la realidad corpórea y la visión corporal también, iluminando, vivificando, alzando sin
ocupar por eso todo el horizonte disponible del que mira. La llama que es la belleza misma,
pura por sí misma. La belleza que es vida y visión, la vida de la visión. Y, mientras, dura la
llama, la visión de lo viviente, de lo que se enciende por sí mismo. Y luego, por sí mismo
también, se apaga y se extingue, dejando en el aire y en la mente su geometría visible. Y
cuando no es así, queda la huella del número acordado, y la ceniza que de algún modo el
que así ha visto recoge y guarda. Y un vacío no disponible para otro género de visión y que
reaparecerá, haciéndose ostensible, cuando ya se lo conoce, en toda aparición de belleza.
EL VACÍO Y LA BELLEZA
La belleza hace el vacío —lo crea—, tal como si esa faz que todo adquiere cuando
está bañado por ella viniera desde una lejana nada y a ella hubiere de volver, dejando la
ceniza de su rostro a la condición terrestre, a ese ser que de la belleza participa. Y que le
pide siempre un cuerpo, su trasunto, del que por una especie de misericordia le deja a veces
el rastro: polvo o ceniza. Y en vez de la nada, un vacío cualitativo, sellado y puro a la vez,
sombra de la faz de la belleza cuando parte. Mas la belleza que crea ese su vacío, lo hace
suyo luego, pues que le pertenece, es su aureola, su espacio sacro donde queda intangible.
Un espacio donde al ser terrestre no le es posible instalarse, mas que le invita a salir de sí,
que mueve a salir de sí al ser escondido, alma acompañada de los sentidos; que arrastra
consigo al existir corporal y lo envuelve; lo unifica. Y en el umbral mismo del vacío que
crea la belleza, el ser terrestre, corporal y existente, se rinde; rinde su pretensión de ser por
separado y aun la de ser él, él mismo; entrega sus sentidos que se hacen unos con el alma.
Un suceso al que se le ha llamado contemplación y olvido de todo cuidado.
EL ABISMARSE DE LA BELLEZA
Tiende la belleza a la esfericidad. La mirada que la recoge quiere abarcarla toda al
mismo tiempo, porque es una, manifestación sensible de la unidad, supuesto de la
inteligencia del que tan fácilmente al quedarse prendida de «esto» o de «aquello» y de su
relación, sobre todo de su relación, se desprende. Ya que esto o aquello considerado
desinteresadamente muestra su unidad, no suya tal vez, Días unidad al fin y al cabo.
Y la belleza en la que luego discierne la inteligencia, elementos y relaciones hasta
con sus números, se ofrece al aparecer como unidad sensible. Y la mente de quien la
contempla tiende a asimilarse a ella, y el corazón a bebérsela en un solo respiro, como su
cáliz anhelado, su encanto.
Porque la belleza al par que manifiesta la unidad, la Unidad que no puede proceder
más que del uno, se abre. No se presenta al modo del ser de Parménides, o de lo que se cree
que es ese ser. Se abre como Una flor que deja ver su cáliz, su centro iluminado que luego
resulta ser el centro que comunica con el abismo. El abismo que se abre en la flor, en esa
sola flor que se alza en el prado, que se alza apenas abierta enteramente. Apenas, como
distancia que invita a ser mirada, a asomarse a ese su cáliz violáceo, blanco a veces. Y
quien se asoma al cáliz de esta flor una, la sola flor, arriesga ser raptado. Riesgo que se
cumple en la Coré de los sacros misterios. La muchacha, la inocente que mira en el cáliz de
la flor que se alza apenas, al par del abismo y que es su reclamo, su apertura. Y no sería
necesario —diciéndolo con perdón del sacro mito eleusino— que apareciera el carro del
dios de los ínferos. El solo abismo que en el centro de la belleza, unidad que procede del
uno, se abre, bastaría para abismarse. Y así la esperanza dice: hasta que el abismo del uno
se alce todo; hasta que Demeter Alma no vuelva a tener que ponerse de luto.
EL CENTRO - LA ANGUSTIA
Sobreviene la angustia cuando se pierde el centro. Ser y vida se separan. La vida es
privada del ser y el ser, inmovilizado, yace sin vida y sin por ello ir a morir ni estar
muriendo. Ya que para morir hay que estar vivo, y para el tránsito, viviente.
(«Que yo, Sancho, nací para vivir muriendo» es una confesión de un ser, sobre vivo,
viviente.)
El ser sin referencia alguna a su centro yace, absoluto en cuanto apartado; separado,
solitario. Sin nombre. Ignorante, inaccesible. Peor que un algo, despojo de un alguien. Se
hunde sin por ello descender ni moverse ni sufrir alteración alguna, resiste a la disgregación
amenazante. Es todo.
Y la vida se derrama del ser descentrado simplemente. No encuentra lugar que la
albergue, entregada a su sola vitalidad. Angustia del joven, del adolescente y aún del niño
que vaga y tiene tiempo, un tiempo inhabitable, inconsumible; situación derivada de del no
estar sometida a un ser y a su través, a un centro. Tiende a volver a su condición primaria, a
la avidez colonizadora; se desparrama y aún se ahoga en sí misma, agua sin riberas, hasta
que encuentra, si felizmente encuentra, la piedra.
Reaccionar en la angustia o ante ella —Kierkegaard alcanza en este punto autoridad
de mártir y de maestro— es el infierno. La quietud bajo ella es indispensable. La quietud
que no consiste en retirarse sino; en no salirse del simple sufrir que es padecer. En este
padecer el ser se despierta, se va despertando necesitado de la vida y la llama. La llama si
ha resistido a la tentación inerte de seguir la vida en su derramarse. Y cuando la vida torna
a recogerse es el momento en que el alguien, el habitante del ser —si no es el ser mismo—
establece distancia, una diferencia de nivel para no quedar sumergido por el empuje de la
vida como antes lo estaba por la ausencia de ella. Y pasa así de estar sin lugar a ser su
dueño mientras es simplemente alzado de un modo embriagante. Pasa de quedarse sin vida
a quedarse solo con esa vida parcial que vuelve por docilidad de sierva.
Ya que la vida es como sierva dócil a la invocación y a la llamada de quien aparece
como dueño. Necesita su dueño, ser de alguien para ser de algún modo y alcanzar de alguna
manera la realidad que le falta.
Y la realidad surge, la del propio ser humano y la que él necesita haber ante sí, solo
en esta conjunción del ser con la vida, en esta mezcla no estable, como se sabe. Y así antes
de separarse en la situación terrestre —la que conocemos y sufrimos— ha de fijarse una
extraña realidad, la del propio sujeto, la del ser que ha cobrado por la vida y merced a ella,
la realidad propia. Y la vida, sierva fiel, podrá entonces retirarse habiendo cumplido su
finalidad saciada al fin, sin avidez sobrante. Y lo hará dejando siempre algo de su esencia
germinante, nada ideal ni que pueda por tanto ser captado; algo que puede solamente
reconocerse en tanto que se siente, en esa especie, la más rara del sentir iluminante, del
sentir que es directamente, inmediatamente conocimiento sin mediación alguna. El
conocimiento puro, que nace en la intimidad del ser, y que lo abre y lo trasciende, «el
diálogo silencioso del alma consigo misma', que busca aún ser palabra, la palabra única, la
palabra indecible; la palabra liberada del lenguaje.
EL CENTRO Y EL PUNTO PRIVILEGIADO
Se tiende a considerar el centro de sí mismo como situado dentro de la propia
persona. Lo cual evita a ésta considerar el movimiento íntimo. El movimiento más íntimo
no puede ser otro que el del centro mismo. Y esto aun cuando se entienda el vivir como una
exigencia de íntima transformación.
La virtud del centro es atraer, recoger en torno todo lo que anda disperso. Lo que va
unido a que el centro sea siempre inmóvil.
Y el centro último ha de ser inmóvil. Mas en el hombre, criatura tan subordinada, el
centro ha de ser quieto, que no es lo mismo que inmóvil. Por el contrario, es la quietud la
que permite que el centro se mueva a su modo, según su incalculable «naturaleza».
Ningún acto humano puede darse si no siguiendo una escala, ascensional sin duda,
con la amenaza, rara vez evitada enteramente, de la caída. Y aunque esta escala se siga con
una cierta continuidad, se dan en ella períodos decisivos, etapas, detenciones.
Y así el centro del ser humano actúa durante la primera etapa de la escala
ascendente de la persona, de un modo que responde al sentir originario y a la idea
correspondiente de que sea el centro ante todo, inmóvil, dotado de poder de atracción,
ordenador: foco de condensación invisible.
La etapa siguiente comienza en virtud de una cierta transformación que ha tenido
que darse ya sintiendo la necesidad y la capacidad del centro de moverse, de transmigrar de
un lugar a un punto nuevo. Es la etapa de la quietud; el centro no está inmóvil sino quieto.
Y lo que le rodea comienza a entrar en quietud. Se ha cumplido una transformación
decisiva. Se inicia una «Vita nova».
V
LA METAFORADEL CORAZÓN
A Rafael Tomero Alarcón
I
En su ser carnal el corazón tiene huecos, habitaciones abiertas, está dividido para
permitir algo que a la humana conciencia no se le aparece como propio de ser centro. Un
centro, al menos según la idea transmitida por la filosofía de Aristóteles: motor inmóvil,
centro último, supremo, imprime el movimiento a todo el universo y a cada una de sus
criaturas o seres, sin perdonar ninguna. Mas no les abre hueco para que entren en ese su
girar, dentro de ese su ser. El motor inmóvil no tiene huecos, espacios dentro de sí, no tiene
un dentro, eso que ya en tiempos de cristiana filosofía se llama interioridad. El «atrae, como
el objeto de la voluntad y del deseo atrae y mueve sin ser movido por ellos». Es impasible,
acto puro, «pensamiento cuyo acto es vida»; la vida. Mas la vida atraída y movida por este
centro que no se mueve, no circula por él, dentro de él. Él mueve sin moverse mientras que
el desvalido corazón que un día, en un instante ha de pararse, se mueve dentro de nuestra
vulnerable y abatida vida.
Así la circulación que nuestro corazón establece pasa por él, y sin él se estancaría.
Él mueve moviéndose, tiene un dentro, una modesta casa, a cuya imagen y semejanza, se
nos ocurre, han surgido las casas que el hombre ha ido a habitar dichosamente.
Dichosamente porque es ya una casa, y no la simple tienda, imagen, cierto es, del
firmamento y del hueco que le separa de la tierra. En ella, en la tienda o choza, primera
morada fabricada por el hombre, el horizonte es confín, circulo que limita y abriga, es como
un horizonte propio de su habitante. Y enseña que todo lo que el hombre tiene por propio es
morada y cárcel, su dominio y su encierro ala vez. La casa, la modesta casa a imagen del
corazón que deja circular que pide ser recorrida, es ya sólo por ello lugar de libertad, de
recogimiento y no de encierro. El interior en el corazón carnal es cauce del río de la sangre,
donde la sangre se divide y se reúne consigo misma. Y así encuentra su razón. La primera
razón de la vida de aquellos organismos que tienen sangre, profetizada sin duda, como toda
la vida está, desde su pobreza originaria. Pues que la vida aparece casi de incógnito, sin
esplendor alguno; la pobre vida. Y así todo organismo vivo persigue poseer un vacío, un
hueco dentro de sí, verdadero espacio vital, triunfo de su asentamiento en el espacio que
parece querer conquistar solamente extendiéndose, colonizándolo, y que es sólo el ensayo
de tener luego cada ser viviente un espacio propio, pura cualidad: ese hueco, ese vacío que
sella allí donde aparece, la conquista suprema de la vida, el aparecer de un ser viviente.
Un ser viviente que resulta tanto más «ser» cuanto más amplio y cualificado sea el
vacío que contiene. Los vacíos del humano organismo carnal son todo un continente o más
bien unas islas sostenidas por el corazón, centro que alberga el fluir de la vida, no para
retenerlo, sino para que pase en forma de danza, guardando el paso, acercándose en la
danza a la razón que es vida. Un ser viviente que dirige desde adentro su propia vida a
imagen real de la vida de un cierto universo donde la conflagración no sería posible sin la
extinción de una razón indeleble, de un pasar y repasar que se extingue, sin razón. Y al ser
así, entonces, la razón originariamente vital queda en suspenso; suspendida en la
ilimitación.
II
Centro también el corazón porque es lo único que de nuestro ser da sonido. Otros
centros ha de haber, mas no suenan. Y sólo por él los privilegiados organismos que lo
tienen se oyen a sí mismos, que imaginamos que, en un grado o en otro, todos los vivientes
han de tenerlo, como privilegio y aflicción que muestra la bipolaridad que abre y atenaza al
ser viviente.
Aunque no preste atención el hombre al incesante sonar de su corazón, va por él
sostenido en alto, a un cierto nivel. Le bastaría quedarse sin este latir sonoro para hundirse
en una mayor oscuridad, para sentirse más extraño, más sin albergue, como privado de una
cierta dimensión, o de una llamada que por sí misma crea la posibilidad de su existencia.
Y así los pasos del hombre sobre la tierra parecen ser la huella del sonido de su
corazón que le manda marchar, ir en una especie de procesión, si se siente libre de condena
cuando el corazón pesa condenado a proseguir; gozoso, cuando se siente formar parte de un
cortejo en el que van otras criaturas humanas y de otros reinos, en serenidad perfecta
cuando se siente moverse al par con los astros y aun con el firmamento mismo, y con el
rodar silencioso de la tierra.
Pues que el sonido propio, inalienable, del que el hombre es portador, es su ritmo
inicial, cadencia cuando el tiempo no se recorre en el vacío o en la monotonía. Mas el solo
ritmo puebla la extensión del tiempo y lo interioriza, y así lo vivifica. Y el corazón sin
pausas marca, sin que de ello sea necesaria la percepción ni la contraproducente voluntad,
la pausa en la que se extingue una situación, don del vacío necesario para que surja lo que
está ahí en espera de enseñorearse de la faz del presente. Y esta pausa imperceptible es un
respiro para el hombre, que necesitaría que se le dieran más anchamente estos respiros entre
una situación y otra por leves que sean sus diferencias, que espera siempre comenzar a vivir
de nuevo desde el simple respirar; respirar libre de todo acecho, de todo peso de pasado, sin
saber ni sentir el presente que llega a instalarse, por puro que este presente sea, por
desligado que parezca. Pues que espera el puro don de ser sin empeño alguno. El don de ser
embebido en el don de la vida, ser y vida sin escisión ni diferencia alguna, pues que todo
cuitar viene de que ser y vida se le den por separado al hombre más aun que a ningún otro
de los seres vivientes que habitan su planeta. Sólo los astros lejanos, puros, mientras sean
inaccesibles a su colonización, le proporcionarán la imagen real de un ser idéntico a su
vida; inocente, como si sólo hubiera sido creado sin tener que nacer.
III
Es profeta el corazón, como aquello que siendo centro está en un confín, al borde
siempre de ir todavía más allá de lo que ya ha ido. Está a punto de romper a hablar, de que
su reiterado sonido se articule en esos instantes en que casi se detiene para cobrar aliento.
Lo nuevo que en el hombre habita, la palabra, mas no las que decimos, o al menos como las
decimos, sino una palabra que sería nueva solamente por brotar ella, porque nos
sorprendería como el albor de la palabra. Ya que el hombre padece por no haber asistido a
su propia creación. Y a la creación de todo el universo conocido y desconocido. Su ansia de
conocer no parece tener otra fuente que ese ansia de no haber asistido a la creación entera
desde la luz primera, desde antes: desde las tinieblas no rasgadas. La teología de las
grandes religiones da testimonio, la filosofía más circunspectamente también lo da, de lo
ineludible de esta revelación.
Y no parece haberse tenido en cuenta lo bastante este gran resentimiento, este
resentimiento «fundamental» que el ser humano lleva en su corazón, como raíz de todos los
resentimientos que lo pueblan, de no haber asistido, testigo único tendría que ser además, al
acto creador. Si nos atenemos al relato sacro del Génesis, sucumbió a la seducción
prometedora del futuro: «Seréis como dioses», no en apetencia de felicidad, sino saliendo
por el contrario de la felicidad que le inundaba para ir a buscar una creación propia, de algo
que él hiciera, y no tener que contemplar lo que se le ofrecía, para huir de la pura presencia
de los seres cuyo nombre conocía, mas no su secreto. Mas la palabra que no llega a salir del
corazón no se pierde, esa palabra nueva en la que lo nuevo de la palabra resplandecería con
claridad inextinguible. La palabra diáfana, virginal, sin pecado de intelecto, ni de voluntad,
ni de memoria. Y su claridad tendría lo que ninguna palabra nos da certidumbre de
alcanzar: ser inextinguible. No se pierde, se deslíe en voz, una voz que a solas suspira y
como el suspiro asciende atravesando angustia y espera; transcendiendo.
Y es la voz que se infiltra en ciertas palabras de uso cotidiano y mayormente
todavía en las más simples, que dan certeza. Y si no se hacen por ello inextinguibles, tienen
una suerte de firmeza y hasta de fórmula sacra.
Y es la voz interior que se identifica con algunas voces, con algunas palabras que se
escuchan no se sabe bien si dentro o fuera, pues que se escuchan desde adentro. Y se sale
también a escucharlas, se sale de sí. Y entre dentro y fuera el ánimo entero queda
suspendido como queda siempre en toda identificación de algo que en el corazón late y algo
que existe objetivamente. Es el terror supremo que acomete al escuchar como cierto lo que
se teme. Y el total olvido de sí cuando se escucha lo que ni tan siquiera se sabía estar
aguardando. Y en este caso dichoso se da la música perfecta; el canto.
IV
Se queda sordo y mudo en ocasiones, circunstancialmente, el corazón. Se sustrae
encerrándose en impenetrable silencio o se va lejos. Deja entonces todo el lugar a las
operaciones de la mente que se mueven así sin asistencia alguna, abandonadas a sí mismas.
Y al menos entre nosotros, los occidentales, tan reacios al silencio, las percepciones se
convierten en seguida en juicio dentro de una actitud imperativa; esa actitud que precede al
contenido del juicio, a lo «juzgado». Y no siempre lo juzgado lo sería cuando el corazón
estuviese ligero o cuando prosigue simplemente su rítmica marcha, aparecería entonces eso
juzgado de otra manera, sin arrojar carga de peso, sin ocasionar pesar. Ya que es el peso de
ciertos contenidos que se presentan en la conciencia lo que determina en ocasiones, y
refuerza en otras, el juicio que sobre ellas recae.
Y así se podría quizás establecer el peso de la condena que sobre ciertos hechos o
seres recae, por el peso que ha suscitado en la conciencia que, sin oír al corazón, los juzga.
Hay una línea imperceptible, un nivel desde el cual el corazón comienza a sentirse
sumergido. No encuentra resistencia en torno por falta de respuesta a su incesante llamada,
pues que su latir es al propio tiempo un llamar. Y hay la invocación silenciosa, la indecible,
que parte en una dirección indefinida, no porque lo sea, sino por rebasar toda dirección
conocida. Ya que es la mente habitual la que marca las direcciones, la que establece los
puntos cardinales dejándolos sin significación. La mente discursiva, la gran ordenadora que
todo lo encubre.
Y ninguna dirección que le sea ofrecida por la mente al uso puede abrir paso a esta
llamada indecible del corazón sumergido.
Y si la llamada es indecible es porque ninguna palabra de las ya dichas le sirve. Lo
que no significa que entre las palabras que conoce no haya algunas o una sola que sea la
que busca indeciblemente. Busca un oído; oír y que le oigan sin darse cuenta, sin distinción.
Y que su llamada se pierda en la inmensidad de la única respuesta.
V
No todo centro es de un sol; puede haber varios soles, puede el hombre sentirlos sin
que contiendan entre sí. Y puede ocurrir que en momentos de oscuridad desaparezca el
sentir y la visión correspondiente a uno solo, a uno tan sólo.
Aparecen estos soles, como centros luminosos, más o menos lucientes en el sentir y
en todos los actos del conocimiento que al sentir siguen y obedecen, y su irradiar está
ligado con la función del corazón, con su poder vivificante.
Todo centro vital vivifica. Y de ahí que el corazón ya desde la «fysis» sea el centro
entre todos. El espacio interior, alma, conciencia, campo inmediato de nuestro vivir, no es
en verdad a imagen del espacio inerte, donde los hechos llamados de conciencia se
inscriben y se asocian como viniendo de afuera. Por el contrario, se ha dicho
metafóricamente, cuando a este espacio se le llamaba alma o corazón, que es profundo,
grande, ancho, inmenso, oscuro, luminoso.
Y es la condición del corazón como centro, en tanto que centro, la que determina, y
hace surgir los centros que brillan iluminando, que si se refieren a la llamada realidad
exterior o mundo, se reflejan en centros interiores y se sostienen sobre ellos. Ya que nada
de afuera, nada de otro mundo o más allá del mundo que sea, deja de estar sostenido por el
humano corazón, punto donde llega la realidad múltiple donde se pesa y se mide en
impensable cálculo, a imagen del cálculo creador del universo. «Dios calculando hizo el
mundo», nos dice Leibniz. Si el universo es de hechura divina, al hombre toca sostenerla. Y
así ha de ser su corazón vaso de inmensidad y punto invulnerable de la balanza.
Y de este modo la multiplicidad, antes de establecerse como tal, se unifica, en
equilibrio, sin que se borre ni se sumerja ninguna de las realidades que la integran. Pues que
nada de lo que como real llega al corazón humano debe ser anulado ni mandado fuera o
dejado a la puerta; nada real debe ser humillado, ni tan siquiera esas semirrealidades que
revolotean en torno del espacio viviente del corazón, pues que quizás en él acabarían de
cobrar la realidad que apetecen o de dar su realidad escondida, al modo del mendigo al
portador de la dádiva del que colma la esperanza el espléndido don de la pobreza. Y el
propio corazón resulta ser a veces más pobre que nadie, y más que nadie donador si es
acogido.
VI
No puede seguir bajando el corazón llevado por su peso, ese peso que le gana
cuando ya no puede sostenerse, no puede indefinidamente seguir bajando sin perderse.
Se pierde el corazón y se hace inencontrable y más todavía si se le busca. Él
reaparece trayendo algo que ofrece en una especie de anunciación. Pues que él anuncia
algo, al par que anuncia de nuevo su presencia. Y se produce entonces una renovación, un
recomenzar aunque sea lo mismo, como desde el principio. Mas si el corazón se pierde y
tarda, hasta dejar el vacío de su ausencia, vuelve cansado, deshabituado, convertido en
cosa, en un hecho. El hecho de una fatiga que prosigue. Y entonces lo que anuncia es ya
una perdición.
Y hay el perderse que es abismarse, en un abismo único en que se funden —el
corazón unifica siempre— el abismo que en él, dentro de la casa que él es, se abre, y el
abismo en que se abre como en el centro del universo donde se anonada. Y entonces ha de
vérselas por el pronto a solas, o sintiéndose estarlo a lo menos, en el fondo de esta nada. Y
la nada no es así la simple nada, sino un abismarse en ella, un anonadarse. Y como él, el
corazón, no ha perdido su condición de centro, sigue sintiéndose soplo de vida, aliento bajo
las aguas de la postcreación. Y siente la nadificación en que toda la creación viniera a caer:
como un agua por su inconsistencia, por su inasibilidad, por ser lugar de disolución donde
todo se anega; lugar negado al movimiento y al reposo; al simple estar y al discernimiento
por tanto. Y no podrá este corazón ascender hasta la superficie de estas aguas que parecen
no tenerla, si no se ha encendido en él, por él, dentro y fuera de él a un mismo tiempo, una
centella única, la que prende la luz indivisible que se hace en la oscuridad, haciendo de este
corazón algo así como su lámpara.
Desciende la luz, atraviesa tinieblas y densidad, pues que ella, en este universo que
se nos presenta como nuestra habitación, se curva como sierva. Y al modo de la sierva se
desliza como agua, un agua que se infiltra en la solidez allá donde las tinieblas se hacen
cimientos, muros de fundación. Mas al llegar ahí se detiene y abandona al corazón que
desciende bajando el abismo donde al no haber ya ninguna nota de luz toda referencia se
pierde. El discernir no es posible donde el vislumbrar se acaba. Se equivocaría
peligrosamente este corazón si creyera, como en un sueño, dominar las tinieblas; si se
dispusiera a hacer frente a la nadificación remontando su corriente sin más; si intentara
convertirse en voluntad. La voluntad sólo puede, cuando puede, en la luz del entendimiento
que discierne las cosas y no tanto los seres, aunque sean máscaras de un monstruo que bajo
ellas y a través de de ellas da y esconde la cara; da la cara escondiéndola bajo cosas o
sucesos. En la nadificación ninguna cosa ni suceso subsiste, y la voluntad, si es que surge,
sería una nuda, mera potencia de imposible despliegue.
VII
Y la reiteración del trabajo del corazón se revela al fin como latido, pulsación de un
centro, el centro quizá que se manifiesta haciéndose sentir raras veces, inolvidablemente,
eso sí. El haber percibido el reiterado latir del corazón como pulsación del centro de la vida
queda como una noticia inolvidable que aguarda ser revelada; irlo siendo. Y lo que acomete
en el sentir primero de esta pulsación es su extraña vulnerabilidad, el brotar como en un
extraño confín de la nada o con el vacío; con el no ser o con la muerte. Si no se es fiel a este
sentir primario, todo ello resulta ser nombres, mas no nombres propios, sino términos del
hablar. Y si se los olvida, entonces, la mente no tiene ningún otro nombre, que habría de ser
un nombre propio, y no la transcripción de un concepto forjado para uso general. Todo
concepto genera una extensión, aunque sea desconocida o ilimitada. Mientras que el
nombre propio, único, inalienable, es el que confiere la presencia con sólo ser pronunciado,
el que desata la súplica o la invocación, o el que estalla sin darse a conocer en el gemido, el
que se riega en el llanto.
Y así, si se es fiel a este sentir que funda el simple percibir de la pulsación del
corazón como centro de nuestra vida, queda su reiteración como victoria que se alza, la
victoria de nuestra vida, o la de alguna otra en ella encerrada. Un centro de la vida, con su
señorío único, sin palabra alguna. Contra ello toda razón queda sin razón alguna, mientras
la verdad se le acerca como prometida. Sólo como prometida, que no admite tan pronto ser
desposada, que aguarda aún. Y al ser así defiende a este centro que late en el confín mismo,
estando como todavía se le siente, encerrado. Mas ya no se siente perdido en extranjera
tierra, en la indefinible tierra, en la frontera. La blanca presencia, apenas perceptible, de la
promesa de verdad, le guarda.
VIII
Casa de la vida y cauce, es difícil que el corazón encuentre su propia realidad, que
se sienta a sí mismo en pureza y unidad. Lo que quiere decir, sin reflejarse, sin mirarse,
fuera de sí, viéndose en algún espejo que le dé su imagen, sin ansia alguna tampoco de ser
mirado por alguien que sea su igual, que le devuelva una imagen que anexionarse. Y sin
buscar complemento ni anejo alguno; en soledad.
Hay un género de soledad que comienza por ser no un aislamiento, sino un haberse
desposeído de toda propiedad. Un quedarse a solas, más que por no tener compañía, por
haberse extinguido ese sentir de lo propio, por haberse abolido la ley de la apropiación. Y
con ella la colonización que obliga a salirse de sí mismo continuamente, a cuidar de lo otro
sabiéndolo «otro», o en otro, para que le pertenezca.
Está en sí mismo el corazón en ese estado, sin sentirse sostenido tan siquiera, como
si de ello no tuviese necesidad, ni tampoco la de sostener nada; no trabaja ni se afana. Está
recogido en una especie de revelación de su interioridad, casi transparente. Y la pregunta
habitual, ésa que surge inagotablemente del supuesto de que todo conocimiento se despierte
con una pregunta, se formularía diciendo: » ¿Y cuál es su ser?». Pues ése, el ser de una
interioridad, la única que se nos podría decir aún que es el ser al que desde adentro, desde sí
mismo, le es dado sentir al hombre, en pureza y unidad. Pues que el pensamiento también
se recoge. Mas cuando lo hace y cesa de recorrer su inacabable discurso, se identifica con el
corazón. Inteligencia y corazón unidos forman ese ser que late, que alienta capaz de
manifestar su ser sin reflexión alguna. Sin verse reflejado en nada y sin por ello sentir la
nada ni dentro de sí ni al acecho. Unidad que se manifiesta como efímera, pues que se
pierde a causa del cuidado exigido a la condición humana y que en modo creciente
amenaza devorarla. Mas, el recogimiento unificante de la mente con el ser salva, aún
dándose en modo discontinuo, testifica de un ser que es vida, y vida vivificante.
El silencio revela al corazón en su ser. Un ser que se ofrece sin cualificación alguna
y aun sin referencia alguna a una determinada situación, que de haberla le cualificaría. No
es una cantidad ni una cualidad y no está ni arriba ni caído ni lo que parece más propio de
su ser, tampoco abraza nada. No está en verdad. Y lo más cercano a este su ser que cabe
decir es que guarda sin celarlo un secreto, y que guarda al ser donde mora.
Y el silencio se extiende como un medio que no hace sentir su peso ni su limitación;
en este puro silencio no se advierte privación alguna.
La mayor prueba de la calidad de este silencio revelador es el modo en que el
tiempo pasa: sin sentir, sin hacerse sentir como tiempo sucesivo ni como atemporalidad que
aprisiona, sino como un tiempo que se consume sin dejar residuo, sin producir pasado;
como aleteando sin escaparse de sí mismo, sin amenaza, sin señalar tan siquiera la llegada
del presente, ni menos todavía dirigirse a un futuro. Un tiempo sin tránsito.
Y la palabra no es posible ni necesaria, pues que la palabra, ella misma es transitiva,
se da en un tiempo que transita y que acelera o que detiene, sin violencia. Lo que es propio
de aquello que es crear su propio lugar, y reposar en él sin dejar de moverse. Bien es verdad
que de los movimientos propios del ser o de algo que es, poco se ha acertado. Se sabe o se
ha sabido más acerca del movimiento que causan o más bien originan: atraer, alejar,
detener, crear distancias insalvables que luego en un instante se anulan en una intimidad, en
una confianza indecible. Todo es cualidad en los movimientos propios del ser. Cualidad
que se enseñorea de la cantidad y que proviene, sin duda, del toque del absoluto que dentro
de esta nuestra humana experiencia se produce, ese algo que se siente como irreductible.
Hay que aceptarlo así como es, tal como se manifiesta. Son movimientos atribuidos a la
divinidad y que en ella aparecen como espejo de perfección, mientras que en el ser humano
aparecen como envanecimiento, o desvanecimiento, un dejar hacer. Y como decadencia
también, de un modo de ser y de actuar que alguna vez tuvo lugar y se perdió, secreto
perdido o simplemente una transgresión.
Pues que en lo humano ningún movimiento, aunque sea del corazón, aparece libre
de intención, sino en instantes privilegiados. Y en la intención hay como una proposición
de sí mismo, un proponerse ser algo o alguien. La falta de inocencia es aquí donde
mayormente se hace sentir, en estos movimientos del ser, anteriores a toda moral.
Y así, reposar en sí mismo, el corazón no puede sino en raros momentos de ventura,
respirar en el silencio de su ser. Mas ¿tiene acaso ser suficiente para hacerlo? Sólo mientras
en silencio está en sí mismo, sin pretensión alguna, sin intención. Sin proponerse que nada
llegue a donde así reposa. y su lugar es esa especie de hueco donde no flota en el vacío, ni
se apega como en sitio oscuro; es inocente en ese transitorio estado, revelador de su ser. Es
una presencia y nada más. Una presencia que cuando deje de serlo acogerá a todo lo que
ante un ser humano se presenta, a toda presencia y, naturalmente, a la ausencia de algo y
aun a la ausencia de todo. Y la medida de la inocencia del corazón, de cada corazón, daría,
si medida de ella pudiese haber, la diversidad de las presencias que ante ese corazón
presenta la riqueza del mundo, y aun el esplendor de lo que nombramos universo.
Ya que hay una íntima, indisoluble correlación entre inocencia y universalidad. Sólo
el hombre dotado de un corazón inocente podría habitar el universo.
IX
El corazón es el vaso del dolor, puede guardarlo durante un cierto tiempo, mas
inexorablemente luego, en un instante lo ofrece. Y es entonces cáliz que todo el ser de la
persona tiene que sorberse. Y si lo hace lentamente con la impavidez necesaria, al
difundirse por las diversas zonas del ser comienza a circular con el dolor, mezclada a él, en
él, la razón.
El riesgo tantas veces cumplido de la «impasibilidad» que, desde tan lejos y tan alto,
se dejó establecido que es indispensable al ejercicio del conocimiento racional, es el de
impedir que la razón sea advertida, primeramente en el dolor, unida a él y como engendrada
o revelada al menos por él. El que el dolor sea un hecho casi accidental. El que el dolor no
tenga esencia, que sea estado ineludible, pero que no tenga ni esencia ni substancia, razón
alguna. Que no pueda más que estar ahí sin circular. Y al no circular no poder en verdad, de
verdad, ser asimilado.
En esta ofrenda del corazón, vaso, cáliz del dolor, se actualiza, se convierte en acto
el padecer que se continúa, y que se arrastra durante tiempos indefinidos sin unidad, como
una liana que se enreda en la razón sin dejarla libre: La razón en ejercicio se desembaraza
de esta pasividad serpentina, de este gemir, y la voluntad acaba por lograr el
ensordecimiento del corazón mismo, centro del oír en grado eminente. Esa sordera del
corazón que, protegiéndolo, le traiciona.
Vaso y centro, el corazón, unidamente.
Centro que se mueve padeciendo y que receptivo ha de dar continuidad, y escondido
no puede dejar de darse. Y siendo la sede del sentir, es centro activo. Pasa por él el río de la
vida que ha de someter a número y a ritmo. Pasividad activa. Mediador sin pausa. Esclavo
que gobierna. Sometido al tiempo, lo conduce avisando de su paso y de su acabamiento,
haciendo presentir un más allá del reino temporal que conocemos, o damos por conocido
más bien. Parece así ser el corazón como un hijo del joven Cronos de la Teogonía de
Hesiodo, uno de esos sus hijos que él devoraba para mantenerlos escondidos en sus
entrañas; el hijo que justifica, en cierto modo, esta extraña forma de paternidad. Pues que
siendo hijo del tiempo profetiza un reino que lo sobrepasa y que revela en cierto modo en
esos instantes en que el corazón se suspende y suspende al ser que habita sobre el tiempo;
en los instantes privilegiados, éxtasis dados a todos los mortales, en el dolor sin límites, y
en la plenitud de la vida en que los contrarios o, al menos divergentes, amor y libertad,
razón y pasión, se unifican.
Todo pasa por el corazón y todo lo hace pasar. Mas algo ha de pasar en él que no se
vaya con el río de la vida y del tiempo que conocemos.
Algo ha de ir haciéndose escondidamente en esa su oscuridad, que siguiendo la
paradoja de la ley que lo rige, habría de ser algo invulnerable y luminoso.
Y así cuando en un instante se quede del todo quieto se abrirá al par, dándose
entero. Es lo que sueña. Como todo lo encerrado, sueña el corazón con escaparse, como
todo lo encadenado, desprenderse, aun a costa de desgarrarse. Como todo aquello que
contiene algo precioso, con derramarlo de una sola vez. Mientras se sueña así el corazón se
reitera y la violencia entonces es su cadena, que más pasivo que nunca arrastra. Va ciego, él
que es lo único que puede llevar la luz hacia abajo, a los ínferos del ser. No podrá ser libre
sin conocerse. Paradójicamente, el corazón mediador, que proporciona luz y visión, ha de
conocerse. ¿Será ésa la reflexión verdadera, el diálogo silencioso de la luz con quien la
acoge y la sufre, con quien la lleva más allá del anhelo y del temor engendradores de los
sueños y ensueños del ser, del ser humano sometido al tiempo que quiere traspasar ? Y el
silencioso diálogo de la luz con la oscuridad donde apetece germinar. Corteza el corazón,
cuando se conoce, que contiene y protege el embrión de luz. Y entonces anhela ya libre de
temor desentrañarse y desentrañar, perderse, irse perdiendo hasta identificarse en el centro
sin fin.
VI
PALABRAS
ANTES DE QUE SE PROFIRIESEN LAS PALABRAS
Antes de los tiempos conocidos, antes de que se alzaran las cordilleras de los
tiempos históricos, hubo de extenderse un tiempo de plenitud que no daba lugar a la
historia. Y si la vida no iba a dar a la historia, la palabra no iría tampoco a dar al lenguaje, a
los ríos del lenguaje por fuerza ya diversos y aun divergentes. Antes de que el género
humano comenzara su expansión sobre las tierras para luego ir en busca siempre de una
tierra prometida, rememoración y reconstitución siempre precaria del lugar de plenitud
perdido, las tierras buscadas, soñadas, reveladas como prometidas venían a ser
engendradoras de historia, inicios de la cadena de una nueva historia. Antes. Antes, cuando
las palabras no se proferían proyectadas desde la oquedad del que las lanza al espacio lleno
o vacío de afuera; al exterior. Y así el que profería, el que ha seguido profiriendo sus
palabras, las hace de una parte suyas, suyas y no de otros, suyas solamente, entendiendo o
dando por entendido que quienes las reciben quedarán sometidos sin más. Ya que el
exterior es el lugar de la gleba, de lo humano amorfo, materia dispuesta para ser
conformada, configurada, y a la que se pide que siga así, gleba bajo la única voluntad de
quien profiere las palabras materializadas también, ellas también materialización de un
poder.
Antes de que tal uso de la palabra apareciera, de que ella misma, la palabra, fuese
colonizada, habría sólo palabras sin lenguaje propiamente. Al ser humano le ha sido
permitido, fatalmente, colonizarse a sí mismo; su ser y su haber. Y de haber sido esto el
verdadero argumento de su vivir sobre la tierra, la palabra no le habría sido dada, confiada.
El lenguaje no la necesita, como hoy bien se sabe de tantas maneras. Y así existirá la
pluralidad de lenguajes dentro del mismo idioma, del lenguaje descendiente de la palabra
primera con la que el hombre trataba en don de gracia y de verdad, la palabra verdadera sin
opacidad y sin sombra, dada y recibida en el mismo instante, consumida sin desgaste;
centella que se reencendía cada vez. Palabra, palabras no destinadas, como las palomas de
después, al sacrificio de la comunicación, atravesando vacíos y dinteles, fronteras, palabras
sin peso de comunicación alguna ni de notificación. Palabras de comunión.
Circularían estas palabras sin encontrar obstáculo, como al descuido. Y como todo
lo humano, aunque sea en la plenitud, ha de ser plural, no habría una sola palabra, habrían
de ser varias, un enjambre de palabras que irán a reposarse juntas en la colmena del
silencio, o en un nido solo, no lejos del silencio del hombre y a su alcance.
Y luego, ahora, estuvieron llegando y llegan todavía algunas de estas palabras del
enjambre de la palabra inicial, nunca como eran, como son. Cada una, sin mengua de su
ser, es también las demás, y ninguna es propiamente otra —no están separadas por la
alteración—. y cada una es todas, toda la palabra. Y no pueden declinarse. Y lo que es
completamente cierto es que no podrían nunca descender hasta el caso ablativo, porque en
la plenitud, ni tan siquiera en la de este nuestro tiempo, no existen las circunstancias. Se
borran las circunstancias en la más leve pálida presencia de la plenitud.
Aparecen con frecuencia las palabras de verdad por transparencia, una sola quizá
bajo todo un hablar; se dibujan a veces en los vacíos de un texto —de donde la ilusión del
uso del punto suspensivo y del no menos erróneo subrayado—. Y en los venturosos pasajes
de la poesía y del pensamiento, aparecen inconfundiblemente entre las del uso, siendo
igualmente usuales. Mas ellas saltan diáfanamente, promesa de un orden sin sintaxis, de
una unidad sin síntesis, aboliendo todo el relacionar, rompiendo la concatenación a veces.
Suspendidas, hacedoras de plenitud, aunque sea en un suspiro.
Mas se las conoce porque faltan sobre todo. Parecen que vayan a brotar del pasmo
del inocente, del asombro; del amor y de sus aledaños, formas de amor ellas mismas. y es al
amor al que siempre le faltan. Y por ello resaltan inconfundibles cuando en el amor se
encuentra alguna; es única entonces, sola. Y por ello palabra de la soledad única del amor y
de su gracia.
Si se las invoca llegan en enjambre, oscuras. y vale más dejarlas partir antes de que
penetren en la garganta, y alguna en el pecho. Vale más quedarse sin palabra, como al
inocente también le sucede cuando le acusan.
Cuando de pensamiento se trata, ellas, las palabras hacedoras de orden y de verdad,
pueden estar ahí, casi a la vista, como un rebaño o hato de mansas ovejas, dóciles, mudas.
Y hay que enmudecer entonces como ellas, respirando algo de su aliento, si lo han dejado al
irse.
Y volver el pensamiento a aquellos lugares donde ellas, estas razones de verdad,
entraron para quedarse en «orden y conexión» sin apenas decir palabra, borrando el usual
decir, rescatando a la verdad de la muchedumbre de las razones.
LA PALABRA DEL BOSQUE
Del claro, o del recorrer la serie de claros que se van abriendo en ocasiones y
cerrándose en otras, se traen algunas palabras furtivas e indelebles al par, inasibles, que
pueden de momento reaparecer como un núcleo que pide desenvolverse, aunque sea
levemente; completarse más bien, es lo que parecen pedir y a lo que llevan. Unas palabras,
un aletear del sentido, un balbuceo también, o una palabra que queda suspendida como
clave a descifrar; una sola que estaba allí guardada y que se ha dado al que llega distraído
ella sola. Una palabra de verdad que por lo mismo no puede ser ni enteramente entendida ni
olvidada. Una palabra para ser consumida sin que se desgaste. Y que si parte hacia arriba
no se pierde de vista, y si huye hacia el confín del horizonte no se desvanece ni se anega. Y
que si desciende hasta esconderse entre la tierra sigue allí latiendo, como semilla. Pues que
fija, quieta, no se queda, que si así quedara se quedaría muda. No es palabra que se agite en
lo que dice, dice con su aleteo y todo lo que tiene ala, alas, se va, aunque no para siempre,
que puede volver de la misma manera o de otra, sin dejar de ser la misma. Lo que viene a
suceder según el modo de la situación de quien recibe según su necesidad y su posibilidad
de atenderla: si está en situación de poder solamente percibirla, o si en disposición de
sostenerla, y si, más felizmente, tiene poder de aceptarla plenamente, y de dejarla así,
dentro de sí, y que allí, a su modo, al de la palabra, se vaya haciendo indefinidamente,
atravesando duraciones sin número, abrigada en el silencio, apagada. Y de ella sale, desde
su silencioso palpitar, la música inesperada, por la cual la reconocemos; lamento a veces,
llamada, la música inicial de lo indecible que no podrá nunca, aquí, ser dada en palabra.
Mas sí con ella, la música inicial que se desvanece cuando la palabra aparece o reaparece, y
que queda en el aire, como su silencio, modelando su silencio, sosteniéndolo sobre un
abismo.
LA PALABRA PERDIDA
No sólo el lenguaje sino las palabras todas, por únicas que se nos aparezcan, por
solas que vayan y por inesperada que sea su aparición, aluden a una palabra perdida, lo que
se siente y se sabe de inmediato en angustia a veces, y en una especie de alborear que la
anuncia palpitando por momentos. Y también se la siente latiendo en el fondo de la
respiración misma, del corazón que la guarda, prenda de lo que la esperanza no acierta a
imaginar. Y en la garganta misma, cerrando con su presencia el paso de la palabra que iba a
salir. Esa puerta que el alba cierra cuando se abre. El amor que nunca llega, que desfallece
al filo de la aurora, lo inasible que parte de los que van a morir o están muriendo ya, y que
luchan —tormento de la agonía— por dejarla aquí y derramarla y no les es posible ya. La
palabra que se va con la muerte violenta, y la que sentimos que la precede como guía, la
guía de los que, al fin, pueden morir.
Perdida la palabra única, secreto del amor divino-humano. ¿Y no estará ella
señalada por aquellas privilegiadas palabras apenas audibles como murmullo de paloma:
Diréis que me he perdido, — Que, andando enamorada—, Me hice perdidiza y fui ganada.
LA PALABRA QUE SE GUARDA
La palabra que un ser humano guarda como de su misma sustancia, aunque la
aprendiera o la formara él mismo un día. La que no se dice porque el decirla la desdeciría
también al darla como nueva o al enunciarla, como si pudiera pasar; la palabra que no
puede convertirse en pasado y para la que no se cuenta con el futuro, la que se ha unido con
el ser.
Y se presiente, y aun se la ve, como profetizada en algunas criaturas no humanas, en
algunos animales que parecen llevar consigo una palabra que al morir están al borde de dar
a entender. Y también en la quietud inigualada de las bestias que miran el sol como si
fueran sus guardianes, imágenes que el arte ha perpetuado en la avenida del templo de
Delos, por ejemplo.
Y en el firmamento, algunas constelaciones o luceros sólo parecen guardar alguna
palabra y custodiar por ella, con ella, la inmensidad inconcebible de los espacios
interestelares, los vacíos y oquedades del universo, vigías del Verbo.
Mas en los seres humanos que guardan esa su palabra no se la ve, pasa inadvertida,
como suele serlo también para ellos, al menos como palabra, pues que ha llegado a
asistirles como una lámpara que por sí sola se enciende o que está siempre encendida sin
combustión.
Quizá sea el secreto que esclarece ciertas humanas presencias mientras viven y que
se desprende de algunas legendarias figuras (legendarias aunque pertenezcan al lecho de la
historia) y que algunos, y algunos poetas, constructores de arte y de pensamiento, han
dejado guardado también en su obra, que aparece así dotada de una inacabable y más clara
vida que aquellas otras que no la contienen.
La palabra que permanece inviolada en el delirio, por arrollador que sea, de quien
teniéndola entra a delirar sin fin. La palabra que no se petrifica en el espanto, y a partir de
la cual el hablar se deshiela. Y que sigue orientando el ser del que ha entrado en la noche de
su mente.
Suele ser esta palabra que no se pierde un nombre. Un nombre que pudo ser dicho
un día, mas que al guardarse ya irrepetible ha ido recogiendo las notas del nombre único. O
puede ser un sí o un no, dado y olvidado ya, mas que subsiste, guiando al ser que lo guarda
aún sin saber; una palabra que a todo suceso transciende.
LO ESCRITO
«Lo escrito, escrito está.» Mas no todo ello indeleblemente. Se borran los escritos
por sí mismos, o por obra de las circunstancias. El clima, la atmósfera misma, algún
polvillo que cae del cielo borra lo escrito: títulos, inscripciones, sentencias caen.
Mientras dura un ciclo histórico hay palabras que permanecen en una determinada
visibilidad y que corren de boca en boca; son los tópicos de esos siglos. Sus sentencias, por
tanto, son condenatorias por lo general. Y hay también palabras escritas y que, como
escritas, se repiten, apaciguadoras y sabias, que marcan el límite, un cerco vienen a formar
todas ellas que muy pocas gentes trascienden. Pues que la inspiración que llega no se
detiene, la inspiración que trasciende el cerco sólo rara vez arrastra consigo, o tras de sí, a
quienes ha visitado, dejándolos, eso sí, perplejos en los mejores casos, cabizbajos por lo
común, y disponiéndose con ahínco a volver a ver todas las cosas tal como si la visita de la
inspiración no hubiera llegado, empadronándose conscientemente como habitantes del
cerco y hasta alzándose vigilantes, por si acaso.
Pues que los guardianes del cerco lo son de la continuidad —de la continuidad del
cerco, se entiende bien— no saben dónde acudir, si es que se dan cuenta, o sienten, al
menos, que la discontinuidad de la inspiración corresponde a la discontinuidad de la
historia escrita, o que se da por tal, escrita ya para siempre bajo sentencia: «Lo escrito,
escrito está», y no cabe ni hay para qué borrarlo, si no es con algún borrón más
condenatorio todavía. ¿Será quizá la discontinuidad de la historia la que llame a la
inspiración que infatigable se reitera, y no siempre sin sobresalto? Es lo escrito lo que hace
la historia, según se nos dijo. Y así, por ejemplo, las piedras, aun en círculo
prodigiosamente erguidas y acordadas, no son historia. No hay historia sin palabra, sin
palabra escrita, sin palabra entonada o cantada — ¿cómo iba a decirse palabra alguna sin
entonación o canto? Habrá entonces otra cosa que habríamos de conocer, o simplemente
señalar, sin referencia alguna a la historia, para indicar así con ello nuestra ignorancia
invencible, nuestra exclusión. Y la perplejidad en que nos sume cualquier vestigio de su
existencia, y su simple existencia misma, que puede equivaler, en ocasiones, a su presencia.
¿Y aquella piedra tan igual a las otras, no podría ser ella, ser la que canta? Pues que en las
piedras ha de estar el canto perdido. ¿Y no podrían ser aquéllas, estas piedras, cada una o
todas, algo así como letras? Fantasmas, seres en suma que permanecen quizá condenados,
quizá solamente mudos en espera de que les llegue la hora de tomar figura y voz. Porque
estas piedras no escritas al parecer, que nadie sabe, en definitiva, si lo están por el aire, por
el alba, por las estrellas, están emparentadas con las palabras que en medio de la historia
escrita aparecen y se borran, se van y vuelven por muy bien escritas que estén; las palabras
sin condena de la revelación, a las que por el aliento del hombre despiertan con vida y
sentido. Las palabras de verdad y en verdad no se quedan sin más, se encienden y se
apagan, se hacen polvo y luego aparecen intactas: revelación, poesía, metafísica, o ellas
simplemente, ellas. «Letras de luz, misterios encendidos», canta de las estrellas Francisco
de Quevedo.
«Letras de luz, misterios encendidos», profecías como todo lo revelado que se da o
se dio a ver, por un instante no más haya sido.
EL ANUNCIO
Al modo de la semilla se esconde la palabra. Como una raíz cuando germina que,
todo lo más, alza la tierra levemente, mas revelándola como corteza. La raíz escondida, y
aun la semilla perdida, hacen sentir lo que las cubre como una corteza que ha de ser
atravesada. Y hay así en estos campos una pulsación de vida, una onda que avisa y una
cierta amenaza de que algo, o alguien, está al venir.
No podrá entender que algo así suceda con la palabra sino aquel que haya padecido
en un modo indecible el haber sido dejado por ella, sin que sea necesario que una tal
situación llegue a la total privación. Es la palabra interior, rara vez pronunciada, la que no
nace con el destino de ser dicha y se queda así, lejos, remota, como si nunca fuese a volver.
Y aun como si no hubiese existido nunca y de ella se supiera solamente por ese vacío
indefinible, por esa a modo de extensión que deja. Pues que es una suerte de extensión la
que se revela. La extensión toda ella, ¿ será el resultado de un abandono? Y luego se siente
a la palabra perdida inmediata y escondida, raíz y germen, presencia oscura sin puerta para
entrar en la consciencia. La aporía de la palabra, su imposibilidad de encontrar condiciones
para su vida, lugar donde albergarse, tiempo, y ese fuego sutil y ese morir viviendo. Y en
esta etapa es él, el sujeto paciente, el que se siente ser obstáculo, corteza, resistencia. Lugar
cerrado a la palabra, inhábil para abrirse a ella, si no hundiéndose todavía más,
ahondándose sin ensimismamiento. El ensimismado —ya Ortega lo mostró bien—tiene un
lugar dentro de sí, intangible decimos, inviolable. Pues que si así no lo siente el tal sujeto
que se ensimisma, será una simple y vulnerable defensa, una simple oposición equivalente
a una máscara; con enmascararse le bastaría, pues, y aun con agazaparse.
Mas cuando el sujeto hundiéndose cada vez más en su paciente condición se sigue
sintiendo y viendo como un lugar cerrado a la palabra, nada ya le asiste. Nada.
Mas en la nada obtenida por un puro retirarse para que lo más preciado aparezca,
surge, no notado el principio, un algo inseparable, más allá de toda figuración. Y ya esto
sólo, lo inesperable que se advierte con naturalidad, es el primer don del exilio. Aquello que
llega como respuesta a una pregunta no formulada.
Prosigue lento e inexorable este germinar en el campo de la palabra, en el
propiamente suyo, en aquel que se ve así tratado, sometido con riesgo de perder el aliento
también, si se revelara. Cuando se trata del anuncio, una revelación sucede siempre así en
quien la padece. Ni decir sí ni no le está permitido. Nada. Mas no la nada que entonces
menos que nunca puede nadificar. Y el silencio a que vive sometido es como una vida más
alta, y el desierto de la palabra un lleno más apretado a punto de abrirse aun más que de
poblarse, de estallar por no poder contener ya la palabra que se dispone a nacer; la palabra
concebida.
Que la palabra haya de ser concebida humanamente es lo único que da cuenta de
que haya y aun exista, llegue a existir, la palabra. Valdría si no el lenguaje, el lenguaje que
es danza que notifica y algo más en las abejas; valdría el canto opaco de la lechuza que
avisa a la cierva y a la corza que el cazador va en su busca. Mas, esta notificación que salta
la diferencia entre las especies animales, ¿qué nos dice ya acerca del lenguaje notificativo,
indicativo, aviso de algo determinado sin más? ¿Y qué nos notifica la danza de las abejas
destacadas del enjambre para buscar lugar nuevo donde albergarlo? ¿Dicen algo, danza y
canto, más allá de lo que notifican? ¿Anuncian ya la palabra?; y palabra propiamente es
sólo aquella que es concebida, albergada, la que inflige privación, la que puede irse y
esconderse, la que no da nunca certeza de quedarse, la que va de vuelo.
Y vuelo hay también en la danza y en el canto. Y la privación del lenguaje, del solo
lenguaje, es ya privación del vuelo, de ese algo que se escapa y que puede no volver, y que
si vuelve es un anuncio. Un reiterado anuncio de que está al nacer la palabra concebida.
EL CONCIERTO
Para el maestro Andrés Segovia
Se oía, ¿se hubiera oído la guitarra si su sonar no abriera desde el primer instante el
modo justo de escuchar? Era su primera virtud indiscernible de momento. Los preocupados
de pedagogías quizás hayan caído en la cuenta de que es la Música la que enseña sin
palabras el justo modo de escuchar. Y de que cuando de palabra sola se trata, sucede así
igualmente, que es la música, que puede ser un modo de silencio, la que sostiene la palabra
en su medio y en su modo justo, ni más alta ni más baja —siempre preferible un poco baja
—. Porque la música es, desde un principio, lo que se oye, lo que se ha de oír, y sin ella, la
palabra sola, decae adensándose, camino de hacerse piedra, o asciende volatilizándose,
defraudando. Gracias a la música la palabra no defrauda; privada de ella, aun siendo
palabra de verdad, y más si lo es, se desdice. La música es prenda de la no traición, no
existen en ella «las buenas intenciones», y un solo fallo en la voz que dice revela la falacia,
o denuncia el incumplimiento de la verdad. La música cumple, se cumple, y escuchándola
nos cumplimos. Aquel que la trae, ¿qué es, quién es? Un ser remoto, una pura actualidad
del siempre. Y resulta impensable que alguna vez se vaya, que alguna vez no haya estado.
Volverá. Volverá siempre el que hace la música de este instante. Volverá esa música que se
aproxima más al origen, al principio, cuando revela al par el instante de ahora. Dura un
instante toda ella. Dura un instante toda la música. Un instante de eternidad, como el morir,
como el nacer, como el amar.
Más por ser de guitarra la música; mas, ¿qué era en verdad ese latir solitario, esa
onda del ser y de la vida? ¿No será, acaso, el instrumento musical sin más, entero y sólo,
único?
Instrumento único de la música toda. Una sola nota podría bastarle. Inconfundible.
Unía los contrarios, el ser y el no-ser del sentimiento mismo. Era lamento y no lo era.
Celebración sin rastro de triunfo. ¿Une la música los contrarios, o está alentando antes de
que los haya? ¿O es su cumplimiento una pura acción de devolvernos en ese su instante al
origen del tiempo, ahora cuando él tanto camino ha hecho, ahora como entonces, después
de tanto? Y así darnos la ley del recto sentir, librándonos de la nostalgia que los facilones
del vivir creen que sea el don de la música, y sobre todo su voluptuosidad. Dolor puede
haberlo, y más en la guitarra, que tal vez sea entre todos los instrumentos el elegido por el
dolor. Mas el dolor no pide ser establecido, condensado; el dolor pide acabar dándose sin
ser notado, tras de haber germinado germinante, como enjambre innumerable de hormigas.
El dolor que en la guitarra esquiva el sufrimiento bajo el Ángel que menudamente ajusta el
sentimiento y lo orienta paso a paso hacia lo inacabable, arriba. Guarda la música el secreto
de la justeza del sentir, las cifras del cálculo infinitesimal del padecer. Lo que alcanza, al
menos entre los instrumentos occidentales, su máximo cumplimiento en la guitarra, tan
entrañable, que suena desde adentro, en la gruta del corazón del mundo. Y por ello, los que
resbalan por andar con prisas hacen de ella la plañidera, y la desgarrada aquellos que la
aprovechan. Y ella les dice: «dejadme sola», sin que lo entiendan. Pues que es cosa también
de que ella se haya dado sola a alguien que, sin prisa, vaya toda su vida, casi sin tocarla,
rozándola apenas, desgranando su secreto según número, ése que se esconde más cuando
más se revela. La noche del padecer entonces se aclara, el enjambre del sufrimiento se
unifica. El sonido es uno solo. El Ángel ha arrancado las espinas y se da a sentir él
borrándose.
SÓLO LA PALABRA
Hay una palabra, una sola, de la que no se sabe de cierto si alguna vez ha traspasado
la barrera que separa al silencio del sonido. Ya que por muy larga e inconteniblemente que
se haya hablado, la barrera entre el silencio y el sonido no ha dejado nunca de existir,
erizándose hasta llevar al que habla al borde del paroxismo. La incontinencia del habla ha
de tener en ese infranqueable obstáculo su origen. Y el desbordamiento del hablar entonces
toma carácter de fenómeno cósmico; catarata, erupción volcánica. Y la palabra que es en sí
misma unidad, conjunción milagrosa de la «fysis», del sentido que abarca y reúne los
sentidos, soplo vivificante, impalpable fuego y luz del entendimiento, cae arrastrada más
infeliz que la piedra que acabará de rodar alguna vez al encontrar el mínimo albergue de su
peso.
La palabra escondida, a solas celada en el silencio, puede surgir sosteniendo sin
darlo a entender un largo discurso, un poema y aun un filosófico texto, anónimamente,
orientando el sentido, transformando el encadenamiento lógico en cadencia; abriendo
espacios de silencios incalmables, reveladores. Ya que lo que de revelador hay en un hablar
proviene de esa palabra intacta que no se anuncia, ni se enuncia a sí misma, invisible al
modo de cristal a fuerza de nitidez, de inexistencia. Engendradora de musicalidad y de
abismos de silencio, la palabra que no es concepto porque es ella la que hace concebir, la
fuente del concebir que está más allá propiamente de lo que se llama pensar. Pues que ella,
esta palabra es pensamiento que se sostiene en sí mismo, reflejo al fin en lo simplemente
humano de la lengua de fuego que abrió a aquéllos sobre quienes se posó el sentido y
conocimiento de las lenguas todas. No se da a ver. Abre los ojos del entendimiento para que
vea o vislumbre algo. Y no se presenta a sí misma porque, de hacerlo, acabaría con la
relatividad del lenguaje y con su tiempo. Y quizá sea ella la que llegue un día.
Sin moverse, mueve; y sus aspectos son incalculables, daría de sí esta palabra impar
para múltiples vidas; ilimitada y geómetra, trazadora de límites, de las necesarias
separaciones entre los verbos y entre las diversas manifestaciones del tiempo; abre surcos
en el tiempo paralelos o no. Y aún sostiene la divergencia entre ellos, pues que en la
relatividad de la vida, la divergencia es garantía de unidad cuando está sostenida por la
palabra depositaria del sentido uno, de lo único.
Y llega ella, la palabra sola, a imponer en ciertos casos, en ciertas fases del ser del
hombre, la privación del lenguaje, dejándolo reducido a lo indispensable para que siga
formando parte de la sociedad al individuo a quien esto ocurre. Y a veces, quizá cuando el
sujeto en cuestión insiste en hablar como siempre o más, se queda sin palabra alguna,
sumido en total silencio, sin que pueda hablar ni consigo mismo. Mas le puede dejar sin esa
distinción entre uno mismo y los otros, depositado en una vida de comunicación silenciosa,
liberado de la expresión y del notificar. Establece la presencia de la palabra sola, una
especie de respiración interior, una respiración del ser, de este ser escondido en lo humano
que necesita respirar a su modo, que no puede ser el modo de la vida sin más. Vida y ser
han de respirar al menos en el reino humano, haciendo presentir que sea así en todos los
reinos del ser y de la vida distinta o unidamente.
Inicialmente las dos respiraciones, la de la vida y la del ser, se dan por separado. La
respiración de la vida está bajo la amenaza de un cesar que no se hace sentir sino en ciertos
momentos por una causa inmediatamente fisiológica, y con tanta frecuencia por la falta de
respiración del ser escondido en el hombre. Y entonces la atención se vuelca en quien la
padece, hacia fuera, hacia lo que cree ser la única respiración que posee y le sostiene. Y la
dificultad de respirar vitalmente se condensa y arriesga hacerse total bajo la atención que,
lejos de desatar el nudo, lo estrecha. Y es raro que la falta de respiración del ser no recaiga
sobre la respiración de la vida, como es raro o imposible que ninguna dolencia del ser deje
de afectar a la vida. Lo inverso, en cambio, sigue otra ley.
Pues que el ser escondido al respirar puede sostener en alto la vida de aquel en
quien se da, sin que ninguna intención preconcebida ni ningún estímulo de afuera se
interponga. Al ser, para que sostenga y aun salve los vacíos, las duraciones innumerables,
los obstáculos de todo orden, hay que dejarlo a él mismo. Pues que alberga la palabra sola
como su más directa manifestación incalculable. Ya que el ser, y más todavía por estar
escondido en lo humano, es por principio incalculable, inasible, rodeado de un vacío que
sólo desde él puede ser atravesado.
Y al fin en algunos seres humanos se cumple la unión de las dos respiraciones.
Humanos, decimos, porque sólo de ellos podemos percibirlo con certeza. La respiración del
ser hacia adentro, si se la considera desde esa superficie que la vida inexorablemente
ofrece. Ya que la vida es por principio superficial, y sólo deja de serlo si a su respiro se une
el aliento del ser que, escondido bajo ella, está depositado sobre las aguas primeras de la
Vida, que nuestro vivir apenas roza. Pues que estamos depositados en la historia,
atenazados por la necesidad y sobrecogidos por la muerte. Todo lo transciende la
respiración del ser, y así su palabra, la sola, desconocida y prodigiosa, milagrosamente
identificada palabra, alza en su ímpetu único todas las palabras juntas y las unifica
destruyendo irremediablemente. Ya que en el ser humano lo que trasciende abate y anula;
nadifica. Y esta acción se aparece también doblemente. La nadificación que procede del
ser, prenda de la unión, y aquella otra amenaza suprema que procede no del cese de la
respiración vital, sino del apagamiento de la respiración del ser que más escondido se
encuentre con mayor ímpetu, respira, dando entonces su sola palabra. Sólo su palabra antes
de abrir el silencio que la trasciende.
VII
SIGNOS
SIGNOS, SEMILLAS
A Ricardo Pascual
Centellean en la noche del ser, a través de la claridad de la conciencia que no la
disipa, signos, signos del reino de la matemática, y figuras también de otros reinos, del
reino de lo sacro o que a serio tiende, principalmente. Llaman, amenazando convertirse en
obsesiones, a ser descifrados; se imponen como estaciones a recorrer, como pasos que hay
que dar fuera o más allá del camino de aquel que se lo haya trazado de antemano, con su
sola, escuálida razón. Rondan y revolotean estos signos en las figuras del arte y en las del
que ve visiones. Muchas de ellas fantasmas de algo, ser o suceso, percibido realmente en la
vida cotidiana, percibidas realmente, mas no verdaderamente. Y su imagen visionaria
persigue así como la verdad inadvertida, como la razón dejada en los aires.
Signos, figuras parecen así ser como gérmenes de una razón que se esconde para dar
señales de vida, para atraer; razones de vida que, más que dar cuenta, como solemos creer
que es el único oficio de las razones y aun de la razón toda, y que más que ofrecer asidero a
las explicaciones de lo que pasó y de lo que no, llaman a alzar los ojos hacia una razón, la
primera, a una razón creadora que en la vida del hombre modestamente —adecuadamente
— ha de ser la razón fecundante.
Semillas pues, estos signos y figuras de un conocimiento que exige y promete al ser
que los mira la prosecución y el despliegue de su vida. Ya dentro de nuestra tradición
racionalista, los estoicos hablaron de «razones seminales», expresión que ahora no nos
resulta ser tan declaradora. Ya que la palabra Razón ha perdido tanto, se ha desgastado
tanto al convertirse en abstracta como para ser la traducción fiel del «logos». Lo que les
sucede igualmente a los términos «semillas», «gérmenes», por referirse hoy solamente a lo
biológico, sin más.
LOS SIGNOS NATURALES
La atención a los signos no humanos está encerrada en el hombre histórico dentro
de la atención que concede a las circunstancias, sin que se pare mientes en que las
circunstancias pueden ofrecer una cierta revelación acerca de los elementos que las
configuran y que nos piden «ser salvadas» según Ortega y Gasset, que las «descubrió»
como depositarías de razón a rescatar del logos oculto.
Y así hay que sorprenderse a sí mismo en el asombro ante la evidencia del signo
natural: la figura impresa en las alas de una mariposa, en la hoja de una planta, en el
caparazón de un insecto y aun en la piel de ese algo que se arrastra entre todos los seres de
la vida, ya que todo lo viviente aquí de algún modo se arrastra o es arrastrado por la vida.
Signos que no pueden constituir señales, ni avisos. Y que si nos remitimos a ese aviso del
puro sentir que vive envuelto en el olvido en todo hombre, se nos aparecen como figuras y
signos impresos desde muy lejos, y desde muy próximo; signos del universo.
Mirados tan sólo desde este sentir, estos signos nos conducen, nos reconducen más
bien, a una paz singular, a una calma que proviene de haber hecho en ese instante las paces
con el universo, y que nos restituye a nuestra primaria condición de ser habitantes de un
universo que nos ofrece su presencia tímidamente ahora, como un recuerdo de algo que ya
ha pasado; el lugar donde se vivió sin pretensiones de poseer.
¿Sucedió alguna vez el que los seres humanos no habitaran en ciudad alguna? Pues
que ciudad puede ser ya la cueva, el rudimentario palafito. Ciudad es todo lo que tiene
techo. Y al tener techo, puerta. Un dintel y un techo, una habitación donde solamente su
dueño y los suyos, y los que él diga, pueden entrar, por escaso abrigo que proporcione. Ya
ese hombre ha trazado un límite entre su vida y la del universo, una frontera.
LA ADORACIÓN DE LA LUNA - LA CICUTA
No se detiene la influencia de la luna en el reino de las aguas, se enseñorea de los
bosques y tiene un cielo suyo.
Crea la luna un mar propio con su sola aparición y más todavía, si no se ensalza
sobre la urbe. Sobre su reino —el bosque— se derrama en libertad, es Ella, ella la sola, la
perdida, escapada de la casa del Padre o sometida por él mismo a andar así errante y
dominadora a la par. Delegada y rebelde, revolucionaria, cumple sus fases exactamente, es
todo lo que obtuvo del sol, al querer una órbita propia y diversa, la obediencia rendida se
muestra a las claras en ser su espejo. Generosa, excesiva, se deshace, se diría, reflejando la
luz y dándola, ávida de dar y de ser acogida, ávida de amar y todavía más, parece, de ser
amada. Y la avidez de ser amado en cualquier ser tan sólo se calma con la idolatría, con la
enajenación, con la locura misma nacida de la adoración imposible. Y ella, la Luna diosa,
Artemisa hermana divergente de Apolo, espeja también este suceso de la avidez de ser
amado hasta la enajenación, hasta el embebimiento, hasta el éxtasis, tal como sucede con el
amor a lo absoluto adorable. El absoluto adorable que no es precisamente el dios Apolo,
relativo, como todos los dioses que sirvieron a la luz antes de que la luz misma naciese
aquí, en la tierra. Servidores, y asimilados sin duda todos los dioses y figuras de la luz, a la
luz entera y a su verbo.
La luna asimila la luz del sol, este sol que ciertamente no coincide con el Febo
romano, con el sol. Apolo es portador de la luz hiperbórea, sobresolar, aunque aquí en la
tierra sea dada por el sol; un sol que nunca se oculta. Un suceso que se da allá en el polo, en
el punto inhabitable tras de la catástrofe que torció el eje del planeta. Es la luz que quedó de
antes; luz perdida para los habitantes de la tierra que conocemos y que el dios Apolo traía a
su tierra de elección —la antigua Delfos— periódicamente, obedeciendo así a la ley de la
ocultación de la luz que se nos dejó establecida. La Luna, ella, diosa que quizá se rebeló
contra la ocultación, lo paga con su fase de ocultación completa, aparece en sus fases
disminuida, creciente, plena, ávida de derramar la luz que no es suya y que la posee.
Patrona poseída del amor que roba, del sueño sustraído, de la vigilia amenazada de locura,
de alguna más que enfermedad dolencia, estigma de su luz, generadora de los venenos; de
los venenos pálidos, dulces, que dan el adormirse. Sin fuego. Ya que su luz hay que
reconocer que está limpia del fuego solar, luz acuosa sin la fuerza del alacrán solar, que
genera, sin duda, y pone su firma en dolencias tales como la llamada en la Edad Media
«Feu sacré». Una firma sobre la piel tersa de ese alacrán que el sol suelta como signo quizá
de su fuerza, de su venganza por tanta vida y fuego como nos da.
Mas la luna, ella, no tiene fuego, atrae, en su avidez incontenible de ser amada, a
costa del ser que la mira y que de ella se queda prendido, llevándolo hacia sí, hacia el mar
acuoso que su luz crea; una luz como de galaxia que quizás es lo que ella dejó de ser,
desprendiéndose de alguna galaxia de la que guarda nostalgia —Galatea ella según el mito,
uno de esos mitos infalibles de la poesía griega—. ¿Y quién en la luna se mira? ¿Quién la
ama hasta dejarse en ella su ser? Tal vez la planta sacra: la cicuta. Como de rodillas la
cicuta en un campo entero se vuelve hacia la luna inclinada su flor pálida como una frente
pensativa, como una frente exhausta por el pensamiento. Ávida de ser luminosa quizá, la
cicuta, planta de la luna, se arrodilla ante ella y la mira. Y como ojos se vuelve toda la
cicuta que no acaba de tener una mirada, absorta, embebida por la presencia de la luna que
ha encontrado al fin su planta, su ser vegetal adorador, sin el cual ninguna divinidad del
cosmos llega a serlo cumplidamente. Y si alguno no la tiene es por una renuncia, con esa
elegancia que aun en los dioses se da por la renuncia de pasarse sin alguno de sus atributos.
Y al verla así, arrodillada y absorta, la cicuta llega a ofrecer un rostro que se le ha
abierto. Su flor alcanza la grandeza de esos rostros de orantes que unidamente con las
manos extendidas y abiertas está a punto de desprenderse de su cuerpo. Mas ellos suplican
al borde del éxtasis, mientras que la blanca flor de la cicuta ha entrado ya en el éxtasis, en
esa luz acuosa y ambarina que la luna parece emitir sólo para ella; luz de pintura se diría en
la que no es posible entrar. Y aunque se esté al par que la cicuta por ella bañado, no se es
tocado por esta luz, ámbar desleído, luz sustancial como ninguna otra luz de la naturaleza.
Y se siente que de esta luz pastosa, en la que la flor de la cicuta encuentra su éxtasis,
al veneno no hay más que un paso. Un veneno que la flor envía al tallo que la sostiene,
concentración del rencor hacia lo que no cede aunque se doblegue, y que sigue sosteniendo
al ser que adora a la luna sumergido en su luz refleja. Una luz que es sólo luz, sin fuego,
propio reflejo de una lejana y ajena combustión. Fríamente cae la luz lunar buscando tal
vez, por encima de todo, encenderse, y tan sólo enciende pálidas flores que muestran en su
desmesurada apertura sus blancas entrañas, como las de una piña que se ha abierto y está en
camino de deshacerse, de borrarse fundida con la luz pastosa; de confundirse con ella para
siempre. Y se confunde al transformar esta sustancia de luz refleja en veneno mortal. Extraño
veneno nacido de la quietud de esta flor que no puede ni aun de día ser inocente, pues que
mira, y hasta se asoma por entre los barrotes de una ventana que bien podría ser la de una
celda, ávida como un pensamiento que no llega a serlo por faltarle la chispa de fuego
indispensable; blanca y cada vez más blanca en su desplegarse que alude a la masa cerebral,
ofreciéndose como una santa, prometida a la santidad de la muerte apurada por sólo haber
pensado. Suceso que ella, la cicuta, parece no haber olvidado, no poder nunca olvidar.
LA MEDUSA
Cayó al fin bajo la espada de Perseo la cabeza de la Medusa. ¿Tenía cuerpo acaso?
No había de ser un cuerpo carnal, ni tan siquiera al modo de los cuerpos de los seres
marinos. De su «sangre» en la tierra nació Crisaor, un ser áureo como su simple nombre
indica, un caballero. Y el caballo alado. Pegaso. No eran propiamente de la tierra. La
promesa de esta extraña criatura anunciaba quizás otro reino en el que algo había de
subsistir del mar, o quizá no, si se entiende que el mar sea el abismo donde la vida guarda
gérmenes, esbozos, esquemas de criaturas inéditas todavía, y donde se alojan al par,
aquellas de imposible nacimiento al menos en este orden del tiempo. Seres o proposiciones
de seres necesitados de un orden inimaginable que les aguarda. O para quedarse así, si es
que se entiende que las aguas amargas sigan siendo un lugar donde la vida es posible sin
mayor determinación ni condicionamiento que la de ser un algo viviente.
Y la belleza de la Medusa, criatura impar, seguiría siendo el foco mismo del terror,
su centro original a través de los tiempos. La figura del poder subsistente del abismo de las
aguas para proseguir aún, fecunda ella por el dios mismo, el rey del Océano, su ancestro.
Ya después la cabeza de la Medusa ornada de alas, como el caballo Pegaso, aparecía como
guardiana de los ínferos para la absoluta pureza buscada por los neopitagóricos en la
Basílica subterránea que construyeron sin poder nunca llegar a usarla en Roma, según
Jerome Carcopino.
Y aquí y ahora, en el mar, el animal nombrado Medusa ofrece algo así como un
vaciado del cráneo: una membrana que hace pensar en la pia mater o en la dura mater,
envolturas de nuestro cerebro. De sus bordes prenden hilos transmisores de lo que este
esquema cerebral necesita saber, noticia de la mayor o menor densidad de las aguas por
donde transita. Un esquema, pues, del sistema nervioso, incompleto también; el hueco del
cerebro y los vibrantes, sueltos filamentos al modo de una cabellera. Un sistema nervioso
pues, que no ha encarnado todavía o que se ha desencarnado ya. Para la simple mirada que
recoge esta presencia real —fuera del conocimiento científico— es la visión del origen
remoto de la sede del sentir y del pensamiento, o bien de un designio que se ha quedado
detenido, de un sistema nervioso y cerebro, albergue de un otro modo de pensamiento.
Como indicios y sentidos no hay en esta viva Medusa, la simple mirada no científica, puede
presentir algo así como la sede o designio de un pensamiento sin la apertura de los sentidos;
de un pensar puro sin más receptividad que la que atañe al lugar donde como puro ser, el
ser del pensamiento, transita, al modo de un insensible estratega.
Y esta criatura que no posee ni un mínimo esqueleto, se acuerda perfectamente con
la petrificación originada por la Medusa del mito, lejos del esqueleto y de la carne al par.
¿Se ha librado ella del terror que su diosa inspiraba? Figuras las dos del abismal terror
originario. Figuras de sueño.
Viene el terror como todo lo primario del sueño y del soñar. Del sueño originario
que esparce terror y esperanza con tanta frecuencia indescifrables y posesivos. Solamente
liberador este sueño que arranca de los orígenes, porque da a ver y a sentir lo que en la
calma de la vigilia y aun en esas raras calmas que la historia consiente, y que forman parte
de su poder de seducción, se dan. Acomete el terror al que dormido lo respira,
sobrecogiéndolo para poseerlo enseguida, deteniendo su aliento, petrificándolo. O
inmovilizándolo a lo menos. Y también, llevándolo hacia el otro reino, ése de donde lo
único sea vivir, seguir estando vivo o, por el contrario, ofreciéndole el otro reino donde la
determinación no haya lugar, donde el terror que viene del origen sea eludido por tanto. Y
el pensamiento, así se le aguarda, pueda ser como un desconocido que llama a la puerta sin
llamar y que dice sin pronunciar palabra.
La imagen de la Medusa marina despierta en el fondo insondable de las aguas del
sueño el anhelo y el temor entremezclados de un pensamiento no asistido de los sentidos ni
condicionado por ellos. De un pensamiento absoluto que no sería ya tampoco un
pensamiento asistido del pensar —del esfuerzo y de la tensión del pensar—, ni por el
tiempo. Un saber sería más bien; un saber sobre el tiempo, sobre las aguas del tiempo, y no
solamente sobre el abismo del indefinido e indefinible nacimiento. Un saber absoluto que al
darse aquí, tendría sólo la necesidad de recibir noticia acerca del lugar donde su receptáculo
se encuentra; señales de ese su transitar por los mares del tiempo, para mantenerse en las
zonas que le permitan no ser sumergido, ni arrojado fuera. Un sueño que quizás haya sido
filosóficamente formulado. Lo que anda lejos de ser dicho como una condenación absoluta
de este filosofar. No puede ser acusado un filosofar por extraer una esperanza —aunque no
pueda verificarse aquí— del abismo del terror originario. Y todavía más, en los escasos
claros de la historia, el pensar filosófico y el poético han creído que tenían que aventurarse
a dar forma —determinación— a lo que se agita en lo indeterminado; volver la mirada
hacia el albor del pensar griego, al «apeiron», lo indeterminado de donde «la justicia del
ser» destaca todas las cosas que son, que son por ahora, se entiende.
LOS OJOS DE LA NOCHE
Acaso no hubo siempre en la vida, y en el ser humano con mayor resalte, esa
ceguera que aparece ser congénita con el poder de moverse por sí mismo. Todo lo vivo
parece estar a ciegas; ha de haber visto antes y después, nunca en el instante mismo en que
se mueve, si no ha llegado a conseguirlo por una especial destreza. El ver se da en un
disponerse a ver: hay que mirar y ello determina una detención que el lenguaje usual
recoge: «mira a ver si...» lo que quiere decir: detente y reflexiona, vuelve a mirar y mírate a
la par, si es que es posible.
Parece que sea la ceguera inicial la que determine la existencia de los ojos, el que
haya tenido que abrirse un órgano destinado a la visión, tan consustancial con la vida, como
la vida lo es de la luz. Y los ojos no son bastante numerosos, y al par, carecen de unidad. Y
ellos por muchos que fueran no darían tampoco al ser viviente la visión de sí mismo,
aunque sólo fuese como cuerpo. El que mira es por lo pronto un ciego que no puede verse a
sí mismo. Y así busca siempre verse cuando mira, y al par se siente visto: visto y mirado
por seres como la noche, por los mil ojos de la noche que tanto le dicen de un ser corporal,
visible, que se hace ciego a medida que se reviste de luminarias centelleantes. Y le dicen
también de una oscuridad, velo que encubre la luz nunca vista. La luz en su propia fuente
que mira todo atravesando en desiguales puntos luminosos ojos de su faz, que descubierta
abrasaría todos los seres y su vida. La luz misma que ha de pasar por las tinieblas para
darse a los que bajo las tinieblas vivos y a ciegas se mueven y buscan la visión que los
incluya.
Mas luego bajan las alas ciegas de la noche, caen y pesan, siendo alas, sobre el que
vive anclado a la tierra. Y la sombra de esas alas planeará siempre sobre la cabeza del ser
que anhela la visión que le ve, y que vela sus ojos cuando, movido por este anhelo, mira.
Y de esas alas de la noche ¿no habrá contrapartida en las veloces alas del nacer del
día y en las de su ocaso —llamas, fuego que tanto saben a amenaza?
Y aparecen las alas del Querubín, sembradas de innumerables, centelleantes ojos.
Un ser de las alturas, de la interioridad de los cielos de luz, que aquí sólo en imagen se nos
da a ver; alzadas las alas, inclinada la cabeza, imponiendo santo temor al anhelo de visión
plena en la luz que centellea en los ojos de la noche.
LA UNIDAD Y LA IMAGEN
La imagen, aun considerada en sí misma, es múltiple, aunque esté sola. La
conciencia la sostiene sabiéndola imagen. Y la posibilidad se abre a su lado; podría ser
diferente y es quizás así, tal como se da a ver. Su ser de abstracción no le da fijeza, más que
cuando un intenso sentimiento se le une. Y entonces asciende a ser icono: el icono forjado
por el amor, por el odio, por el concepto mismo, especialmente cuando la imagen encierra
la finalidad.
EL PUNTO
Ya que el devenir dejado a su correr declina, la conciencia necesita enderezarlo una
y otra vez; a solas no deja de caer desviándose hasta perderse de vista, cayendo bajo el
nivel del tiempo y del no-ser: caído en el pasado, o enterrado a medio nacer, o larva de
pensamiento.
La referencia al futuro del devenir que atraviesa la persona humana y que le es dada
por ella, no es suficiente para contener ese su declinar. La finalidad definida por su sola
presencia en la conciencia basta para que en el río inacabable de «vivencias», y más aun de
las que están ligadas a los sucesos que afectan a la persona, el declinar no se produzca. En
principio, los sucesos no sostienen a la persona, aunque se le presenten como favorables. Y
el exceso de facilidad favorece el declinar insensible de la persona misma. Y la dicha puede
llevarla, como la desgracia, a las márgenes del tiempo.
Pues que la presencia, raras veces total, del futuro, al fundirse con la corriente de
pensamientos a medias formulados, de sentires incipientes, de sensaciones confusas, se
anega en la corriente temporal fácilmente. Y aún puede la finalidad irse desgastando,
convirtiéndose en pasado insensiblemente, tomando las notas cualitativas del pasado por el
vacío que deja su incumplimiento. Y la finalidad así desleída se convierte en posibilidad. Y
la posibilidad tiende a desarraigarse del presente, a evaporarse o a condensarse en «lo que
hubiera podido ser». Y ha de surgir una razón, una mediación entre la finalidad que llega
desde la altura y la lejanía del futuro, de tanto mayor inmensidad cuanto más decisiva, total,
sea la finalidad, y ese devenir en que la persona está debatiéndose y que tiende a
sumergirla. Una razón, abstracta sin duda; más todavía, ideal. De naturaleza una, la
presencia irreductible, indisoluble, inanalizable. Sin figura y sin forma, a no ser que indique
como un signo el núcleo irreductible de toda forma pura; de la forma en sí misma, sin más.
La forma de lo uno, si alguna vez la tuviera, en la que coinciden perfectamente
fondo y forma: identidad. Una forma de identidad apta para ser mediadora, un punto de
mediación.
Inasible, el punto marca, señala, establece sin llamar a la discusión y sin que de su
presencia dimane —al menos en un primer momento— alguna ley. Lo que propone es
como la posibilidad de la imposibilidad, lo inverosímil de la verdad, el signo del ser que no
puede confundirse con la realidad ni entrar en ella, mas que la atrae y la sostiene. Sombra
real de un remoto, irrepresentable centro. El punto no representa nada, es su sola aparición.
—La dualidad de contenido y forma es la que hace posible la representación y cuando en
una figura del arte o de la vida coinciden, la representación ha quedado abolida, aunque se
trate de arte representativo o de humanas figuras cargadas de representación—. El punto es,
simplemente. No es causa ni efecto, ni indica ninguna dirección a tomar al que lo mira; su
primaria acción es el desprendimiento que no sin cierta violencia opera en quien lo mira. Y
quien a él se remite se desprende ya por ello del devenir que lo envuelve y está a punto de
sumergirle. Y así viene a encontrarse sostenido por él, como si el punto fuese lo que no sólo
no es sino que parece negar: un lugar.
Un lugar es por definición un espacio donde se puede entrar, o donde hay dentro
algo o alguien. Y el punto nada tiene dentro ni nada puede albergar ni por un instante —un
instante, que es su equivalente en el tiempo—. Sugiere entonces la posibilidad de vivir sin
lugar; sin lugar alguno en un total desprendimiento. Y que ello no dure no quiere decir que
no sea. O que no sea al menos, como antesala o nártex. Como una anticipación de un modo
de vida en el que la trascendencia se cumpla.
Y el que tal imposible no dure, el doble imposible de no poder albergarse en la
pureza del punto, ni la de que inmediatamente se revela de vivir sin lugar alguno, el que
haya sido real y verdaderamente, mas sin duración, no lo desmiente ni lo desvaloriza. Por el
contrario, revela un modo de vida que no se extiende en la duración. Un vivir que no
prolifera. Un puro vivir la cualidad o esencia de la vida sin cantidad y sin medida. La
inmensidad del vivir solo, del sólo vivir. Como una profecía de la vida desprendida de su
extensión, de su duración: del lugar, y del espacio-tiempo; de la inevitable relación que toda
vida sostiene con la causalidad y también que a toda vida acompaña. Muestra la profecía de
la vida alzándose sobre las categorías que la sostienen y la cercan; que la desgarran
también, ya que no alcanza a contenerla salvándola de su declinar, de ese declinar que lleva
consigo todo devenir.
Y queda igualmente la persona que por tal experiencia pasa, con el saber de un vivir
sustraído ala causalidad, por encima de la cadena de las causas que parecen por su sucesión
forzosa y previsible sostener el flujo del devenir. Mas que en verdad un día se muestran
como estabilizándolo, perennizándolo sin rescatarlo. La causalidad en el fluir de la vida
hace perenne su limitación y al darle cauce la hace durar indefinidamente, y la estabiliza en
la duración indiferente, subyugada bajo la indefinida necesidad su transcendencia, lo
imprevisible de lo trascender.
El punto fijo por sí mismo se desplaza. Se desprende de todo plano sin que ese su
desplazarse engendre línea ninguna, ni marque la aparición de otro plano. Se libra en su
soledad, se libera y se da al par con ella. Está fuera del espacio sin estar por ello en el vacío,
sin ser un hueco ni nada que le pertenezca. No pertenece al espacio ni al tiempo. Mas con
su soledad unifica a los dos y los distingue, haciendo del espacio una infInitud y del tiempo
una concreción.
LA META
En el conocimiento y en la pasión activa inevitablemente se presenta el punto
absoluto. El simple punto referencia que sostiene la vida por encima de la imposibilidad del
ser, desaparece y sólo se va identificando paso a paso y si se trata de la muerte, «a
posteriori», en el punto absoluto, irremovible.
En la vía del conocimiento, según se abre la conversión del punto de referencia en
punto absoluto, se hace visible. Pues que primeramente fue más ancho, el punto, eso que se
llama una meta, que se aleja según el horizonte, se alza y se agranda. La meta inalcanzable.
En algunos instantes se ha llegado hasta muy cerca de ella. Era un recinto en el que no
siempre se ha entrado, por sentirlo vedado o extraño y hasta irreal. Es el punto abierto en
círculo, abierto y al par inalcanzable. Y si está habitado por un contenido de posible
conocimiento, penetrar en él, disponerse a hacerlo, sería ciego error y grande falta al par.
Sería su allanamiento. Lo que se presenta circularmente cerrado es imagen que porta el
mandato de que debe ser recorrido ese cerco. Pues que el cerco se transforma en cárcel si se
logra entrar en él por la violencia del entendimiento que tantas veces en Occidente se ha
ejercido. La llamada que abandonando toda violencia se siente aparece nítidamente,
después, si no en un primer momento, es la llamada a girar en torno, a dar vueltas en torno
a la meta siempre provisoria, relativa. y el dar vueltas o darle vueltas, el «darle vueltas al
asunto» como en la vida diaria se dice comúnmente, corresponde a la relatividad de su
manifestación aquí y ahora, pues que se muestra para eso, para ser vista desde todas sus
caras. Ya que la meta sin figura se confunde con el horizonte, y fluctúa, no es determinante.
Es, sí, una orientación, y una llamada a ese girar en torno, signo de fidelidad, de aceptación
del tiempo, de la relatividad que no renuncia al absoluto.
EL PUNTO OSCURO Y LA CRUZ
Cuando se yergue y acomete y precisamente en la calma, el yo se hace sentir como
un punto oscuro. Y la calma se va tornando en simple inmovilidad y el tiempo se condensa,
oprime el corazón. Entre el pensar y el sentir no se establece comunicación alguna y los
sentidos —infalibles índices— se retraen. La percepción nítida nada trae, nada revela. Mas
luego, en un instante, el punto oscuro del yo se viene a encontrar como centro de una cruz;
entonces, sin sobresalto alguno, el corazón ocupa su lugar, se hace centro.
Y el ser se siente extendido en una cruz formada por el tiempo y la eternidad. Y no
es un simple tiempo sucesivo éste que se cruza con la eternidad; se abre o está apunto de
abrirse en múltiples dimensiones. El corazón del tiempo recoge el palpitar de la eternidad,
el abrirse de la eternidad. Y el tiempo fluye como río de la eternidad.
Y si siempre fuera así, si siempre el ser humano se mantuviera extendido en esta
cruz, viviría de verdad. Mas no puede suceder así de por sí. O más bien, contrariamente,
sólo de por sí podría ser así siempre. Mas mientras tanto, el corazón aún oscuro, con su
pasividad, un vaso con su vacío nada más, tendría que ser el centro, sin someterse al yo que
lo suplanta.
VIII
LA ENTREGA INDESCIFRABLE
LA ENTREGA INDESCIFRABLE
LA ACEPTACIÓN - EL VELO
Por largamente que un ser humano haya suspirado por morir, sólo el «Fiat» de la
muerte se lleva el último suspiro y ese desfallecimiento del que ya no es posible volver en
sí, volver a sí. En sí, en la comunidad de los vivientes; quizás el que parte entre en sí
saliéndose de la vida, otorgándose, dándose, aunque en términos lógicos parezca que no sea
necesario, en la aceptación de un imperativo inapelable. Mas el morir, esa inasible acción
que se cumple obedeciendo, sucede más allá de la realidad, en otro reino. Como si este
suceso fuera el de una doble, indescifrable entrega. El que se va entregado a esa inapelable
llamada, no ha podido decir su palabra audiblemente. El anhelar morir no es todavía el
morir mismo. Y desde afuera, el que se ha quedado extraño por entrañado que estuviera en
el ser que se le va, no ha oído nada, puede a lo más percibir un sí, el Sí absoluto que se
asemeja al del amor, al de toda forma y modo de amor, y ha de ser así también, un sí de
amor, una respuesta a la llamada irresistible que siendo ejecutiva, pide ser aceptada a lo
menos.
Mas lo que queda no es más que la presencia, la hermética belleza de un cuerpo casi
vivo que en un instante ha sido abandonado por el fuego que lo habitaba. Y nace entonces
la belleza, en una claridad nunca vista que parece desprenderse de ese instante único, una
claridad sin signo alguno del fuego. Luz y fuego se han separado.
Y la belleza se extiende como un velo sobre ese cuerpo liberado del fuego del
aliento, presencia pura sin rastro alguno de exteriorización. Está en sí tan verdaderamente
que no volverá a sí como antes, cuando respiraba, que estaba en sí y en otro, en lo otro
desde el nacer. Irá ahora hacia sí. Mas el velo de la belleza se tiende sobre la verdad que se
quisiera ver y que deja ver tan sólo algo así como un cuerpo celeste.
Un cuerpo celeste a la merced de la luz, que ella nos deja ver suspendiendo el
tiempo. Y la claridad que irradia de esta presencia pura no rasga el velo de la belleza,
parece más bien estar formándolo. Y la muerte y su verdad se nos da así a ver velada por la
indefinible y naciente belleza. Y el ser, ése que no volverá más en sí, se hace sentir
alentando, palpitando, bajo su velo.
Y se diría que la belleza toda sea el velo de la verdad y que la vida misma que se
nos da sea el velo del ser. y que su ser se le esconda al viviente mientras vive para
desplegarse solamente en la total entrega.
Y que un ser divino esté muriendo siempre. Y naciendo. Un ser divino; fuego que se
reenciende en su sola luz.
LA MIRADA REMOTA
La soledad, aquella más pura no tocada por el afán de independencia ni por el
sentimiento de encontrarse aislado, la soledad aceptada en el abandono, recibe el don de la
mirada remota que la sostiene. Es dudoso que exista en el hombre una soledad total, ésa que
algunos filósofos y poetas suponen vaya a ser la soledad del que muere. Y en ese caso
diríamos ¿por qué no del que nace? Y si se siente la esperanza del resucitar, ¿por qué no la
del resucitado? Mientras que el sentir originario que brota desde más allá de las situaciones
y de los sucesos que las circundan, el sentir irreductible de la criatura llamada hombre,
testimonia de lo imposible de la soledad radical. Y la huida de la soledad pura testimonia a
su vez de esa especie de incondicionada presencia, de esa compañía indescifrable. El
silencio es la nota dominante de esta aceptada soledad, que puede darse aun en medio del
rumor y del bullicio, y que florece bajo la música que se escucha enteramente. Es el
silencio que acalla el rumor interior de la psique y el continuo parlar de ese personaje que
llevamos dentro, y que la exterioridad ha ido formando a su imagen y semejanza: banal,
discutidor, contestatario; el que tiene razón sin descanso, capaz de hacerla valer sin tregua,
frente a algo, y a solas frente a nada; guardián del yo socializado y sobre todo de eso que se
llama la personalidad, el que no puede quedarse callado y en alta voz lo dice, añadiendo
como causa y motivo de su incesante hablar «frente a la injusticia». «Frente a la iniquidad»,
aunque luego cuando ellas están ahí ante sus ojos suele callarse. Y colabora con sus razones
para enconar la soledad del aislado y no permitirle así que su aislamiento ascienda a ser
soledad pura, que acaba así siendo al modo de un delirio de la psique sometida a la
representación social y aun más a la representación del papel social del que el sujeto que lo
alberga se cree investido.
Viene el silencio como si descendiera desde lo más alto sobre la soledad y la recoge
como ofreciéndola, casi dándole un nombre, y la conduce sin crear movimiento alguno en
el ánimo; imperceptiblemente la envuelve. Todo es inmediato y no hay camino. La mirada
remota se hace sentir. Una mirada sin intención y sin anuncio alguno de juicio o de proceso.
La mirada que todo lo nacido ha de recibir al nacer y por la cual el naciente forma parte del
universo. Y que a ninguno de los seres que lo pueblen podría serle ajena. Lo monstruoso
para la mirada humana que nos mide sin reconocernos, queda borrado bajo la mirada
remota, que reconocerá al monstruo como algo no todavía formado, o como fragmento de
una forma, quizá de igual manera que al ser extraordinario cuya perfección humana admira
la humana mirada. Pues que también él, el ser logrado que parece uno, ser el que es y el que
iba a ser, para la mirada indescifrable sea análogamente al monstruo; un ser a medias, que
carece de algo, o más gravemente aun, que lo ha consumido en aras de su forma visible y
de su mente, si es que en verdad es de su mente y no de su simple inteligencia instrumental.
Pues que todo está naciendo, aunque en nuestro humano tiempo dure tanto como el tiempo
concedido a cada vida. Allá en lo hondo, y más aún sobre lo alto, planea el tiempo que
separa y que tiende a la eternidad, el tiempo que mana como agua junto al ser para
alimentarlo. Y en esta cripta del tiempo que mana penetra la mirada remota, calladamente.
EL SOL QUE SIGUE
Y parece imposible todo proseguirse ante la muerte, dentro de la muerte, en la
muerte misma, sin morir. Impenetrable, absoluta, la muerte ha tomado posesión del que
queda aquí de este lado, mas dejándole sin lugar, sin cabida en hueco alguno. Y así la
pálida certeza de que aquél que se ha ido, sin dar señal desde su allá, vaya a ser en ese allá
concebido nuevamente, arroja como su sombra a éste que aquí ha quedado que sea él, el
inconcebible. La muerte, como todo lo inconcebible, hace así con el que la contempla. ¿Y
cómo puede dejar de contemplarla el que ha perdido el uso de los sentidos que han ido a
reunirse todos en la sordera ciega, refractaria a toda voz, al llanto mismo? Nada fluye. Todo
está ahí, el todo amorfo de la acumulación del tiempo inconcebible a su vez.
Pues que no puede concebirse lo que no puede ser soñado, reconducido a través de
una galería de sueños entreverados de despertares, al sueño originario de la creación, aquél
donde la vida fue despertada por la luz primera, sin ojos aún. Ya que antes de que las
formas y las figuras aparezcan hay ojos que las aguardan. La oscuridad y la niebla se hacen
ojos, derrotando a las tinieblas con eso sólo una y otra vez. Y cada vez es el comienzo, que
anuncia al par vida y visión. Todo se irá concibiendo.
En la tiniebla de la inconcebible muerte, los ojos no se dan a ver. Es el sol del día
siguiente el que hace abrirse a los ojos, unos ojos que pueden mirarlo de frente, cara a cara,
como alojo inconcebible de una visión sin aurora. Un sol que no alumbra, que despierta
simplemente. El escudo de la muerte que da la señal de la vida.
IX
LOS CIELOS
A Diego de Mesa
I
Los cielos son múltiples. Cielo en singular es una abstracción casi inoperante. Uno
de esos conceptos que no pueden ni comenzar a ser concebidos, agotado el germen del
sentir que les corresponde, porque son respuesta, más que al ansia de saber, a la sed y al
hambre de la esperanza, y aun de los sentidos que encuentran por ellos pasto y purificación.
Los cielos apetecidos son muchos, mas al ser cielos, son circulares y concéntricos.
Sin centro no serían cielos. Y esa especie de centro no puede ser sino común. Forman una
esfera total, pues. Mas desde algunos cielos que no están muy adentro de la esfera puede
llegar a desgarrarse la dependencia del círculo con el centro, con el centro que aparecería
—en el sentir correspondiente— compacto, invulnerable. Y entonces, para aquel en quien
sucede tal cosa se abre un vacío por el que irresistiblemente se ve precipitado sin defensa
alguna.
Pues que sucede de sólito que se sea prisionero de un cielo y al sentirse así,
prisionero, se gire buscando la salida. Se hace entonces el infierno. Se va hacia la superficie
que limita el círculo, en el mejor de los casos y puede nacer entonces el conocimiento, ése
que se da en los límites mismos del vacío.
Mas en otros casos se desciende hasta el fondo mismo de ese cielo prisión, se cae en
las entrañas del cielo y es el infierno. Allí donde el uno-centro no deja, pues que no produce
espacio, y no deja tampoco tiempo. Se está poseído y no ya solamente prisionero.
Y puede darse en esta situación una cierta franja donde el espacio-tiempo se abre, se
extiende, se otorga. Mas ésta es la zona menos celeste y menos infernal. Se escapa del
infierno para ganar espacio-tiempo, y nada más. Nada más por el momento.
Y se intenta llegar a la superficie, subir hacia ella. Y se recae una y otra vez en las
entrañas para probar de nuevo la privación del espacio-tiempo. Después las aguas se
desbordan, se abren los ríos y las aguas, entre celestes e infernales, nos llevan. Las aguas:
cielo-infierno.
Aquel que conoce ha sido depositado sobre las aguas. Moisés, Cristo venido
también de las aguas. «El espíritu flotaba sobre las aguas», y el espíritu forzosamente
desciende al infierno acompañado de la luz, siendo luz misma. Y al que sucede sentir estas
aguas acabará viendo las cosas bajo el agua, en ella: vivas. El agua cielo-infierno es la vida.
Y sólo sobre ella, y ya sin vida, al borde anticipado de los mundos, se conoce.
Pues todo está en un cielo. No hay infierno que no sea la entraña de algún cielo.
II
Irremediablemente el primer cielo que ha de alumbrar nuestra noche es la noche
misma. El cielo nocturno, que por nocturno corresponde a la oscuridad en que nuestro ser
yace. Mas la noche es una oscuridad transitoria y que conduce hacia el alba.
Venturosamente la noche nos hace sentir que en ella hay algo más que el ser la separación
entre un día y otro día. La noche es ella siempre una sola noche, y aun las mil de la historia
inacabable tienen que recogerse, finalizar en una sola noche; una deidad.
Y el cielo nocturno, por enteramente negro que sea, es el primer cielo al que se
levantan los ojos y al que se dirige el grito que se alza sin recaer luego, como sucede ante el
espejo del día. No hay reflexión de la luz en el oscuro cielo nocturno, no hay claridad
refleja. Y no hay intención. Es lo inmediato. A la visión sensible siempre cargada de
representación, la noche opone la inmediatez pura, la total pureza en que el ser y el no-ser
no se han diferenciado todavía. Como una presencia sin figura que da constancia de las
aguas primeras antes de la creación, y bajo ellas, la vida del planeta alienta. Y el hombre, su
separada criatura, se rinde en el sueño —aliento de la vida en la sola noche—. Esa noche en
que la memoria desatada por la imaginación cuenta y recuenta su invento: noche que funde
la primera y la última, la noche de su ser en la que alienta, en el olvido, en el sueño sin
ensueños y aun más puramente que en la vigilia quieta, salvado sobre las aguas del infierno
de la representación, de las historias. Y libre de historia el ser que se ha quedado con sólo el
aliento se despierta levemente hacia lo que se le sustrajo y que se quedó remoto e
inaccesible. Y alentado por la inmediatez de la presencia de la noche que es al par la suya,
su noche inicial, se va despertando hacia el encuentro de aquello negado o perdido que le
fue sustraído inmemorialmente por la muerte. No es la muerte a donde se dirige el que sólo
alienta en la noche de su ser, sino a lo que no se sabe, hacia lo inexperimentado y quizás
inexperimentable, porque de ello no se puede dar noticia, que por oscura que sea la noticia
lo recortaría, lo especificaría, lo conformaría. Es la nada, se ha dicho. Mas no es tampoco la
nada ni su contrario —¿el ser o la vida?—, sino todo lo que expira sin morir.
Nada debe de turbar la soledad del que se ha entregado a la noche sin luz ni
resplandor alguno, que entonces se alza sobre él, como templo, como cielo. Sólo entonces,
cuando la limpidez y quietud de su ser se asemeja a la noche misma, cuando se ha olvidado
del sí mismo que vigila, de ese sí mismo que envía a los sentidos que le sirven trayéndole
noticias de lo próximo y de lo lejano y que ya solamente por ello escinden la unidad que lo
alberga, la santa realidad sin nombre; cuando se han depuesto las armas, se podría decir, las
que constantemente esgrime sin concederse tregua alguna —ni tan siquiera bajo el soñar—
el apercibir para en seguida identificar. Un identificar éste que llega hasta a señalar la
remota, apetecida unidad como «lo otro». Pues que siente —el despierto normalmente—
que la realidad lo asalta y que tiene que liberarse de ella, recortándola, y haciéndola ante
todo aprehensible. Y va a captar, a cazar ante y sobre todo, renunciando a toda
comunicación, apartando de sí esa primera presencia. La Presencia sin la cual ninguna
presencia existiría, ninguna realidad tendría rostro, y ninguna verdad podría ser entrevista
ni, por tanto, buscada.
Y así, la pregunta por las cosas y por su ser se le dispara al hombre que piensa sin
haber recibido, cuan posible le sea, la comunicación que emiten ellas, las cosas, por haberse
despertado con excesiva celeridad de esa calma, de ese olvido en el cielo de la noche
oscura, el cielo inmediato de la presencia sin nombre ni determinación.
Y de todo cielo inmediato se recae una y otra vez, de un mismo cielo también, ya
que ninguno de ellos acoge del todo la condición terrestre. Y el lugar donde se recae, un
ínfero —ínfero es todo lugar que está sometido a un cielo— se revela a su vez como un
lugar donde no se puede permanecer estáticamente, lugar de combustión insoportablemente
activa, mar de llamas puede ser cuando allá arriba, en el correspondiente cielo, se ha
vislumbrado alguna luminosidad. Luminosidad, ya que los cielos tienden a hacerse
abstractos, por estar atraídos por lo uno: su centro. Y así en ellos el ser individual tiende a
sustraerse a sí mismo: tiende a olvidarse de su cuerpo y de su sombra —esa sombra del ser
— y sobre todo a enviar lejos de sí su pretensión de existir. Vida y existencia se funden en
el acogido por un cielo. Mientras que al recaer en el ínfero, vida y existencia se le
confunden, y la una acaba fatalmente sobreponiéndose a la otra. Asfixiada la vida, si la
existencia se la sobrepone, y desarmada la existencia, si es la vida la que sobre ella se alza.
El peligro para la vida es de asfixiarse bajo el peso de la existencia o de anegarse en el mar
originario también. Mientras que la existencia en peligro pierde sus armas, ya que ella lo
que ante todo necesita es irrumpir, alzarse en ilimitada rebelión «a la defensiva».
Y así cuando lo que se sobrepone es la vida en el infierno de la inevitable recaída en
el fuego, en su arder. La respiración necesita de un cierto fuego diluido según número y
medida. Ya que la vida en todos sus grados está sujeta a ritmo —lo que requiere espacio
adecuado y tiempo suyo—. Y ocurre que en este infierno de la vida le haya sido retirado o
no lo alcance todavía y que el ser viviente sufra el infierno de estar vivo en medio del fuego
inicial sin espacio respirable, ése que cuando estaba arriba en su inmediato cielo era lo que
ante todo y sin pena alguna se le daba: su morada.
Cuando el espacio se le da felizmente al ser vivo, según su condición, le permite al
par que la respiración, la visión. Y cuando infelizmente le deja perdido, en el abandono,
incapaz de visión, lo deja en el desierto. El que se den unidamente el respiro y la visión, y
no como simple posibilidad sino en acto, es ya un alto, puro cielo.
Y ha de ser, habría de ser siempre la vida la que triunfe venturosamente cuando el
ser viviente recae desde sus cielos inmediatos. La vida con todos los infernales riesgos que
la acompañan al rebrotar. Pues que la vida brota siempre hacia arriba, busca lo alto. Y el
existir irrumpe, aunque no tenga enemigo, como una fiera y esquemática proposición, como
un esquema que amenaza al ser viviente en este trance con una suerte de desencarnación,
despegándole violentamente de su cielo al que se ha adherido llegando con él a fundirse,
perdiéndose en el olvido de sí. Mas cuando recae, si la vida triunfa se condensa en torno a
la llama que renace, la llama que alimenta y sostiene todo lo corporal. Y en la oscuridad de
la vida de nuevo no perderá del todo ese su vagabundaje celeste. No se extinguirá en él por
completo ese destello de una cierta celeste carnalidad o corporeidad.
Irresistiblemente brota la vida desde sus reiterados infiernos hacia arriba, llamada
por sus oscuros cielos inmediatos, que se derramarán en luz un día heridos por la aurora.
Una aurora que será una entraña a su vez, una entraña celeste.
Apéndice
EL ESPEJO DE ATENEA
I
De las figuras del terror, la arcaica Medusa se destaca por su belleza y por su
ambigüedad. Para acabar con ella, logrando más que su muerte, su metamorfosis, le fue
necesario a Perseo el don revelador de Atenea, el espejo que permitía al héroe no mirar
directa esa belleza que paralizaba —¿la belleza misma acaso?
De la estirpe del dios de las aguas insondables, Poseidón la Medusa era la única
bella entre sus hermanas, la única joven de ese pueblo de las «Gerias». Mas la amenaza
mayor para Atenea era la promesa de un hijo concebido por la Medusa de su ancestro y rey
en quien se cumpliría sin duda la total revelación de ese linaje adversario. Y no tanto
porque de por sí lo fuera, sino simplemente por serlo para el otro linaje, el del hermano de
Zeus. Ella, Atenea, no podía, virgen por esencia y potencia, concebir en modo de dar un
hijo que prosiguiera en línea directa la estirpe de Zeus a través de la más suya de todos sus
hijos. Criatura de elección Atenea, ¿estaba acaso prometida a otra forma de concepción no
alcanzada; quizás a la concepción intelectual? Y Atenea le entrega a Perseo no la espada,
sino el espejo para que por reflexión el héroe viese la belleza ambigua, prometedora del
fruto final del Océano insondable; el espejo para que no viera a la Medusa de inmediato y
se librara de todos los sentires concomitantes con la visión. Una figura vista en el espejo
carece de ese fondo último que la mirada va a buscar más allá de la apariencia. Pues que la
vista se une al oído. Cuando se mira directamente, se espera y se da lugar al escuchar.
Nadie escucha a la figura reflejada por un espejo. Mientras que a las aguas se va dispuesto a
escuchar. Y nada hay como el elemento acuoso para desatar esta atención, ese ansia de
escuchar y esta esperanza informulada de que las aguas —y más todavía las insondables y
recónditas, las que no se vierten en el arroyo o en la fuente que tiene siempre su canción—
lleguen a sugerir algo y, en caso extremo, en lo impensable ya, den su palabra. Su palabra,
si es que la tienen. Y que allá en el fondo del alma se espera que todo lo creado o que todo
lo que es natural tenga una palabra que dar, su logos recóndito celosamente guardado.
Sabia y astuta Atenea, pájaro y serpiente, entregó el don que permitía ver, ver a esa
Medusa temible, más que por su belleza, por su promesa. La paralización, ¿no vendría
acaso de esa promesa que la belleza a solas en el terror no ofrece, y que la fealdad a solas,
suelta en la disparidad de las noches oscuras, aunque sea de día, arroja? El terror
paralizante en verdad no puede relacionarse con la belleza sin más, sino con el futuro y con
el pasado que salen al paso del fluir temporal, ocupando el presente. Y quien esto padece se
queda en suspenso, en una especie de éxtasis negativo, privado del tiempo, mas no sobre él.
Es el tiempo mismo el que se congela y, en casos extremos, se petrifica.
Y cuando la sola belleza tiene esta virtud paralizante ha de tratarse de una belleza
insólita, irreductible a cualquier especie de belleza conocida. Y por ello mismo aparece
privada de esa forma perfecta que es el atributo, el ser mismo de la belleza. Una belleza
insondable, que se ahonda y se despliega sin descanso, que no puede ser contemplada como
la belleza pide. La contemplación es la ley que la belleza lleva consigo.
Y en la contemplación, como se sabe, es indispensable un mínimo de quietud o por
lo menos de aquietamiento; un tiempo largo, indefinido que fluye amplia y mansamente. Es
el tiempo de la contemplación que da respiro, libertad, libertad. Siempre, aun cuando el
objeto contemplado subyugue. Efecto este último que puede darse en virtud de algunos
aspectos concomitantes con la belleza, y no por ella misma.
La belleza no pide ser sondeada. Y si se hace sentir lo insondable es porque viene
de otro mundo, del que parece ser signo y escudo. Un escudo era ya la Medusa del reino
insondable del océano. Y Atenea bien lo supo al incorporarla a su escudo. Estampada en el
escudo de Atenea, ¿seguiría petrificando al que la miraba, o acaso podía ya ser vista como
en el espejo dado a Perseo, para que viera por reflexión? Arrancada de su reino en el escudo
de la victoria era quizás un simple trofeo. Y un aviso, sin duda alguna, un aviso de la
existencia de otro reino, del reino del terror. Del reino habitado por criaturas a medias
nacidas o de imposible nacimiento, por sub-seres dotados de vida ilimitada, de avidez sin
fin y de remota, enigmática finalidad.
Nos propone y ofrece el espejo de Atenea un modo de visión, un medio adecuado
para la reflexión en uno de sus aspectos. Nos habla de modos de conocimiento que sólo son
posibles en un cierto medio de visibilidad.
La razón racionalista, esquematizada, y más todavía en su uso y utilización que en
los textos originarios de la filosofía correspondiente, da un solo medio de conocimiento. Un
medio adecuado a lo que ya es o a lo que a ello se encamina con certeza; a las «cosas» en
suma, tal como aparecen y creemos que son. Mas el ser humano habría de recuperar otros
medios de visibilidad que su mente y sus sentidos mismos reclaman por haberlos poseído
alguna vez poéticamente, o litúrgicamente, o metafísicamente. Asunto que aquí ahora sólo
queda indicado.
II
Inevitablemente, de toda muerte durante el oficio que de un modo o de otro se
celebra y después, cuando ya ha acabado, un terror específico se desprende, como una
disminución y aun como una humillación última del ser que la siente. Ha de ser, como todo
terror, maléfico por ser utilizable, por ofrecerse como instrumento del ser y de la vida a un
tiempo, para sustituir al amor. Y sólo si el amor no huye, el terror se retira, se va diluyendo.
Pues el amor tiembla porque pide, y con solo que alcance el no pedir nada, ni tan siquiera la
nada, se descubre en su condición estática, fuera del transcurrir temporal, sin proyección
sobre el futuro, ni hacia el pasado. Sin sombra, pues.
El amor sin sombra no tiembla ya. Y el resistir al terror que se desprende de la
muerte queda como el oficio sobre todos del amor: a la muerte que nos afecta y a la propia
que acecha o se presenta con tantas insinuaciones. Y no es contrayéndose ni adensándose
como este amor, que no arroja sombra ni la recibe, disuelve el terror, sino derramándose,
casi deshaciéndose sin perderse. Absorbiendo lo que del terror es indecible: algo así como
el centro del terror, cuando lo tuviere, y su poder de penetrar. Ya que el terror que viene de
la muerte no puede ser rechazado en una reacción vital sin más que afirme en apariencia,
tan sólo en apariencia, el triunfo de la vida. Lo que se repite análogamente en el dominio de
la moral. Ninguna ética puede rechazar enteramente el terror de la muerte. La estoica
desgrana la razón dividiéndola para que lo penetre inútilmente. Ella ha creado tan a menudo
la máscara de la impavidez que sofoca al amor y su llanto, que despide la vida que se ha de
ir. Y de ello, de que la vida se ha de ir y se va, avisa el terror.
Pues el terror de la muerte, por ella o ante ella, se hunde allá en la raíz de este modo
de vida corporal. No viene propiamente de la muerte sino de la des-encarnación. Y por ello
puede sufrirse tan reiteradamente y sin inmediato punto de referencia, en no importa qué
edad y situación, porque sí.
Y hay comidas que dan el terror; ciertos bocados en que se llena la boca de un fruto
inservible. Y jardines, mortales paraísos. Jardines y una flor sola. Espacios de acusada
presencia, vacíos que parecen surgir instantáneamente del abismo en vez de estar ahí,
simplemente. Y así todo lo indescifrable, si llega y si mira, si viene mirándonos.
Hermes el conductor, según la extraña revelación de la religión griega ofrecida en
sus mitos. Hermes mismo, el de la palabra, en su oficio de conductor de la muerte, trae el
inextricable silencio, que retira la palabra al que solamente asiste dejándole a solas con su
cuerpo que se obstina en ser y que nunca libra del terror de la desencarnación. Por el
contrario, mira lo increíble en el instante mismo, cuando hace nada que la vida asistía a ese
cuerpo que se ha quedado «presente» —según se le llama—. Y así la muerte revela el
cuerpo, el que hay que entregar aun elemento, a uno de los dos más consistentes y
contrarios, la tierra o el fuego, tan ávidos los dos. Y así aunque la presencia del que aún
estaba vivo hace un instante no dijera nada que transcendiera su silencio, sería la total
realización del terror, su cumplimiento. El primer paso de la temida y siempre soslayada
desencarnación. El cuerpo hecho piedra, sacudido por el escalofrío de la sangre que sigue
corriendo por la electricidad que subsiste en el que ha quedado vivo, anulada ya en el
cuerpo enteramente presente del que ha huido la vida. Una pura electricidad que subsiste en
el que ha quedado vivo. Una pura electricidad en el cuerpo esquemático abstracto de
Electra le pudo permitir la participación en el monstruoso crimen contra la Madre, que un
simple verdadero aliento de vida le habría hecho imposible. Y Orestes por su parte,
solamente pudo derramar la sangre de la Madre dejando de sentir su condición carnal, no ya
humana. Si hubiese continuado sintiendo la mediación de la carne entre la materia mineral
de los huesos y la sangre que corre vivificándolos, arrebatado y cegado por la ira habría
rodado inerme a los pies de Clitemnestra, en la sombra del amor filial.
III
Viene el terror como todo lo primario desde el sueño, en el sueño mismo originario
del hombre que se ve y se siente envuelto en la carne corruptible, antes aun que por la
ineluctable muerte, vulnerable juguete de su Dios o de sus Dioses. Clama Job a su Señor, y
Don Juan Tenorio desafía a la muerte y a su desconocido dios, el Tiempo. Como juguete
del tiempo por esencia se siente Don Juan. Y le responde con el ahora, con el instante de su
triunfo sobre la mujer huyendo del terror de este dios implacable y desconocido. Con
impavidez ante el dios Tiempo, Don Juan no hubiera vertido su vida, y su ser sobre todo, en
cazar a la mujer, cazándose a sí mismo al par. Job tenía un Señor a quien pedir cuentas,
aunque sólo fuese por un instante —«he hablado una vez...» Y este hablar una vez, o una
vez por todas, salva del terror, aunque no se llegue a la evidencia que Job obtuvo de que su
palabra única, solitaria, fuese escuchada. Hablar una vez por todas es hablar por encima del
tiempo, saliéndose de su envoltura. Carne y tiempo envuelven al ser humano cruzándose a
veces, como enemigos. Triunfador siempre el tiempo, que en esto muestra su calidad
semidivina. Enlazándose a menudo hasta confundirse. Enemigos entre sí y del hombre,
hasta que se los reconoce mediadores. Mediadores entre el ser que nace, que apenas sabe y
ése su ser, que se adelanta y se proyecta, se propone a sí mismo —desconocido y tiránico—
por encima del tiempo y más allá de su carne, queriendo destruirla ya la vez llevársela
consigo. Y queriendo llevarse consigo también su tiempo.
IV
De condición mediadora la carne es lo más amenazado por el terror, y por ello
mismo su última resistencia. Por ser sede del organismo vivo y por ser dada a engendrar. Y
porque espera siempre. Pide tan sólo cuando no puede esperar ya más. De ahí su tiranía.
Una tiranía discontinua que se alza exasperadamente, y luego cuando obtiene algo se
amansa. Y se vuelve entonces de nuevo a su reino, paciente, sufrida. Dispuesta a sufrir
tanto como a esperar, «alma animal» alojada en lo humano donde su esperar y su sufrir
arrojan su oscuro fuego; oscuro porque es mortal, es lo mortal. Y es la carne el combustible
preciado del animal carnívoro, y hasta la delicada flor afectada por esa condición.
Condición carnívora avivada en el ser humano que cree indispensable lo que proviene
solamente de esta exaltación de su carne al consumir la carne que hace un instante estaba
viva, la carne del manso animal que le mira dulce y tristemente sabiendo: el cordero, el
buey , la casi incorpórea ternera, y hasta la paloma, y el apenas hecho carne, pájaro. Mas el
devorar al animal alado tiene ya otro punto de referencia humano, el de devorar algo libre y
que le supera, una criatura de otro elemento como el misterioso y taciturno pez. Asimilarse
por ellos y a través de ellos otro elemento y hasta ahijarse de él. A ver, a ver si se convierte
en criatura del aire, del agua y, si el caso fuera, del fuego. Allá, en su último fondo, el ser
humano que tanto se reclama de la tierra no quiere ser descendiente sólo del Adán terrestre.
Porque la carne devora y es devorada; es su castigo. Y en el hombre establece,
ahora ya tan sólo al parecer justificado por la necesidad, su imperio. El hombre, devorador
universal de todo, de todo lo que puede, animales y plantas, la tierra misma, a la que devora
arrasándola, de otro hombre, de sí mismo hasta su total combustión, hasta el suicidio. Sólo
en algunos humanos seres a lo largo de los tiempos se aplaca este ansia por la comunión en
el amor sin sombra. Mediadora la carne entre el esqueleto y la vestidura de todo ser
viviente que nace así revestido y no desnudo; mediadora no solamente según número y
peso, sino también como albergue de los delicados nervios, de los transparentes canales de
la sangre como una tierra propia, íntima, concedida a ciertos privilegiados animales. Mas
todo privilegio, y más si es natural, marcha hacia el sacrificio. La carne sacrificada tiembla,
y aun quisiera desprenderse del hueso donde está fijada y abandonarlo, huyendo a una tierra
madre, como ella viva y que la acoja, según su blanda condición, a salvo de al fin
petrificarse o de ser nada.
Y es débil, se ha dicho desde siempre, la carne. Cae en la tristeza que luego ofrece
como enigmática, o al menos ambigua, respuesta, a quien la ha sumido en tristeza sin darle
nada de lo que a ella conviene, y exigiéndole un algo que ella no puede dar. Triste como la
tierra llana sin sembrar, la simple tierra con la que tanto parentesco ofrece. Y es objeto de
menosprecio casi constante, ya que constantemente, infatigablemente se le pide que no se
fatigue y que resplandezca, y cuando obedece se la nadifica. Pues que su hermosura no
puede exceder al número y al peso, a las leyes del universo terrestre y corpóreo que rigen
todos los cuerpos que en la tierra y desde ella se nos aparecen. Y todo ello le sucede a la
carne porque es corruptible. Y entonces el ser humano desde su «Yo» la identifica con la
corrupción misma que le cerca. Porque sucede que el humano «Yo» cualifica a todo aquello
que discierne, y todo aquello que lo envuelve se le aparece como una atadura, y más aún la
carne, la condición carnal conviene más decir en este momento, de la que también quisiera
huir, como quiere huir de ella cuando presiente el inexorable sacrificio, o cuando sin más se
la fustiga o se la adelanta su corruptibilidad en el reino llamado del placer y de los
caprichos de la imaginación.
Y entonces el «Yo», después de haberse abismado en ella, en la condición carnal, se
yergue como un puro terror. No es más y no puede dar otra cosa que terror, y para
defenderse del terror, se demora en su abismo.
Acomete el vértigo a ese «Yo» especie de entidad que ha logrado hoy enseñorearse,
a través de la conciencia, de toda la condición humana cuando se alza de todo abismo en el
que haya caído. Y más todavía, si, como sucede con el abismo de la carne, ha sido abierto
por él mismo, precipitándose con la que cree ser su claridad invulnerable, esa claridad que
ha arrancado a la verdadera luz del entendimiento que nunca se precipita. Y así, al hundirse,
no puede más que abrir un abismo luciferinamente. Se suicida en verdad, y al erguirse no
puede sino en el mejor de los casos, mantenerse así, envuelto en terror; en un terror que ya
tomará el carácter de envoltura que sustituye a su propia carne. Se ha desencarnado. Su
carne ya no lo acompaña. Un muro infranqueable le separará de todo comercio verdadero
con la vida, con los seres vivientes, con todo lo inmediato. La inmediatez de los sentidos y
de la sensibilidad toda, está como enterrada, o anda lejos, como si no fuera suya. Una
sensibilidad sin dueño. Necesita ser abrazada, y no con un amor que la abrase, sino ser de
nuevo envuelta, arropada, y reducida con ello la sensibilidad a su traicionado oficio de
mediadora entre la conciencia y el alma. Pues que la escala de la vida se alza y desciende
en la mediación entre el centro recóndito e invisible y todas las «envolturas» del ser. La
vida envuelve al ser abrazándolo.
Es propio de lo carnal el no mostrarse. Y se recoge, se adentra como si custodiara el
hogar indispensable de la vida. Se repliega como tapiz y aun como velo en las secretas
cámaras de las entrañas. Especie de grutas las vísceras en que se destila el fuego sutil y la
humedad, y a modo de templos, también donde el aire se disocia, en la continua acción
milagrosa que se revela cuando el milagro en un solo instante no se realiza. Se pliega al
milagro, pues, y lo mantiene. y su misma forma aparece como algo sacro, escondido, no
propio para darse a ver; como fuente y vaso de la generación que conserva al ser individual
y va más allá de él, de su vida, para verterse en el nacimiento de otros seres, análogos, mas
ya otros, distintos; ellos mismos.
Y entonces es cuando se hace apelación por una música marcial, por una palabra
espoleadora, de la fuerza de la sangre para que adueñándose de las entrañas las lance hacia
la muerte, para que la vida entre en la muerte con todas sus armas, en guerra. En una guerra
victoriosa siempre aunque se gane la vida, aunque se gane la muerte. Como si este
específico valor que sale de las vísceras le hubiera sido indispensable al varón y, hasta por
analogía o emulación, a la mujer, para ganarse al par vida y muerte en un solo tiempo, se
caiga del lado que se caiga. Es la victoria primaria sobre el terror, aunque en ella no faltaran
la moral y hasta la motivación ideológica, la finalidad trascendente en algunos casos que
abrigándolo enseñoreaba al hombre del terror y le permitía servirse de él sin borrarlo
enteramente. Llevado a su extremo, un desafío del que la jactancia se alimenta luego
estableciéndose.
Era la rotura del hermetismo que el terror trae consigo, de ese su fondo que no se ha
disuelto, venciéndolo sólo arrebatadamente.
Ya que las formas elementales de alejar el terror, de no dejarse poseer por él, se
constituyen siempre en un delirio. Un delirio se constituye en una especie de segundo
cuerpo que se le opone. De alguna manera «se hace» un cuerpo nuevo más ardiente, en una
especie de frenesí que puede llegar al delirio ávido de sangre, ávida la persona que lo sufre
de muerte, dispuesta a arrojarse a ella como a la hoguera. Y así las furias que destrozaron a
Orfeo dispersan por antagonista la presencia luminosa, inerme, poética.
El frenesí de hoy dado en la droga, haciendo él mismo también de droga. Frenético
delirio razonado de la droga, y el cuerpo invisible del instigador que se arroja ávido de
devorar, mas no de una vez, sino a pedazos, la presencia luminosa y nueva, lo que está al
nacer, el joven de hoy, el blanco adolescente, luminoso e inerme. El prometido. El
prometido mismo, fruto de la poesía, criatura preferida del instigador de hoy. Pues que si
fuera la promesa el blanco fijado bastaría arrancársela. Mas es él, él mismo, prometido por
entero, humana encarnación del amor preexistente.
V
La condición carnal aparece siempre revestida. ¿Proceden acaso de ella las
imágenes de la vida, la fantasía con que aparece todo lo viviente, y la necesidad imperiosa
de representación? Porque todo lo viviente se representa a sí mismo, no se queda en
presentarse simplemente. La representación, ¿procede pues de la vida? Ya que del ser, de
ese ser que todo lo viviente de algún modo adora, procedería solamente la presencia. El ser
se presenta y se oculta, a través de todo revestimiento, imponiéndose.
Le está negado al hombre por la naturaleza toda investidura, plumas, pelaje,
escamas, el lujo en fin. Ese lujo en que el animal feliz, sólo por ello, se muestra asimilado
al cosmos, cosmos él mismo, y el hombre no puede soportarlo, desposeído como anda de
esta presencia cósmica. Y da terror él, el hombre y lo sufre, lo sufriría solamente por eso.
Ya que al ser así, un vacío le separa de todos los demás seres, plantas y animales, que por
simple nacimiento responden a la llamada del sol, a la blancura de la luz lunar, a la aurora,
y al ocaso; a las figuras de las constelaciones, hasta parecer que sean del orden del
firmamento y al par terrestres, sin escisión alguna. No son portadores del vacío que la
presencia del hombre, y más si es blanco, esparce, como una primera sombra sutil,
invisible, más sensible que arroja desde sí. Y ha de revestirse, mas no simplemente para
borrar este vacío que le acompaña; no puede hacerlo inocentemente para ser al modo de las
demás criaturas, en quienes tan naturales resultan los más fantásticos atavíos. Y con ellos,
con sus indescifrables atavíos, el terror y el amor que inspiran según esas dos leyes, o esa
única ley dual del terror y del amor, que rige la vida que nos envuelve.
Y hace pensar que se trata de una única ley manifestadora de la condición de los
seres que conocemos, esta convertibilidad que amor y terror guardan entre sí, hasta el punto
de que ciertos terrores se descifren como una llamada amorosa de la criatura no amada que
se presenta tenazmente en sueño y vigilia. Y del terror que el amor mismo inspira,
interponiéndose entre los que se aman. Y ese terror que recubre la sensibilidad y el sentir
impermeabilizándolos, cárcel del que sufre por amor sin poder darlo ante el impenetrable
vacío del ser amado, única respuesta.
¿Procede el terror de la vida, de lo viviente del ser, o es acaso del ser al despertar el
viviente a una vida más alta, del ser inaccesible, hermético?
Se podría preguntar en términos de mitología griega si Hermes, el dios que siega la
vida y la conduce hacia allá, viene como emisario del ser. Si es del ser de donde la vida
recibe su muerte, como parece desprenderse del mutismo de la Mitología y del silencio de
la mayor parte de los filósofos, roto, cierto es, por los estoicos, y afrontado en plenitud por
Platón, filósofo del eros mediador.
Y entonces, también habría que preguntarse si el amor procede del ser o de la vida
por separado. Mas preguntar no se puede cuando se siente y se sabe que el amor procede al
par del ser y de la vida, y los une en nupcias múltiples. Que el amor es nupcial siempre que
por él el ser viviente se encamine y por algún instante viva la perdida unidad entre el ser y
la vida.
Mas, ¿puede el amor —el «eros» al modo platónico— abandonar la condición
carnal? Sin duda alguna que fue indispensable que así se pensara, aunque como se sabe, no
tan de prisa. Quedaba la belleza mediadora.
I
CLAROS DEL BOSQUE
El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar; desde la
linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es
otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir hasta donde vaya
marcando su voz. Y se la obedece; luego no se encuentra nada, nada que no sea un lugar
intacto que parece haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará así. No hay
que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay
que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos. Nada determinado, prefigurado,
consabido. Y la analogía del claro con el templo puede desviar la atención.
Un templo, mas hecho por sí mismo, por «Él», por «Ella» o por «Ello», aunque el
hombre con su labor y con su simple paso lo haya ido abriendo o ensanchando. La humana
acción no cuenta, y cuando cuenta da entonces algo de plaza, no de templo. Un centro en
toda su plenitud, por esto mismo, porque el humano esfuerzo queda borrado, tal como
desde siempre se ha pretendido que suceda en el templo edificado por los hombres a su
divinidad, que parezca hecho por ella misma, y las imágenes de los dioses y seres
sobrehumanos que sean la impronta de esos seres, en los elementos que se conjugan, que
juegan según ese ser divino.
Y queda la nada y el vacío que el claro del bosque da como respuesta a lo que se
busca. Mas si nada se busca, la ofrenda será imprevisible, ilimitada. Ya que parece que la
nada y el vacío —o la nada o el vacío— hayan de estar presentes o latentes de continuo en
la vida humana. Y para no ser devorado por la nada o por el vacío haya que hacerlos en uno
mismo, haya a lo menos que detenerse, quedar en suspenso, en lo negativo del éxtasis.
Suspender la pregunta que creemos constitutiva de lo humano. La maléfica pregunta al
guía, a la presencia que se desvanece si se la acosa, a la propia alma asfixiada por el
preguntar de la conciencia insurgente, a la propia mente a la que no se le deja tregua para
concebir silenciosamente, oscuramente también, sin que la interruptora pregunte la suma en
la mudez de la esclava. Y el temor del éxtasis que ante la claridad viviente acomete hace
huir del claro del bosque a su visitante, que se torna así intruso. Y si entra como intruso,
escucha la voz del pájaro como reproche y como burla: «me buscabas y ahora, cuando te
soy al fin propicio, te vuelves a ese lugar donde respirar no puedes», o algo por ese estilo
suena en su desigual canto. Y un cierto sosiego puede procurar ese reproche y esa burla. En
la escena de las bodas, único momento en que Dante encuentra cara a cara a Beatriz, la ve
burlarse al modo de una dama sin más, con sus amigas, de la turbación que el enamorado
sin par experimenta al verla de cerca y al poder servirla inesperadamente. Y huye a la pieza
vecina, y el amigo introductor —guía— le pregunta por la causa de tanta turbación. Io
tenni li piedi en quella parte del avita di la de la quale non si puote ire piü per
intendimento di ritornare.
Y aparece luego en el claro del bosque, en el escondido y en el asequible, pues que
ya el temor del éxtasis lo ha igualado, el temblor del espejo, y en él, el anuncio y el final de
la plenitud que no llegó a darse: la visión adecuada al mirar despierto y dormido al par, la
palabra presentida a lo más. Se muestra ahora el claro como espejo que tiembla, claridad
aleteante que apenas deja dibujarse algo que al par se desdibuja. Y todo alude, todo es
alusión y todo es oblicuo, la luz misma que se manifiesta como reflejo se da oblicuamente,
mas no lisa como espada. Ligeramente se curva la luz arrastrando consigo al tiempo. Y no
se olvidará nunca que la curvatura de luz y tiempo no es castigo, o que no lo es solamente,
sino testimonio y presencia fragmentada de la redondez del universo y de la vida, y que el
temblor es irisación de la luz que no deja de descender y de curvarse en todo recoveco
oscuro, que se insinúa así, ya que directamente no puede sin violencia arrolladora
permitirse entrar en nuestro último rincón de defensa. Y los colores mismos nacen para
hacernos la luz asequible. Y el Iris resplandece, antes que arriba en los cielos, abajo entre lo
oscuro y la espesura, creando así un imprevisible claro propicio.
Brillan los colores sosteniéndose hasta el último instante de un desvanecimiento en
el juego del aire con la luz, y del cielo que apenas perceptiblemente se mueve. Un cielo
discontinuo, él mismo un claro también.
Y los colores sombríos aparecen como privilegiados lugares de la luz que en ellos se
recoge, adentrándose para luego mostrarse junto con el fuego en la rama dorada que se
tiende a la divinidad que ha huido o que no ha llegado todavía. Y así son breves los
detenimientos del amigo del bosque. Un doble movimiento lo reclama sobreponiéndose: el
de ir a ver y el de llegarse hasta el límite del lugar por dónde la divinidad partió o la
anunciaba. Y luego hay que seguir de claro en claro, de centro en centro, sin que ninguno
de ellos pierda ni desdiga nada. Todo se da inscrito en un movimiento circular, en círculos
que se suceden cada vez más abiertos hasta que se llega allí donde ya no hay más que
horizonte.
Alguna figura en esta lejanía anda a punto de mostrarse al borde de la corporeidad,
o más bien más allá de ella, sin ser un esquema ni un simple signo. Figuras que la visión
apetece en su ceguera nunca vencida por la visión de una figura luminosa ni por esplendor
alguno. Algún animal sin fábula mira desde esta lejanía. Algún jirón se desprende de una
blancura no vista, algo, algo que no es signo. Nada es signo, como si se vislumbrase un
reino donde lo que significa y lo significado fuera uno y lo mismo, donde el amor no tiene
que ser sostenido ni la naturaleza ande como oveja perdida o sorprendida que se aparece y
se esconde. Y la luz no se refleja ni se curva ni se extiende. Y el tiempo sin derrota no
transcurre, allá lejos donde se enuncia el centro al que espejan en instantes los claros de
este bosque.
Y la visión lejana del centro apenas visible, y la visión que los claros del bosque
ofrecen, parecen prometer, más que una visión nueva, un medio de visibilidad donde la
imagen sea real y el pensamiento y el sentir se identifiquen sin que sea a costa de que se
pierdan el uno en el otro o de que se anulen.
Una visibilidad nueva, lugar de conocimiento y de vida sin distinción, parece que
sea el imán que haya conducido todo este recorrer análogamente a un método de
pensamiento.
Todo método salta como un «Incipit vita nova» que se nos tiende con su inajenable
alegría. Se oye el alleluia en el Discurso cartesiano. El resonar del voto aceptado al
descubrir la «Clarté» a la oscura sacra Madona de Loreto. Mas lo que se vislumbra, se
entrevé o está a punto de verse, y aun lo que llega a verse, se da aquí en la discontinuidad.
Lo que se presenta de inmediato se enciende y se desvanece o cesa. Mas no por ello pasa
simplemente sin dejar huella. Y lo entrevisto puede encontrar su figura, y lo fragmentario
quedarse así como nota de un orden remoto que nos tiende una órbita. Una órbita que
menos aún que ser recorrida puede ser vista. Una órbita que solamente se manifiesta a los
que fían en la pasividad del entendimiento aceptando la irremediable discontinuidad a
cambio de la inmediatez del conocimiento pasivo con su consiguiente y continuo padecer.
Todo método es un «Incipit vita nova» que pretende estilizarse. Lo propio del
método es la continuidad, de tal manera que no sabe pensar en un método discontinuo. Y
como la conciencia es discontinua —todo método es cosa de la conciencia— resulta la
disparidad, la no coincidencia del vivir conscientemente y del método que se le propone.
Surge todo método de un instante glorioso de lucidez que está más allá de la
conciencia y que la inunda. Ella, la conciencia, queda así vivificada, esclarecida, fecundada
en verdad por ese instante. Si el método se refiere tan sólo al Conocimiento objetivo, viene
a ser un instrumento, lógico al fin y sin remedio, aunque vaya más allá del «Organon»
aristotélico. Y queda entonces como instrumento disponible a toda hora. Mas no a toda hora
el pensamiento sigue la lógica formal ni ninguna otra por material que sea. La conciencia se
cansa, decae y la vida del hombre, por muy consciente que sea y por muy amante del
conocer, no está empleada continuamente en ello. Y queda así desamparado el ser, queda
librado a todo lo demás que en sí lleva, y que si ha sido avasallado, amenaza con la rebelión
solapada y con la simple y siempre al acecho inercia.
Y así sólo el método que se hiciese cargo de esta vida, al fin desamparada de la
lógica, incapaz de instalarse como en su medio propio en el reino del logos asequible y
disponible, daría resultado. Un método surgido de un «Incipit vita nova» total, que
despierte y se haga cargo de todas las zonas de la vida. Y todavía más de las agazapadas
por avasalladas desde siempre o por nacientes. Un método así no puede tampoco pretender
la continuidad que a la pretensión del método en cuanto tal pertenece. Y arriesga descender
tanto que se quede ahí, en lo profundo, o no descender bastante o no tocar tan siquiera las
zonas desde siempre avasalladas, que no necesariamente han de pertenecer a ese mundo de
las profundidades abisales, de los ínferos, que pueden, por el contrario, ser del mundo de
arriba, de las profundidades donde se da la claridad. Mas, ¿cómo sostenerse en ella?
¿Qué significa en verdad este «Incipit vita nova», que todo método, por
estrictamente lógico, instrumental que sea trae consigo? No puede responder más que a la
alegría de un ser oculto que comienza a respirar ya vivir, porque al fin ha encontrado el
medio adecuado a su hasta entonces imposible o precaria vida. Los ejemplos del método
cartesiano, y antes del encuentro de San Agustín con su evidencia, con la verdad que
vivifica su corazón —centro de su ser entero— vienen por sí mismos. Y la «Vita Nova» de
Dante, enigmático breviario sinuoso, espiral que avanza y retrocede para en un instante
recobrarse por entero. ¿No son todos ellos la repercusión de un instante, de un único
instante que se perpetúa discontinuamente, a punto de perderse salvándose porque sí y, por
lo que al sujeto hace, por una fidelidad sin desfallecimiento? Es un centro, pues, que ha
sido despertado, centro de la mente tan sólo —si es que los métodos estrictamente
filosóficos de Aristóteles y de Cartesio lo son como se suele creer. Y centro del ser cuando
el amor entra en juego declaradamente. Y cuando entra en juego, declarado o sin declarar,
es lo que decide. Y entonces se arriesga (pues que desde hace siglos, o desde el principio de
la cultura llamada de Occidente, la mística está en entredicho) que se piense que ronda la
mística o que recae en ella. Y si el veredicto es más leve, que es cosa de poesía, por tanto
tal equívoco, que sería el método de un vivir poético. Y nada habría que objetar si por
poético se entendiera lo que poético, poema o poetizar quieren decir a la letra, un método
más que de la conciencia, de la criatura, del ser de la criatura que arriesga despertar
deslumbrada y aterida al mismo tiempo.
Y se recorren también los claros del bosque con una cierta analogía a como se han
recorrido las aulas. Como los claros, las aulas son lugares vacíos dispuestos a irse llenando
sucesivamente, lugares de la voz donde se va a aprender de oído, lo que resulta ser más
inmediato que el aprender por letra escrita, a la que inevitablemente hay que restituir acento
y voz para que así sintamos que nos está dirigida. Con la palabra escrita tenemos que ir a
encontrarnos a la mitad del camino. Y siempre conservará la objetividad y la fijeza
inanimada de lo que fue dicho, de lo que ya es por sí y en sí. Mientras que de oído se recibe
la palabra o el gemido, el susurrar que nos está destinado. La voz del destino se oye mucho
más de lo que la figura del destino se ve. Y así se corre por los claros del bosque
análogamente a como se discurre por las aulas, de aula en aula, con avivada atención que
por instantes decae —cierto es— y aun desfallece, abriéndose así un claro en la continuidad
del pensamiento que se escucha: la palabra perdida que nunca volverá, el sentido de un
pensamiento que partió. Y queda también en suspenso la palabra, el discurso que cesa
cuando más se esperaba, cuando se estaba al borde de su total comprensión. Y no es posible
ir hacia atrás. Discontinuidad irremediable del saber de oído, imagen fiel del vivir mismo,
del propio pensamiento, de la discontinua atención, de lo inconcluso de todo sentir y
apercibirse, y aun más de toda acción. Y del tiempo mismo que transcurre a saltos, dejando
huecos de atemporalidad en oleadas que se extinguen, en instantes como centellas de un
incendio lejano. Y de lo que llega falta lo que iba a llegar, y de eso que llegó, lo que sin
poderlo evitar se pierde. Y lo que apenas entrevisto o presentido va a esconderse sin que se
sepa dónde, ni si alguna vez volverá; ese surco apenas abierto en el aire, ese temblor de
algunas hojas, la flecha inapercibida que deja, sin embargo, la huella de su verdad en la
herida que abre, la sombra del animal que huye, ciervo quizá también él herido, la llaga que
de todo ello queda en el claro del bosque. Y el silencio. Todo ello no conduce a la pregunta
clásica que abre el filosofar, la pregunta por «el ser de las cosas» o por «el ser» a solas, sino
que irremediablemente hace surgir desde el fondo de esa herida que se abre hacia dentro,
hacia el ser mismo, no una pregunta, sino un clamor despertado por aquello invisible que
pasa sólo rozando. «¿Adónde te escondiste?...» A los claros del bosque no se va, como en
verdad tampoco va a las aulas el buen estudiante, a preguntar.
Y así, aquel que distraídamente se salió un día de las aulas, acaba encontrándose por
puro presentimiento recorriendo bosques de claro en claro tras del maestro que nunca se le
dio a ver: el Único, el que pide ser seguido, y luego se esconde detrás de la claridad. Y al
perderse en esa búsqueda, puede dársele el que descubra algún secreto lugar en la
hondonada que recoja al amor herido, herido siempre, cuando va a recogerse.
II
EL DESPERTAR
LA PREEXISTENCIA DEL AMOR
EL DESPERTAR
El despertar privilegiado no ha de tener lugar necesariamente desde el sueño. Puesto
que sueño y vigilia no son dos partes de la vida, que ella, la vida, no tiene partes, sino
lugares y rostros. Y así del sueño y de ciertos estados de vigilia se puede despertar de este
privilegiado modo que es el despertar sin imagen.
Despertar sin imagen ante todo de sí mismo, sin imágenes algunas de la realidad, es
el privilegio de este instante que puede pasar inasiblemente dejando, eso sí, la huella; una
huella inextinguible, mas que no se sabe descifrar, pues que no ha habido conocimiento. Y
ni tan siquiera un simple registrar ese haber despertado a este nuestro aquí, a este espaciotiempo
donde la imagen nos asalta. El haber respirado tan solo en una soledad privilegiada
a orillas de la fuente de la vida. Un instante de experiencia preciosa de la preexistencia del
amor: del amor que nos concierne y que nos mira, que mira hacia nosotros.
Un despertar sin imagen, así como debemos de estar cuando todavía no hemos
aprendido nuestro nombre, ni nombre alguno. Ya que el nombre está ligado a la normal
condición humana, a la imagen o al concepto o a la idea. Y el nombre sin nada de ello no se
nos ha dado. El de «Dios» sabe a concepto, el del Amor, fatalmente también; y el amor del
que aquí se trata no es un concepto, sino (ya que imposible es al nombrarlo no dar un
concepto) una concepción. Una concepción que nos atañe y que nos guarda, que nos vigila
y que nos asiste desde antes, desde un principio. Y esto no se ve claro, se desliza este sentir
sin llegar a ascender a saber, y se queda en lo hondo, casi subterráneo, viniendo de la fuente
misma; de la fuente de la vida que sigue regando oculta, de la escondida, de la que no se
quiere saber «do tiene su manida», aunque la noche se haya retirado en este instante del
privilegiado despertar.
EL NACIMIENTO Y EL EXISTIR
Se nace, se despierta. El despertar es la reiteración del nacer en el amor
preexistente, baño de purificación cada despertar y trasparencia de la sustancia recibida que
así se va haciendo trascendente.
Y la existencia surgida de la pretensión de ser por separado deslumbra y ofusca al
individuo naciente que sin ella sería como una aurora. Se rompe la niñez y aparece el
adolescente desconocido, la incógnita que juega a serlo, que juega a serse. Se toma la
libertad a costa de su propio nacimiento, y así apaga o empalidece, al menos, su aurora.
Aparece la conciencia de todo y de sí mismo ante todo. El yo sí mismo se alza y pretende
erigirse en ser y medida de todo lo que ve y de lo que así él mismo se oculta. Se muestra y
se oculta el existente, él, por sí mismo; es su libertad que ejercita y afila como un arma
contra todo lo que se le opone. Y todo, y más todavía del todo, puede oponérsele. Y que
solamente en la fatiga, y más venturosamente en el olvido de ese ejercicio, el que inaugura
su libertad como suya, su profundidad, puede vislumbrar y ver y sentir. Y esto, ver y sentir,
percibir, le vuelve al amor preexistente. Mas teme hundirse en su acogida, en su blandura.
Pues que por nacer y para nacer no hay lucha, sino olvido, abandono al amor, como los
místicos proponen, los místicos del «nacimiento». Y aun los de la nada, que piden el
nacimiento a la nada intercesora con lo divino, intercesora nada la de un Miguel de
Molinos. La libertad se hace así impensable; la libertad inmediata, que el obstinado sólo en
existir descubre y la usa como coraza, la cree invulnerable. Así el adolescente, ese enigma
que surge, mientras se afinca en serlo, en no ir más allá. En disponer de sí mismo antes de
que el amor disponga de él. Y se vuelca en la «libertad de amar», que le niega al amor,
asfixiado así por su propia libertad, que sólo es suya, que no se comparte, porque no está ni
viene desde lo alto. Desde el cielo de la alta libertad que sostiene y atrae el nacimiento y
guía su muerte. Sólo da vida lo que abre el morir.
Despertar naciendo o despertar existiendo es la bifurcación que inicialmente se le
ofrece al ser humano. Y el existir lo arranca del amor preexistente, de las aguas primeras de
la vida y del nido mismo donde su ser nace invisiblemente para él, mas no insensiblemente.
Todo le afecta en ese estado, un todo que, si se deja, se irá desplegando. Y él, el que nace
en cada despertar, surgiría, por levemente que fuese, en una especie de ascensión que no le
extrae de este su primer suelo natal, en ese lugar primero que parece sea como un agua
donde el ser germina, al que no se puede llamar naturaleza, sino quizá simplemente lugar
de vida. Mas el ímpetu del existir se precipita con la velocidad propia de lo que carece de
sustancia y aun de materia, de lo que es sólo un movimiento que va en busca de ellas y
arranca al ser que despierta de ese su alentar en la vida. Y aun antes de abrirse a la visión,
se ve arrastrado hacia la realidad, lo que lo pone frente a ella, a que se las vea con ella. Y
con el tiempo que se mueve, y al que él, el hombre, ya por fuerza ha de medir. Y la luz
tendrá que ser por el ser humano reducida. Y si por un instante la recibe, él, ya sujeto de
acción y del indispensable conocimiento, la reducirá a una luminosidad lo más homogénea
posible, que a su vez reduce seres y cosas a lo que de ellos hace falta solamente para ser
recibidos nítidamente. Ser percibido para ser fijado como meta o como obstáculo que se
interpone. Y el milagro que entra por los ojos cuando la luz entera se presenta será tenido
por deslumbramiento, del que hay que huir y hundir en el olvido. Y así el olvidar
desconociendo comienza. Y se irá, si el ímpetu hecho ya exigencia de existir prevalece, se
irá abriendo el abismo del olvido que condena corriendo tras del cuidado con creciente
afán. Y del afán llega a la lucha por fatalidad el que se da a existir olvidándose de cuánto
debe al nacimiento. Y la lucha por necesidad, y por ventura a veces, se vierte en agonía, en
verdadera agonía, ya que es imposible abolir el nacimiento y su promesa. La promesa de
ser concebido y de irse al par concibiendo enteramente, aunque no se vea el término, ni la
meta. Fin y principio están unidos indisolublemente en el que se da a nacer, recogiendo de
cada despertar lo que se le ofrece sin lucha. No hay lucha en dejarse alzar desde el
insondable mar de la vida. Y no se sabe si es en su profundidad o en su superficie donde
llega la centella del fuego que es al par luz, que es lo que puede mover enteramente la
respiración. Una centella del fuego que no abrasa, aunque traiga a veces pena, la fatiga de
respirar por entero como si el respirar todo de la vida atravesara ese ser que entra en ella. Y
la respiración se acompasa por esta luz que viene como destinada al que abre por ella los
ojos. El que así alienta al encuentro de la luz es alumbrado por ella, sin sufrir
deslumbramiento. Y de seguir así sin interrupción. vendría él a ser como una aurora.
LA INSPIRACIÓN
Lo primero en el respirar ha de ser la inspiración, soplo que luego se da en un
suspiro, pues que en cada expiración algo de ese primer aliento recibido permanece
alimentando el fuego sutil que encendió. Y el suspirar parece que vaya a restituirlo, lavado
ya por el fuego mismo que ha sustentado, el fuego invisible de la vida que aparece ser su
sustancia. Una sustancia formada a partir de la inspiración primera en el inicial respiro, y
que inasible encadena al individuo que nace con el respirar de la vida toda y de su
escondido centro. Y a imagen e imitación de ese centro de la vida y del ser, el respirar se
acompasa según su propio ritmo, dentro de los innumerables ritmos que forman la esfera
del ser viviente. Mas el ser, obligado a ser individualmente, se quedará en un cierto vacío
de una parte y a riesgo de no poder respirar de otra, entre el lleno excesivo y el vacío. Y
tendrá que esforzarse para respirar oprimido por la demasiada densidad de lo que le rodea,
la de su propio sentir, la de su propio pensamiento, la de su sueño que mana sin cesar
envolviéndole. y suspira entonces llamando, invocando un retorno más poderoso aun que el
de la primera inspiración, que atraviese ahora, en el instante mismo, todas las capas en que
está envuelto su escondido arder, que por él se sostienen. Una nueva inspiración que lo
sustente a él, a él mismo y a todo lo que sobre él pesa y se sustenta.
EL DESPERTAR DE LA PALABRA
Indecisa, apenas articulada, se despierta la palabra. No parece que vaya a orientarse
nunca en el espacio humano, que va tomando posesión del ser que despierta lenta o
instantáneamente. Pues que si el despertar se da en un instante, el espacio le acomete como
si ahí le hubiese estado aguardando para definirle, para hacerle saber que es un ser humano
sin más. Mientras el fluir temporal, en retraso siempre, se queda apegado al ser que
despierta envuelto en su tiempo, en un tiempo suyo que guarda todavía sin entregarlo, el
tiempo en el que ha estado depositado confiadamente. y la palabra se despierta a su vez
entre esta confianza radical que anida en el corazón del hombre y sin la cual no hablaría
nunca. Y aún se diría que la confianza radical y la raíz de la palabra se confundan o se den
en una unión que permite que la condición humana se alce.
Es de dócil condición la palabra, lo muestra en su despertar cuando indecisa
comienza a brotar como un susurro en palabras sueltas, en balbuceos, apenas audibles,
como un ave ignorante, que no sabe dónde ha de ir, mas que se dispone a levantar su débil
vuelo.
Viene a ser sustituida esta palabra naciente, indecisa, por la palabra que la
inteligencia despierta profiere como una orden, como si tomara posesión ella también, ante
el espacio, que implacablemente se presenta y ante el día, que propone una acción
inmediata que cumplir, una en la que entra toda la serie de las acciones. Palabras cargadas
de intención. Y la palabra primera se recoge, vuelve a su silencioso y escondido vagar,
dejando la imperceptible huella de su diafanidad. Mas no se pierde. Como un balbuceo,
como un susurrar de la inextinguible confianza atravesará las series de las palabras dictadas
por la intención, soltándolas por instantes de sus cadenas.
Y en esta breve aurora se siente el germinar lento de la palabra en el silencio. En el
débil resplandor de la resurrección la palabra al fin se desprende dejando su germen intacto,
que en el débil clarear de la libertad se anunciaba un instante antes de que la realidad
irrumpiese. Y quedaba así luego la realidad sostenida por la libertad y con la palabra en
vías de decirse, de tomar cuerpo. La palabra y la libertad anteceden a la realidad extraña,
irruptora ante el ser no acabado de despertar en lo humano.
LA PRESENCIA DE LA VERDAD
Cuando la realidad acomete al que despierta, la verdad con su simple presencia le
asiste. Y si así no fuera, sin esta presencia originaria de la verdad, la realidad no podría ser
soportada o no se presentaría al hombre con su carácter de realidad.
Pues la verdad llega, viene a nuestro encuentro como el amor, como la muerte y no
nos damos cuenta de que estaba asistiéndonos antes de ser percibida, de que fue ante todo
sentida y aun presentida. Y así, su presencia es sentida como que al fin ha llegado, que al
fin ha aparecido. Y que ésta su aparición se ha ido engendrando oscura, secretamente, en lo
escondido del ser en sueños, como promesa de revelación, garantía de vida y de
conocimiento, desde siempre. La preexistencia de la verdad que asiste a nuestro despertar, a
nuestro nacimiento. Y así, despertar como reiteración del nacer es encontrarse dentro del
amor y, sin salir de él, con la presencia de la verdad, ella misma.
Y al mantenerse como ella misma, la verdad con su asistencia comienza a hacerse
sentir invulnerable. Y al que tan inerme despierta que algo se le presente invulnerable le
despierta temor. Le descubre su vulnerabilidad; lo descubre. Pues que con sólo que se
sienta al descubierto, por levemente que sea, al despertar, teme, se retrae, tiende a
esconderse, a retornar a su antro de ser escondido. Ya que el hombre es un ser escondido en
sí mismo, y por ello obligado y prometido a ser «sí mismo», lo que le exige comparecer. Y
entonces, al sentir ese algo invulnerable que le aguarda, teme y se dispone, retrayéndose a
su escondido ser, a ser él, él mismo, sin acabar de despertar lo que se reitera siempre, en lo
más avanzado del conocimiento y del ejercicio de la visión, en ese movimiento que hace
hasta físicamente el que de verdad quiere ver: se echa hacia atrás y hacia adentro para mirar
desde un recinto. Y en ese recinto, que es ya un lugar, el suyo, se dispone —y más aun si ya
cree conocer— a alzar un castillo. Un castillo que llegará a ser de razones, un castillo
artillado, cuando a tal desarrollo haya llegado para defenderse ante la verdad en principio.
Y la verdad, invulnerable como es, tal como se le presentó primeramente, resiste, le resiste.
Mas el hombre puede aun más ante ella, puede sin proponérselo y aun pasándole
inadvertido, ir contra ella, armado de ciencia. Y así la pura, invulnerable, inviolable
presencia de la verdad que se dio, que se presentó ante él, no será ya nunca vista de ese
modo inicial. Y habrá perdido aquel que, tocado por el amor que la verdad invulnerable
inspira, se defiende ante ella, ahincándose en el temor primero de ser un iniciado por la
verdad, un conducido por ella.
Y le preguntará, éste que dejó perder la verdad o huyó de ser iniciado por la verdad,
le preguntará a ella misma; preguntará y se preguntará infatigablemente hasta ser poseído
por el preguntador, hasta convertirse él mismo en eso, en una pregunta. Surgirá la Esfinge
mitológica ante la que Edipo se vio en un instante, ante ella, ante su pregunta, que tan
sabiamente contestó, mas sin caer en la cuenta de que su respuesta de nada le valía, de que
su saber se refería tan sólo a algo general —» el hombre» dijo, como se sabe— mas que se
trataba de saberse él, él mismo, en lo escondido de su ser. Y así siguió de escondido, hasta
que sin valimiento alguno se vio al descubierto. Y apenas había nacido, apenas despertado.
La verdad tan sólo se da, sin temor y con temor ala vez, con temor siempre, al que se queda
palpitante, inerme ante ella, «toda ciencia trascendiendo». Y al reencontrarse así con ella,
ya no teme, pues que no está ante ella; va con ella y la sigue; sigue a la verdad que es lo que
ella pide.
EL SER ESCONDIDO - LA FUENTE
Desde siempre el ser ha estado escondido y por ello, se ha preguntado el hombre a
sí mismo acerca de él y ha preguntado. ¿Habría sido así acaso si él, el ser humano, no
hubiera sentido en sí, dentro de sí un ser, el suyo escondido? Y aun si no se hubiese visto
—un tanto ya desde afuera— como un ser escondido. Y así, el conocimiento que busca
nace del anhelo de darse a conocer, que acompañará siempre a las formas más
objetivamente logradas del conocimiento.
Y en cada despertar el ser recibido sin duda desde antes, el ser preexistente, emerge,
por no decir que está a punto de revelarse como llamado por una luz que no ve, por una luz
que lo toca y se derrama hasta una cierta profundidad en ese lugar, nido quizá, donde
alienta. Y que le anuncia el padecer y la gracia de la luz. Pues que la luz, tanto o más aún
que el espacio y el tiempo, es un «a priori» del ser humano o del ser de todas las criaturas
seguramente.
Y así los movimientos más recónditos y esenciales del ser humano —del humano, al
menos— si consumen tiempo y proponen un espacio cualitativo cuando de movimientos
del ser se trata, se dan en función de la luz, una luz que le llega y que le despierta y que
tiene que ser a su vez anhelada, una luz de la que tiene que ir al encuentro. Y por un leve,
fácilmente inadvertido instante, el encuentro se verifica; sería cosa de llamarlo revelación,
por mínimamente que sea, chispa encendida de la revelación que todo ser escondido
apetece. Pues que es más que fundamental «orexis» apetito del ser, la de darse en la luz que
lo revele, que lo sostenga y, más todavía, que lo sustente, como si fuera su alimento. Y así
esa paz que se derrama del ser unido con su alma, esa paz que proviene de sentirse al
descubierto y en sí mismo, sin irse a enfrentar con nada y sin andar con la existencia a
cuestas. Y la ligereza de sentirse sustentado, sin flotar a la merced de la vida, de la
inmensidad de la vida, sin sentir ni la propia limitación, ni tan siquiera su ilimitación, lejos
de como se siente cuando de algún modo, flota en el océano de la vida, sin sustento.
Y luego, cuando así se ha despertado de mañana, o en el centro mismo de la noche,
por esta luz que se enciende sin que sepa cómo en la oscuridad, se recae; recae este ser
escondido, vuelve a esconderse ya ello asiste, si hay ya conciencia, sin poder evitarlo. Mas
después advierte que le ha sido evitado el flotar a solas en el océano de la vida; lo advertirá
porque ya irá a su oscuro lugar donde brota, tímida, la fuente, la fuente por escaso que sea
su caudal, de la vida. Y ya no se quedará sin sustento. Y el ser escondido alentará de nuevo
en una vida recóndita, junto a la fuente de la que no siempre ni en toda ocasión necesaria
podrá beber. Sufrirá de sed y de oscuridad, sin duda. Mas el vivir humanamente, parece ser
que sea eso, que consista en eso, en un anhelar y apetecer apaciguados por instantes de
plenitud en el olvido de sí mismo, que los reavivan luego, que los reencienden. y así
seguirá, a lo que se vislumbra, inacabablemente.
EL TIEMPO NACIENTE
Un tiempo que brota sin figura ni aviso, que no mide movimiento alguno ni parece
que haya venido a eso. Y que, al no tener figura, de nada puede ser imagen. Un tiempo que
no alberga ningún suceso, ni se le nota que vaya a ser sucesivo, ni tampoco a seguir ni a
detenerse. Un tiempo solo, naciente en su pureza fragante como un ser que nunca se
convertirá en objeto; divino.
Un «ser», en cierto modo, que es una pulsación, una presencia pura que palpita;
vida.
Algo inasible, soplo, respiro. Presencia que no se exterioriza, dentro y fuera del que
así lo siente despertando y que no pide ni ofrece ni tampoco se niega a ser vista. Pues que
se la siente al par que uno mismo desde lo hondo se siente. Un sentir y un sentirse
recogidamente. Una herida sin bordes que convierte al ser en vida. Surge en la inmediatez
que con el ser no cabe en lo humano ni en ningún ser viviente. Un ilimitado don, una
prenda recibida como si fuera propia, este palpitar que no es ser ni solamente vida, sino
vivir ya y desde ahora, ¿desde cuándo? Un aliento congénito con el nacimiento, que se
recibe desde la oscuridad y que sostiene cuando la luz de alguna manera se hace. Estaba ya
ahí este palpitar cuando al fin se abren los ojos y se mira y por él, por este aliento, la visión
puede ser sostenida, la luz aceptada sin temor: «Nació y creció sin saber —si estaba dentro
o fuera— del dios que nació con él», se lee en Río natural de Emilio Prados.
LA SALIDA - EL ALMA
Y mientras el ser que se ha recibido tiende a esconderse, un algo, alma habría que
llamarlo, tiende a salir del interior del recinto. Gran tranquilidad ha proporcionado a gran
parte de la Psicología ya otras Ciencias Humanas o del Espíritu, el prescindir de esto, que
parece que se nos da a sentir como «esta» llamada tradicionalmente alma. Sin duda por ser
un supuesto metafísico y una manifestación de la vida sin cuerpo y el soporte —igualmente
tradicional— «conditio sine qua non» de la mística, le cupo esa suerte. Su existencia
constituye un obstáculo para la razón analítica. ¿Es posible tranquilamente someter al
análisis el alma, el alma misma? Su concepto es otra cosa, puede ser analizado y aun
reconstruido como cualquier otro concepto. Pero ella, el alma, ¿cómo será analizada si no
está propiamente en nosotros, ni en otro, ni menos todavía en sí misma? ¿Cuando se ha
visto un alma ensimismada? Claro está que aquello que se ensimisma o por lo cual nos
ensimismamos tampoco se ha visto, y menos aun en esa dirección de las ciencias en que no
se busca ver. El alma se mueve por sí misma, va a solas, y va y vuelve sin ser notada, y
también siéndolo.
Y ha de ser por este singular movimiento del alma y por el modo en que lo hace
sentir por lo que la ciencia prefiere no tomarla en cuenta, al alma, ya que la psique también
se mueve y mueve, mas parece estar siempre en el mismo lugar, disponible, estática, sobre
todo eso: estática. No hace sentir ímpetu alguno de ir más allá de sí. Y aun agazapada en la
subconciencia no se extasía. Parece estar dispuesta a responder cuando se la estimula:
responde en suma a los estímulos. Y el alma no; de responder es a la llamada, a la
invocación y aun al conjuro, como tantas oraciones atestiguan de las diversas religiones
tradicionales. Parece así tener un íntimo parentesco con la palabra y con algunos modos de
la música; fundamento mismo, que se nos figura, de toda liturgia.
De condición alada y dada a partir, se conduce como una paloma. Vuelve siempre
hasta que un día se va llevándose al ser donde estuvo alojada. y así se sigue ante este suceso
a la espera de que vuelva o de que se haya posado en algún lugar de donde no tenga ya que
partir, hecha al fin una con el ser que se llevó consigo, y que este irse haya sido para ella la
vuelta definitiva al lugar de su origen hacia el que se andaba escapando tan tenazmente.
Obstinada la paloma, ¿cómo se la podría convencer de nada? Parece saber algo que no
comunica, que siendo tan afín con las palabras nunca dice. No puede decirse ella a sí
misma. Cuando falta, todo puede seguir lo mismo en el ser abandonado. Mas el ser que la
ha perdido se queda quieto, fijo, en prisión. Y ningún signo que de ella no venga le sirve
para orientarse. Ya que lo propio de la prisión es que priva al que en ella cae de toda
orientación. Cuando el prisionero encuentra un resquicio de luz, una voz, un simple punto
por donde orientarse respira y espera, se mantiene en vigilia, en vez de caer en la atonía que
produce la ausencia total de signos que orienten en el encierro, aunque de él no se haya de
salir sino un día, un cierto día.
El que despierta con ella, con esta su alma que no es propiedad suya antes de usar
vista y oído, se despliega, al orientarse se abre sin salir de sí, deja la guarida del sueño y del
no-ser: ser y vida unidamente se orientan hacia allí donde el alma les lleva. Renace. Y así el
que se despierta con su alma nada teme. Y cuando ella sale dejándole en abandono, conoce,
si no se espanta, algo, algo de la vocación extática del alma. Ese vuelo al que ningún
análisis científico puede dar alcance.
EL ABRIRSE DE LA INTELIGENCIA
En la diferencia entre la vida toda y la exigencia del existir que se da en el ser
humano, se abre la inteligencia en él, en ese su ser. No es un producto de dos contrarios, no
podría ser producto de ningún otro aspecto de la humana condición ni menos aun una
emanación de un órgano para ello facultado, que si lo hay es para servir a esa inteligencia
que ha de hallar su modo de ejercitarse. Ya que la inteligencia es acción, aunque sea pasiva.
Aun considerada, aristotélicamente, la inteligencia pasiva muestra una leve acción; la de
dejarse imprimir en modo específico, la aptitud para revelar, lo cual es sensibilidad, vida.
Vida en su forma primera. Un algo que está encerrado y abierto al par hacia afuera, para
fijarlo haciéndolo vivo. Lo propio de la acción de la sensibilidad es convertir en vida lo que
le toca; en una vida disponible ya para una mayor revelación, para un desprendimiento
incompleto siempre como propio del existente, del que aparece falto de vida porque ha de ir
hacia otra zona de la vida, de un tiempo que va colonizando, en el que se adentra
exteriorizándose al par arriesgadamente. Pues que el existente, remitiéndose a esta nueva
dimensión de la inteligencia que entiende y establece punto de partida fuera ya de su
sensibilidad o sentir inicial, arriesga vaciarse de la vida primera, de su interior indescifrado
e indescifrable, de lo que en español por fortuna puede ser nombrado entraña, de la entraña
sacra siempre, que lentamente se resiste a la claridad, cuando sobre ella se vierte como
sobre un objeto de afuera.
Como un objeto, porque la inteligencia misma corriendo de por sí establece el
dintel. Un dintel que es separación dentro del mismo ser que se dispone a entender,
especialmente cuando cree y encuentra obvio el hacerlo. y entre él mismo todavía
irrevelado y la claridad que le viene de afuera, surge esa disponibilidad, ese usar de su
inteligencia, creyéndola ya suya, apropiándosela paradójicamente al establecer la
objetividad, sin sacrificio. Sin realizar el sacrificio, lejos del amor preexistente, alejándose
de la vida recibida, del amor del que es depositario.
EL DESLIZARSE DE LAS IMÁGENES
Es múltiple la imagen siempre, aunque sea una sola. Un doble, causa de alteración
de aquel ante quien se presenta. Siempre llega, aunque se haya asistido a su formación, con
ansias de enseñorearse tal como si pidiese, ella también, existir, como escapada de un reino
donde solamente el ser y la vida caben. Mas la realidad, eso que se llama realidad, es casi
de continuo imagen. «De sí misma», podría decirse en seguida, deslizándose sobre la
aparente identidad de las hojas del fuego apagado, convertidas en río o en cascada cuando
se las ve. Cuando se las ve en esa franja que ofrece la realidad, que no puede quedarse en
ser «nuda, escueta realidad», y pide como mendiga en ocasiones, como sierva siempre, aun
cuando se imponga para completarse. Pues que la realidad que al ser humano se le ofrece
no acaba de serlo; a medias real tan sólo y, a veces, irreal por asombrosa, por sobrepasarse
a sí misma, pide. Y se es requerido constantemente por la realidad que suplica
ensoberbecida y al par sierva, algo así como si le dieran la verdad que le falta, el ser que se
quedó atrás, en la casa del Padre quizás —en algún lugar de donde salió— a la busca como
la sierpe, y arrastrándose como ella. La realidad como deseó ella misma ser, como un ansia
de fundar otro reino. Como la luna de la que no se sabe si salió, si se salió del orden del que
conserva, como hija perdonada, el tener una órbita. Mas aun así, con su órbita, no anda
entera; se disminuye, se acrecienta, se presenta en una imagen de plenitud, que no logra dar
en verdad; es sólo una imagen de plenitud, le falta la otra cara que en el sol no se echa de
ver que falte. La luna no hace sentir lo esférico de su cuerpo, ni aun su cuerpo: espejo. Y la
realidad al pedir, siempre anda así también. Es una realidad ésta que se nos concede y, al
par, nos acomete, que anda suelta. Y su órbita más que su imagen es lo que de veras pide al
hombre.
III
PASOS
MÉTODO
Hay que dormirse arriba en la luz.
Hay que estar despierto abajo en la oscuridad intraterrestre, intracorporal de los
diversos cuerpos que el hombre terrestre habita: el de la tierra, el del universo, el suyo
propio.
Allá en «los profundos», en los ínferos el corazón vela, se desvela, se reenciende en
sí mismo.
Arriba, en la luz, el corazón se abandona, se entrega. Se recoge. Se aduerme al fin
ya sin pena. En la luz que acoge donde no se padece violencia alguna, pues que se ha
llegado allí, a esa luz, sin forzar ninguna puerta y aun sin abrirla, sin haber atravesado
dinteles de luz y de sombra, sin esfuerzo y sin protección.
LAS OPERACIONES DE LA LÓGICA
LOS ÍNFEROS
«Quoniam tu flagelas et salvas, deducís ad inferos et reducís», dice el libro de
Tobías.
Dice el anciano Tobit a su Señor cuando salta su cántico ante el Arcángel Rafael:
«Quoniam tu flagelas et salvas, deducis ad inferos et reducis». Y parece imposible verter al
español una tal frase sin que pierda ninguna de sus significaciones, una especialmente: la
deducción a los ínferos, que no es ciertamente lo mismo que la conducción a ellos. No es
atribuible al genial traductor de la Vulgata la intención de manifestar que la deducción,
operación lógica, lleve a los infiernos, ni, inversamente —que sería lo mismo— que el
infierno sea algo deducido. A pesar de ello, más allá de las intenciones del autor de tal
texto, se impone el vislumbre de que a los ínferos se baje por deducción, y que ellos
mismos sean algo deducido. Y que por consiguiente, la vuelta de ellos sea una inducción
sin que deje de ser al par una reducción.
La tranquilizadora operación deductiva o el más seguro camino abierto a la mente
por la Lógica formal, ¿es entonces una fatalidad, una fatal declinación? Y la inducción, la
modesta y segundona inducción, un arrancar algo sumergido, apegado, adherido o dejado
ahí simplemente, en la oscuridad.
Todo parece indicar que suceda así, pues que la deducción, como es sabido, parte de
un juicio universal para llegar a uno singular; de lo abstracto, pues, a lo concreto, de lo que
se presenta como verdad de razón a algo vivo envuelto en lo concreto, de lo que se presenta
como verdad de razón a algo vivo envuelto en lo universal sometido a ello, confinado
haciéndonos sentir y saber que este algo, concreto y viviente, no podrá nunca transcender
esta envoltura abstracta que lo sostiene ciertamente y lo envuelve. Tal como si lo concreto y
viviente no pudiese mantenerse por sí mismo, no encontrar en sí mismo, en lo que él es,
reposo y razón de ser. Al partir, en el ejemplo clásico de las Escuelas, de que «Todos los
hombres son mortales » para concluir que Sócrates lo es —uno más como todos— ¿no se le
rebaja en cierto modo, o no se le borra a la hora de su muerte que en este caso —infeliz
ejemplo— es bien suya, nítidamente señaladora de su distinción como individuo? Todos los
hombres mueren y Sócrates por ende también, mas no todos mueren como Sócrates. Y
entonces se dibuja una cierta incompatibilidad en el ánimo para aceptar tamaña verdad,
obtenida de esta deductiva manera, y se insinúa en el ánimo del estudiante la necesidad de
una reparación, de una operación de la mente que extraiga a Sócrates de la verdad común,
de un tiempo, pues que la reparación comienza siempre con un detenerse del ánimo y del
pensamiento entregado a su morir, mínima ofrenda, y de con un percibir con los sentidos
interiores antes de formularse juicio alguno que la envuelva, el latir de su muerte, la vida de
su morir, la indicación de la flecha que nos envía a través de los históricos tiempos. y si por
acaso no se oculta algo en muerte tan declarada. Hay que escuchar más finamente. Y
entonces, sólo entonces, tras de haber afinado los sentidos interiores, permitir al intelecto,
no que formule un juicio, sino que intente seguir las indicaciones de estos sentidos. Y quizá
siguiendo, prosiguiendo, en vez del «Sócrates es mortal», se dibujará una figura que nos
llamará a una noción del hombre según la cual ser mortal no sea ya tan exclusivamente
importante. Tan importante como la forma misma de esa su muerte. Y que por su
impecable forma de morir Sócrates fuera rescatado de todos los ínferos, incluidos los de la
lógica.
EL DELIRIO - EL DIOS OSCURO
Brota el delirio al parecer sin límites, no sólo del corazón humano, sino de la vida
toda y se aparece todavía con mayor presencia en el despertar de la tierra en primavera, y
paradigmáticamente en plantas como la yedra, hermana de la llama, sucesivas madres que
Dionysos necesitó para su nacimiento siempre incompleto, inacabable. Y así nos muestra
este dios un padecer en d nacimiento mismo, un nacer padeciendo. La madre, Semelé, no
dio de sí para acabar de darlo a la luz nacido enteramente. Dios de incompleto nacimiento,
del padecer y de la alegría, anuncia el delirio inacabable, la vida que muere para volver de
nuevo. Es el dios que nace y d dios que vuelve. Embriaga y no sólo por el jugo de la vid, su
símbolo sobre todos, sino ante todo por sí mismo. La comunicación es su don. Y antes de
que ese su don se establezca hay que ser poseído por él, esencia que se transfunde en un
mínimo de sustancia y aun sin ella, por la danza, por la mímica, de la que nace el teatro; por
la representación que no es invención, ni pretende suplir a verdad alguna; por la
representación de lo que es y que sólo así se da a conocer, no en conceptos, sino en
presencia y figura; en máscara que es historia. Signo del ser que se da en historia. La pasión
de la vida que irremediablemente se vierte y se sobrepasa en historia. Y que se embebe sólo
en la muerte. El dios que se derrama, que se vierte siempre, aun cuando en los
«Ditirambos» se de en palabras. Las palabras de estos sus himnos siguen teniendo grito,
llanto y risa al ser expresión incontenible. Expresión que se derrama generosa y
avasalladoramente.
EL CUMPLIMIENTO
Si es objetivamente en lo que entendemos por cosas o mundo, el suceso que tiene la
virtud de ser un cumplimiento, deja un especial vacío, el de un largo pasado que se
consuma y se consume. El acabamiento de una época en la historia, ofrece este carácter. Ha
sido necesario un suceso decisivo, la llegada de algo que se impone y que arroja al pasado,
a un irremediable pasado, lo que hasta entonces era, en una forma o en otra, presencia,
actualidad. Se siente entonces que la historia cesa justamente en el momento que luego será
llamado histórico. Puede suceder también, sin que nada nuevo llegue, la pérdida de los
últimos rastros de un imperio que fue inmenso, una liberación entonces, una ligereza para
quienes los perdieron. Una suerte de desnudez que por sí misma hace sentir que se está
renaciendo, pues que como se nació desnudo, sin desnudez no hay renacer posible; sin
despojarse o ser despojado de toda vestidura, sin quedarse sin dosel, y aun sin techo, sin
sentir la vida toda como no pudo ser sentida en el primer nacimiento; sin cobijo, sin apoyo,
sin punto de referencia. Mientras que cuando el pasado queda abolido por algo nuevo que
se impone, inédito, un nuevo régimen ansiado y aun ensoñado, no se siente esa liberación a
solas. Y aun se diría que apenas ha habido liberación. Pues que el momento histórico ha
sido un salto, o mejor aun, una epifanía de una vida sin historia, vida que sólo es vida y
nada más. Y que así es ella, la vida, la recién llegada, la encontrada, la aparecida, un puro
don. Y así quedará siempre, para quienes estuvieron despiertos durante el acontecimiento.
La presencia de la vida inconfundiblemente, de una vida de verdad o verdaderamente vida,
sin todavía mella alguna de su inevitable hija, la historia.
Y no hay engaño posible para este sentir, indisolublemente sentir y conciencia de
que la vida no ofrezca esa condición, de ser indefinible e inmensa, inasible, don y regalo
que no invade, que necesita, sí, de moral que la conduzca. Mas de moral inspirada también
por la muerte y no sólo por la historia.
LA IDENTIFICACIÓN
La identificación, si se realiza por la unión, se da en el morir o en algo que se le
asemeja. O se le acerca. La identificación máxima apenas concebida es la de la vida y la
muerte; que sólo en el ir muriendo se alcanza, allí donde la muerte no es acabamiento sino
comienzo; y no una salida de la vida, sino el ir entrando en espacios más anchos, en verdad
indefinidos, no medidos por referencia alguna a la cantidad, donde la cantidad cesa,
dejando al sujeto a quien esto sucede no en la nada, ni en el ser, sino en la pura cualidad
que se da todavía en el tiempo. En un modo del tiempo que camina hacia un puro
sincronismo.
LA SINCRONIZACIÓN
La sincronización, o más bien, quizá, la sincronía. Sincronismo si se entiende que
de lo que se trata es de una acción que se abre como la armonía, algo que se hace y que se
está haciendo siempre, desde allá y desde acá a la vez, cumplimiento milagrosamente
matemático, incalculable como el de la armonía. Manifestación de la armonía esta
sincronización. Mas poco puede saberse de ella, apenas esa nada con que designamos a lo
que condiciona lo incalculable. Logos y número al par. Tiempo que une, hito o detención
en la vía unitiva que se da sin casi ser buscada o sin serlo para nada y sin conciencia al no
haber empeño. En ese estado en que ya no se espera, o mejor aun, cuando se ha dejado de
esperar, llega sin ser notado el instante en que se cumple el sincronizar de la vida con el ser;
de la vida propia en su aislamiento con la vida toda; del propio ser vacilante y desprovisto,
con el ser simple y uno. Y el tiempo no se suspende entonces; lejos de ello, se manifiesta en
su esplendor, podría decirse. Y deja ver y da a sentir algo así como su fruto, el fruto del
tiempo, don que a quien lo ha seguido sufriéndolo calladamente, se le otorga sobrepasando,
transcendiendo lo que el tiempo al pasar se lleva, lo que su velocidad deja sin llegar a ser.
Cumplimiento de los débiles y apenas formulados presagios. Y como todo fruto del tiempo,
una profecía del cumplimiento final, de la doble entrega del más allá y del ahora.
EL TRANSCURRIR DEL TIEMPO
LA MUSICALIDAD
El tiempo pasa y si es así es porque tiene sus pasos; viene a pasos discontinuamente
y por ello se hace sentir como si fuera alguien, un dios tal vez con su ley: la que acalla y
oculta, y que revela en uno de sus pasos. El dios del desierto que reaparece mudo y el
escondido, el que late hasta hacerse patente, Rey de la edad de Oro, de la que pocos atisbos
se nos dan ahora. Rey primordial, no abdica ni permite ser apresado, se ríe y sufre al par;
dios sufriente, mediador. Se ríe de los que creen que él está fuera del «logos», mientras el
verbo humano gracias al tiempo se despliega. ¿Y los modos —verbales— no existen, acaso,
gracias a la separación, al discernimiento que regala el tiempo; el tiempo múltiple, diverso
y aun divergente? Se ríe este extraño dios de quienes lo creen uno, uniforme, y de quienes
lo creen tan sólo —únicamente— agente de división y de divergencia, de oposición
consecuentemente. Se ríe como si de su risa y de su llanto oculto hubiera nacido un día
Dionysos, el del teatro y el del sufrimiento, el de la vida entrelazada con la muerte, el dios
muriente que se da a ver bajo una máscara, porque no fue ni podía ser crucificado. Que el
Crucificado no tiene máscara, pura y entera revelación.
Todo lo divino o tocado por ello, da de sí mismo, además de la ley que viene a
establecer siempre múltiple y una, o a renovar, salvándola, al par que la vence. Dionysos
dio de sí no la sangre Sino el Vino que desata el delirio enclaustrado de la vida, del ansia
anterior al amor de unión, unión que bajo él se cumple en la confusión ciertamente, hasta
que surge la máscara regalada por Apolo, su hermano, el dios de la forma y de la figura, de
lo visible. Cronos no da delirio, ni tampoco sustancia alguna; es un dios, luego Rey sin
sustancia. Da de sí, sin embargo. Sin sustancia del transcurrir, donde parece darse
enteramente, al menos ahora en este nuestro ahora que también proviene de su incesante
mediación.
Es en el transcurrir del tiempo, más que en su simple pasar, más que en sus pasos,
donde se muestra y hace sentir, donde Cronos da de sí. Y lo que da de sí se ofrece sin
máscara en la música y antes que en ella, en la musicalidad, que es su lugar, como la
espacialidad lo es de los cuerpos, y la visibilidad de las presencias, y el alma de todo lo que
alienta. Y el pensamiento, de todos los pensamientos, aun de los que se mustian al nacer.
Que algo transcurre, que él, el tiempo mismo, transcurre recogiendo su paso,
apareciendo de acuerdo con su ser que no es sustancia, tal es lo que se da en este transcurrir
puro sin acontecimientos. Un puro transcurrir en que el tiempo se libera de esa ocupación
que sufre de hechos y sucesos que sobre él pasan. Y entonces da de sí dándose a oír y no a
ver, dando a oír su música anterior a toda música compuesta de la que es inspiración y
fundamento. Y sólo el rumor del mar y el viento, si pasan mansamente, se le asemejan. Y
más todavía ciertos modos del silencio sin expectación y sin vacío. Pues que ha de ser por
la música que en el inimaginable corazón del tiempo viene a quedarse todo lo que ha
pasado, todo lo que pasa sin poder acabar de pasar, lo que no tuvo sustancia alguna, mas sí
un cierto ser o avidez de haberla. Todo lo que se interpuso en el fluir temporal
deteniéndolo. Todo lo que no siguió el curso del tiempo con sus desiertos, donde tanto
abismo se abre; lo que no se acordó con su invisible ser, que solamente se nos da a sentir y
a oír, mas no a ver —el ver lo que el tiempo ha causado es ya un juicio. Llanto también esta
música del transcurrir, como si el increíble corazón del tiempo hubiese recogido el llanto de
todo lo que pasó y de lo que no llegó a darse. Y el gemido de la posibilidad salvadora, y lo
que fue negado a los que están bajo el tiempo. Parece sea el sentir del tiempo mismo el que
se derrama musicalmente sobre el sentir de quien lo escucha padeciéndolo. Una música que
viene a darse en el modo de la oración.
IV
EL VACÍO Y EL CENTRO
LA VISIÓN - LA LLAMA
Todo es revelación, todo lo sería de ser acogido en estado naciente. La visión que
llega desde afuera rompiendo la oscuridad del sentido, la vista que se abre, y que sólo se
abre verdaderamente si bajo ella y con ella se abre al par la visión. Cuando el sentido único
del ser se despierta en libertad, según su propia ley, sin la opresiva presencia de la
intención, desinteresadamente, sin otra finalidad que la fidelidad a su propio ser, en la vida
que se abre. Se enciende así, cuando en libertad la realidad visible se presenta en quien la
mira, la visión como una llama. Una llama que funde el sentido hasta ese instante ciego con
su correspondiente ver, y con la realidad misma que no le ofrece resistencia alguna. Pues
que no llega como una extraña que hay que asimilar, ni como una esclava que hay que
liberar, ni con imperio de poseer. Y no se aparece entonces como realidad ni como
irrealidad. Simplemente se da el encenderse de la visión, la belleza. La llama que purifica al
par la realidad corpórea y la visión corporal también, iluminando, vivificando, alzando sin
ocupar por eso todo el horizonte disponible del que mira. La llama que es la belleza misma,
pura por sí misma. La belleza que es vida y visión, la vida de la visión. Y, mientras, dura la
llama, la visión de lo viviente, de lo que se enciende por sí mismo. Y luego, por sí mismo
también, se apaga y se extingue, dejando en el aire y en la mente su geometría visible. Y
cuando no es así, queda la huella del número acordado, y la ceniza que de algún modo el
que así ha visto recoge y guarda. Y un vacío no disponible para otro género de visión y que
reaparecerá, haciéndose ostensible, cuando ya se lo conoce, en toda aparición de belleza.
EL VACÍO Y LA BELLEZA
La belleza hace el vacío —lo crea—, tal como si esa faz que todo adquiere cuando
está bañado por ella viniera desde una lejana nada y a ella hubiere de volver, dejando la
ceniza de su rostro a la condición terrestre, a ese ser que de la belleza participa. Y que le
pide siempre un cuerpo, su trasunto, del que por una especie de misericordia le deja a veces
el rastro: polvo o ceniza. Y en vez de la nada, un vacío cualitativo, sellado y puro a la vez,
sombra de la faz de la belleza cuando parte. Mas la belleza que crea ese su vacío, lo hace
suyo luego, pues que le pertenece, es su aureola, su espacio sacro donde queda intangible.
Un espacio donde al ser terrestre no le es posible instalarse, mas que le invita a salir de sí,
que mueve a salir de sí al ser escondido, alma acompañada de los sentidos; que arrastra
consigo al existir corporal y lo envuelve; lo unifica. Y en el umbral mismo del vacío que
crea la belleza, el ser terrestre, corporal y existente, se rinde; rinde su pretensión de ser por
separado y aun la de ser él, él mismo; entrega sus sentidos que se hacen unos con el alma.
Un suceso al que se le ha llamado contemplación y olvido de todo cuidado.
EL ABISMARSE DE LA BELLEZA
Tiende la belleza a la esfericidad. La mirada que la recoge quiere abarcarla toda al
mismo tiempo, porque es una, manifestación sensible de la unidad, supuesto de la
inteligencia del que tan fácilmente al quedarse prendida de «esto» o de «aquello» y de su
relación, sobre todo de su relación, se desprende. Ya que esto o aquello considerado
desinteresadamente muestra su unidad, no suya tal vez, Días unidad al fin y al cabo.
Y la belleza en la que luego discierne la inteligencia, elementos y relaciones hasta
con sus números, se ofrece al aparecer como unidad sensible. Y la mente de quien la
contempla tiende a asimilarse a ella, y el corazón a bebérsela en un solo respiro, como su
cáliz anhelado, su encanto.
Porque la belleza al par que manifiesta la unidad, la Unidad que no puede proceder
más que del uno, se abre. No se presenta al modo del ser de Parménides, o de lo que se cree
que es ese ser. Se abre como Una flor que deja ver su cáliz, su centro iluminado que luego
resulta ser el centro que comunica con el abismo. El abismo que se abre en la flor, en esa
sola flor que se alza en el prado, que se alza apenas abierta enteramente. Apenas, como
distancia que invita a ser mirada, a asomarse a ese su cáliz violáceo, blanco a veces. Y
quien se asoma al cáliz de esta flor una, la sola flor, arriesga ser raptado. Riesgo que se
cumple en la Coré de los sacros misterios. La muchacha, la inocente que mira en el cáliz de
la flor que se alza apenas, al par del abismo y que es su reclamo, su apertura. Y no sería
necesario —diciéndolo con perdón del sacro mito eleusino— que apareciera el carro del
dios de los ínferos. El solo abismo que en el centro de la belleza, unidad que procede del
uno, se abre, bastaría para abismarse. Y así la esperanza dice: hasta que el abismo del uno
se alce todo; hasta que Demeter Alma no vuelva a tener que ponerse de luto.
EL CENTRO - LA ANGUSTIA
Sobreviene la angustia cuando se pierde el centro. Ser y vida se separan. La vida es
privada del ser y el ser, inmovilizado, yace sin vida y sin por ello ir a morir ni estar
muriendo. Ya que para morir hay que estar vivo, y para el tránsito, viviente.
(«Que yo, Sancho, nací para vivir muriendo» es una confesión de un ser, sobre vivo,
viviente.)
El ser sin referencia alguna a su centro yace, absoluto en cuanto apartado; separado,
solitario. Sin nombre. Ignorante, inaccesible. Peor que un algo, despojo de un alguien. Se
hunde sin por ello descender ni moverse ni sufrir alteración alguna, resiste a la disgregación
amenazante. Es todo.
Y la vida se derrama del ser descentrado simplemente. No encuentra lugar que la
albergue, entregada a su sola vitalidad. Angustia del joven, del adolescente y aún del niño
que vaga y tiene tiempo, un tiempo inhabitable, inconsumible; situación derivada de del no
estar sometida a un ser y a su través, a un centro. Tiende a volver a su condición primaria, a
la avidez colonizadora; se desparrama y aún se ahoga en sí misma, agua sin riberas, hasta
que encuentra, si felizmente encuentra, la piedra.
Reaccionar en la angustia o ante ella —Kierkegaard alcanza en este punto autoridad
de mártir y de maestro— es el infierno. La quietud bajo ella es indispensable. La quietud
que no consiste en retirarse sino; en no salirse del simple sufrir que es padecer. En este
padecer el ser se despierta, se va despertando necesitado de la vida y la llama. La llama si
ha resistido a la tentación inerte de seguir la vida en su derramarse. Y cuando la vida torna
a recogerse es el momento en que el alguien, el habitante del ser —si no es el ser mismo—
establece distancia, una diferencia de nivel para no quedar sumergido por el empuje de la
vida como antes lo estaba por la ausencia de ella. Y pasa así de estar sin lugar a ser su
dueño mientras es simplemente alzado de un modo embriagante. Pasa de quedarse sin vida
a quedarse solo con esa vida parcial que vuelve por docilidad de sierva.
Ya que la vida es como sierva dócil a la invocación y a la llamada de quien aparece
como dueño. Necesita su dueño, ser de alguien para ser de algún modo y alcanzar de alguna
manera la realidad que le falta.
Y la realidad surge, la del propio ser humano y la que él necesita haber ante sí, solo
en esta conjunción del ser con la vida, en esta mezcla no estable, como se sabe. Y así antes
de separarse en la situación terrestre —la que conocemos y sufrimos— ha de fijarse una
extraña realidad, la del propio sujeto, la del ser que ha cobrado por la vida y merced a ella,
la realidad propia. Y la vida, sierva fiel, podrá entonces retirarse habiendo cumplido su
finalidad saciada al fin, sin avidez sobrante. Y lo hará dejando siempre algo de su esencia
germinante, nada ideal ni que pueda por tanto ser captado; algo que puede solamente
reconocerse en tanto que se siente, en esa especie, la más rara del sentir iluminante, del
sentir que es directamente, inmediatamente conocimiento sin mediación alguna. El
conocimiento puro, que nace en la intimidad del ser, y que lo abre y lo trasciende, «el
diálogo silencioso del alma consigo misma', que busca aún ser palabra, la palabra única, la
palabra indecible; la palabra liberada del lenguaje.
EL CENTRO Y EL PUNTO PRIVILEGIADO
Se tiende a considerar el centro de sí mismo como situado dentro de la propia
persona. Lo cual evita a ésta considerar el movimiento íntimo. El movimiento más íntimo
no puede ser otro que el del centro mismo. Y esto aun cuando se entienda el vivir como una
exigencia de íntima transformación.
La virtud del centro es atraer, recoger en torno todo lo que anda disperso. Lo que va
unido a que el centro sea siempre inmóvil.
Y el centro último ha de ser inmóvil. Mas en el hombre, criatura tan subordinada, el
centro ha de ser quieto, que no es lo mismo que inmóvil. Por el contrario, es la quietud la
que permite que el centro se mueva a su modo, según su incalculable «naturaleza».
Ningún acto humano puede darse si no siguiendo una escala, ascensional sin duda,
con la amenaza, rara vez evitada enteramente, de la caída. Y aunque esta escala se siga con
una cierta continuidad, se dan en ella períodos decisivos, etapas, detenciones.
Y así el centro del ser humano actúa durante la primera etapa de la escala
ascendente de la persona, de un modo que responde al sentir originario y a la idea
correspondiente de que sea el centro ante todo, inmóvil, dotado de poder de atracción,
ordenador: foco de condensación invisible.
La etapa siguiente comienza en virtud de una cierta transformación que ha tenido
que darse ya sintiendo la necesidad y la capacidad del centro de moverse, de transmigrar de
un lugar a un punto nuevo. Es la etapa de la quietud; el centro no está inmóvil sino quieto.
Y lo que le rodea comienza a entrar en quietud. Se ha cumplido una transformación
decisiva. Se inicia una «Vita nova».
V
LA METAFORADEL CORAZÓN
A Rafael Tomero Alarcón
I
En su ser carnal el corazón tiene huecos, habitaciones abiertas, está dividido para
permitir algo que a la humana conciencia no se le aparece como propio de ser centro. Un
centro, al menos según la idea transmitida por la filosofía de Aristóteles: motor inmóvil,
centro último, supremo, imprime el movimiento a todo el universo y a cada una de sus
criaturas o seres, sin perdonar ninguna. Mas no les abre hueco para que entren en ese su
girar, dentro de ese su ser. El motor inmóvil no tiene huecos, espacios dentro de sí, no tiene
un dentro, eso que ya en tiempos de cristiana filosofía se llama interioridad. El «atrae, como
el objeto de la voluntad y del deseo atrae y mueve sin ser movido por ellos». Es impasible,
acto puro, «pensamiento cuyo acto es vida»; la vida. Mas la vida atraída y movida por este
centro que no se mueve, no circula por él, dentro de él. Él mueve sin moverse mientras que
el desvalido corazón que un día, en un instante ha de pararse, se mueve dentro de nuestra
vulnerable y abatida vida.
Así la circulación que nuestro corazón establece pasa por él, y sin él se estancaría.
Él mueve moviéndose, tiene un dentro, una modesta casa, a cuya imagen y semejanza, se
nos ocurre, han surgido las casas que el hombre ha ido a habitar dichosamente.
Dichosamente porque es ya una casa, y no la simple tienda, imagen, cierto es, del
firmamento y del hueco que le separa de la tierra. En ella, en la tienda o choza, primera
morada fabricada por el hombre, el horizonte es confín, circulo que limita y abriga, es como
un horizonte propio de su habitante. Y enseña que todo lo que el hombre tiene por propio es
morada y cárcel, su dominio y su encierro ala vez. La casa, la modesta casa a imagen del
corazón que deja circular que pide ser recorrida, es ya sólo por ello lugar de libertad, de
recogimiento y no de encierro. El interior en el corazón carnal es cauce del río de la sangre,
donde la sangre se divide y se reúne consigo misma. Y así encuentra su razón. La primera
razón de la vida de aquellos organismos que tienen sangre, profetizada sin duda, como toda
la vida está, desde su pobreza originaria. Pues que la vida aparece casi de incógnito, sin
esplendor alguno; la pobre vida. Y así todo organismo vivo persigue poseer un vacío, un
hueco dentro de sí, verdadero espacio vital, triunfo de su asentamiento en el espacio que
parece querer conquistar solamente extendiéndose, colonizándolo, y que es sólo el ensayo
de tener luego cada ser viviente un espacio propio, pura cualidad: ese hueco, ese vacío que
sella allí donde aparece, la conquista suprema de la vida, el aparecer de un ser viviente.
Un ser viviente que resulta tanto más «ser» cuanto más amplio y cualificado sea el
vacío que contiene. Los vacíos del humano organismo carnal son todo un continente o más
bien unas islas sostenidas por el corazón, centro que alberga el fluir de la vida, no para
retenerlo, sino para que pase en forma de danza, guardando el paso, acercándose en la
danza a la razón que es vida. Un ser viviente que dirige desde adentro su propia vida a
imagen real de la vida de un cierto universo donde la conflagración no sería posible sin la
extinción de una razón indeleble, de un pasar y repasar que se extingue, sin razón. Y al ser
así, entonces, la razón originariamente vital queda en suspenso; suspendida en la
ilimitación.
II
Centro también el corazón porque es lo único que de nuestro ser da sonido. Otros
centros ha de haber, mas no suenan. Y sólo por él los privilegiados organismos que lo
tienen se oyen a sí mismos, que imaginamos que, en un grado o en otro, todos los vivientes
han de tenerlo, como privilegio y aflicción que muestra la bipolaridad que abre y atenaza al
ser viviente.
Aunque no preste atención el hombre al incesante sonar de su corazón, va por él
sostenido en alto, a un cierto nivel. Le bastaría quedarse sin este latir sonoro para hundirse
en una mayor oscuridad, para sentirse más extraño, más sin albergue, como privado de una
cierta dimensión, o de una llamada que por sí misma crea la posibilidad de su existencia.
Y así los pasos del hombre sobre la tierra parecen ser la huella del sonido de su
corazón que le manda marchar, ir en una especie de procesión, si se siente libre de condena
cuando el corazón pesa condenado a proseguir; gozoso, cuando se siente formar parte de un
cortejo en el que van otras criaturas humanas y de otros reinos, en serenidad perfecta
cuando se siente moverse al par con los astros y aun con el firmamento mismo, y con el
rodar silencioso de la tierra.
Pues que el sonido propio, inalienable, del que el hombre es portador, es su ritmo
inicial, cadencia cuando el tiempo no se recorre en el vacío o en la monotonía. Mas el solo
ritmo puebla la extensión del tiempo y lo interioriza, y así lo vivifica. Y el corazón sin
pausas marca, sin que de ello sea necesaria la percepción ni la contraproducente voluntad,
la pausa en la que se extingue una situación, don del vacío necesario para que surja lo que
está ahí en espera de enseñorearse de la faz del presente. Y esta pausa imperceptible es un
respiro para el hombre, que necesitaría que se le dieran más anchamente estos respiros entre
una situación y otra por leves que sean sus diferencias, que espera siempre comenzar a vivir
de nuevo desde el simple respirar; respirar libre de todo acecho, de todo peso de pasado, sin
saber ni sentir el presente que llega a instalarse, por puro que este presente sea, por
desligado que parezca. Pues que espera el puro don de ser sin empeño alguno. El don de ser
embebido en el don de la vida, ser y vida sin escisión ni diferencia alguna, pues que todo
cuitar viene de que ser y vida se le den por separado al hombre más aun que a ningún otro
de los seres vivientes que habitan su planeta. Sólo los astros lejanos, puros, mientras sean
inaccesibles a su colonización, le proporcionarán la imagen real de un ser idéntico a su
vida; inocente, como si sólo hubiera sido creado sin tener que nacer.
III
Es profeta el corazón, como aquello que siendo centro está en un confín, al borde
siempre de ir todavía más allá de lo que ya ha ido. Está a punto de romper a hablar, de que
su reiterado sonido se articule en esos instantes en que casi se detiene para cobrar aliento.
Lo nuevo que en el hombre habita, la palabra, mas no las que decimos, o al menos como las
decimos, sino una palabra que sería nueva solamente por brotar ella, porque nos
sorprendería como el albor de la palabra. Ya que el hombre padece por no haber asistido a
su propia creación. Y a la creación de todo el universo conocido y desconocido. Su ansia de
conocer no parece tener otra fuente que ese ansia de no haber asistido a la creación entera
desde la luz primera, desde antes: desde las tinieblas no rasgadas. La teología de las
grandes religiones da testimonio, la filosofía más circunspectamente también lo da, de lo
ineludible de esta revelación.
Y no parece haberse tenido en cuenta lo bastante este gran resentimiento, este
resentimiento «fundamental» que el ser humano lleva en su corazón, como raíz de todos los
resentimientos que lo pueblan, de no haber asistido, testigo único tendría que ser además, al
acto creador. Si nos atenemos al relato sacro del Génesis, sucumbió a la seducción
prometedora del futuro: «Seréis como dioses», no en apetencia de felicidad, sino saliendo
por el contrario de la felicidad que le inundaba para ir a buscar una creación propia, de algo
que él hiciera, y no tener que contemplar lo que se le ofrecía, para huir de la pura presencia
de los seres cuyo nombre conocía, mas no su secreto. Mas la palabra que no llega a salir del
corazón no se pierde, esa palabra nueva en la que lo nuevo de la palabra resplandecería con
claridad inextinguible. La palabra diáfana, virginal, sin pecado de intelecto, ni de voluntad,
ni de memoria. Y su claridad tendría lo que ninguna palabra nos da certidumbre de
alcanzar: ser inextinguible. No se pierde, se deslíe en voz, una voz que a solas suspira y
como el suspiro asciende atravesando angustia y espera; transcendiendo.
Y es la voz que se infiltra en ciertas palabras de uso cotidiano y mayormente
todavía en las más simples, que dan certeza. Y si no se hacen por ello inextinguibles, tienen
una suerte de firmeza y hasta de fórmula sacra.
Y es la voz interior que se identifica con algunas voces, con algunas palabras que se
escuchan no se sabe bien si dentro o fuera, pues que se escuchan desde adentro. Y se sale
también a escucharlas, se sale de sí. Y entre dentro y fuera el ánimo entero queda
suspendido como queda siempre en toda identificación de algo que en el corazón late y algo
que existe objetivamente. Es el terror supremo que acomete al escuchar como cierto lo que
se teme. Y el total olvido de sí cuando se escucha lo que ni tan siquiera se sabía estar
aguardando. Y en este caso dichoso se da la música perfecta; el canto.
IV
Se queda sordo y mudo en ocasiones, circunstancialmente, el corazón. Se sustrae
encerrándose en impenetrable silencio o se va lejos. Deja entonces todo el lugar a las
operaciones de la mente que se mueven así sin asistencia alguna, abandonadas a sí mismas.
Y al menos entre nosotros, los occidentales, tan reacios al silencio, las percepciones se
convierten en seguida en juicio dentro de una actitud imperativa; esa actitud que precede al
contenido del juicio, a lo «juzgado». Y no siempre lo juzgado lo sería cuando el corazón
estuviese ligero o cuando prosigue simplemente su rítmica marcha, aparecería entonces eso
juzgado de otra manera, sin arrojar carga de peso, sin ocasionar pesar. Ya que es el peso de
ciertos contenidos que se presentan en la conciencia lo que determina en ocasiones, y
refuerza en otras, el juicio que sobre ellas recae.
Y así se podría quizás establecer el peso de la condena que sobre ciertos hechos o
seres recae, por el peso que ha suscitado en la conciencia que, sin oír al corazón, los juzga.
Hay una línea imperceptible, un nivel desde el cual el corazón comienza a sentirse
sumergido. No encuentra resistencia en torno por falta de respuesta a su incesante llamada,
pues que su latir es al propio tiempo un llamar. Y hay la invocación silenciosa, la indecible,
que parte en una dirección indefinida, no porque lo sea, sino por rebasar toda dirección
conocida. Ya que es la mente habitual la que marca las direcciones, la que establece los
puntos cardinales dejándolos sin significación. La mente discursiva, la gran ordenadora que
todo lo encubre.
Y ninguna dirección que le sea ofrecida por la mente al uso puede abrir paso a esta
llamada indecible del corazón sumergido.
Y si la llamada es indecible es porque ninguna palabra de las ya dichas le sirve. Lo
que no significa que entre las palabras que conoce no haya algunas o una sola que sea la
que busca indeciblemente. Busca un oído; oír y que le oigan sin darse cuenta, sin distinción.
Y que su llamada se pierda en la inmensidad de la única respuesta.
V
No todo centro es de un sol; puede haber varios soles, puede el hombre sentirlos sin
que contiendan entre sí. Y puede ocurrir que en momentos de oscuridad desaparezca el
sentir y la visión correspondiente a uno solo, a uno tan sólo.
Aparecen estos soles, como centros luminosos, más o menos lucientes en el sentir y
en todos los actos del conocimiento que al sentir siguen y obedecen, y su irradiar está
ligado con la función del corazón, con su poder vivificante.
Todo centro vital vivifica. Y de ahí que el corazón ya desde la «fysis» sea el centro
entre todos. El espacio interior, alma, conciencia, campo inmediato de nuestro vivir, no es
en verdad a imagen del espacio inerte, donde los hechos llamados de conciencia se
inscriben y se asocian como viniendo de afuera. Por el contrario, se ha dicho
metafóricamente, cuando a este espacio se le llamaba alma o corazón, que es profundo,
grande, ancho, inmenso, oscuro, luminoso.
Y es la condición del corazón como centro, en tanto que centro, la que determina, y
hace surgir los centros que brillan iluminando, que si se refieren a la llamada realidad
exterior o mundo, se reflejan en centros interiores y se sostienen sobre ellos. Ya que nada
de afuera, nada de otro mundo o más allá del mundo que sea, deja de estar sostenido por el
humano corazón, punto donde llega la realidad múltiple donde se pesa y se mide en
impensable cálculo, a imagen del cálculo creador del universo. «Dios calculando hizo el
mundo», nos dice Leibniz. Si el universo es de hechura divina, al hombre toca sostenerla. Y
así ha de ser su corazón vaso de inmensidad y punto invulnerable de la balanza.
Y de este modo la multiplicidad, antes de establecerse como tal, se unifica, en
equilibrio, sin que se borre ni se sumerja ninguna de las realidades que la integran. Pues que
nada de lo que como real llega al corazón humano debe ser anulado ni mandado fuera o
dejado a la puerta; nada real debe ser humillado, ni tan siquiera esas semirrealidades que
revolotean en torno del espacio viviente del corazón, pues que quizás en él acabarían de
cobrar la realidad que apetecen o de dar su realidad escondida, al modo del mendigo al
portador de la dádiva del que colma la esperanza el espléndido don de la pobreza. Y el
propio corazón resulta ser a veces más pobre que nadie, y más que nadie donador si es
acogido.
VI
No puede seguir bajando el corazón llevado por su peso, ese peso que le gana
cuando ya no puede sostenerse, no puede indefinidamente seguir bajando sin perderse.
Se pierde el corazón y se hace inencontrable y más todavía si se le busca. Él
reaparece trayendo algo que ofrece en una especie de anunciación. Pues que él anuncia
algo, al par que anuncia de nuevo su presencia. Y se produce entonces una renovación, un
recomenzar aunque sea lo mismo, como desde el principio. Mas si el corazón se pierde y
tarda, hasta dejar el vacío de su ausencia, vuelve cansado, deshabituado, convertido en
cosa, en un hecho. El hecho de una fatiga que prosigue. Y entonces lo que anuncia es ya
una perdición.
Y hay el perderse que es abismarse, en un abismo único en que se funden —el
corazón unifica siempre— el abismo que en él, dentro de la casa que él es, se abre, y el
abismo en que se abre como en el centro del universo donde se anonada. Y entonces ha de
vérselas por el pronto a solas, o sintiéndose estarlo a lo menos, en el fondo de esta nada. Y
la nada no es así la simple nada, sino un abismarse en ella, un anonadarse. Y como él, el
corazón, no ha perdido su condición de centro, sigue sintiéndose soplo de vida, aliento bajo
las aguas de la postcreación. Y siente la nadificación en que toda la creación viniera a caer:
como un agua por su inconsistencia, por su inasibilidad, por ser lugar de disolución donde
todo se anega; lugar negado al movimiento y al reposo; al simple estar y al discernimiento
por tanto. Y no podrá este corazón ascender hasta la superficie de estas aguas que parecen
no tenerla, si no se ha encendido en él, por él, dentro y fuera de él a un mismo tiempo, una
centella única, la que prende la luz indivisible que se hace en la oscuridad, haciendo de este
corazón algo así como su lámpara.
Desciende la luz, atraviesa tinieblas y densidad, pues que ella, en este universo que
se nos presenta como nuestra habitación, se curva como sierva. Y al modo de la sierva se
desliza como agua, un agua que se infiltra en la solidez allá donde las tinieblas se hacen
cimientos, muros de fundación. Mas al llegar ahí se detiene y abandona al corazón que
desciende bajando el abismo donde al no haber ya ninguna nota de luz toda referencia se
pierde. El discernir no es posible donde el vislumbrar se acaba. Se equivocaría
peligrosamente este corazón si creyera, como en un sueño, dominar las tinieblas; si se
dispusiera a hacer frente a la nadificación remontando su corriente sin más; si intentara
convertirse en voluntad. La voluntad sólo puede, cuando puede, en la luz del entendimiento
que discierne las cosas y no tanto los seres, aunque sean máscaras de un monstruo que bajo
ellas y a través de de ellas da y esconde la cara; da la cara escondiéndola bajo cosas o
sucesos. En la nadificación ninguna cosa ni suceso subsiste, y la voluntad, si es que surge,
sería una nuda, mera potencia de imposible despliegue.
VII
Y la reiteración del trabajo del corazón se revela al fin como latido, pulsación de un
centro, el centro quizá que se manifiesta haciéndose sentir raras veces, inolvidablemente,
eso sí. El haber percibido el reiterado latir del corazón como pulsación del centro de la vida
queda como una noticia inolvidable que aguarda ser revelada; irlo siendo. Y lo que acomete
en el sentir primero de esta pulsación es su extraña vulnerabilidad, el brotar como en un
extraño confín de la nada o con el vacío; con el no ser o con la muerte. Si no se es fiel a este
sentir primario, todo ello resulta ser nombres, mas no nombres propios, sino términos del
hablar. Y si se los olvida, entonces, la mente no tiene ningún otro nombre, que habría de ser
un nombre propio, y no la transcripción de un concepto forjado para uso general. Todo
concepto genera una extensión, aunque sea desconocida o ilimitada. Mientras que el
nombre propio, único, inalienable, es el que confiere la presencia con sólo ser pronunciado,
el que desata la súplica o la invocación, o el que estalla sin darse a conocer en el gemido, el
que se riega en el llanto.
Y así, si se es fiel a este sentir que funda el simple percibir de la pulsación del
corazón como centro de nuestra vida, queda su reiteración como victoria que se alza, la
victoria de nuestra vida, o la de alguna otra en ella encerrada. Un centro de la vida, con su
señorío único, sin palabra alguna. Contra ello toda razón queda sin razón alguna, mientras
la verdad se le acerca como prometida. Sólo como prometida, que no admite tan pronto ser
desposada, que aguarda aún. Y al ser así defiende a este centro que late en el confín mismo,
estando como todavía se le siente, encerrado. Mas ya no se siente perdido en extranjera
tierra, en la indefinible tierra, en la frontera. La blanca presencia, apenas perceptible, de la
promesa de verdad, le guarda.
VIII
Casa de la vida y cauce, es difícil que el corazón encuentre su propia realidad, que
se sienta a sí mismo en pureza y unidad. Lo que quiere decir, sin reflejarse, sin mirarse,
fuera de sí, viéndose en algún espejo que le dé su imagen, sin ansia alguna tampoco de ser
mirado por alguien que sea su igual, que le devuelva una imagen que anexionarse. Y sin
buscar complemento ni anejo alguno; en soledad.
Hay un género de soledad que comienza por ser no un aislamiento, sino un haberse
desposeído de toda propiedad. Un quedarse a solas, más que por no tener compañía, por
haberse extinguido ese sentir de lo propio, por haberse abolido la ley de la apropiación. Y
con ella la colonización que obliga a salirse de sí mismo continuamente, a cuidar de lo otro
sabiéndolo «otro», o en otro, para que le pertenezca.
Está en sí mismo el corazón en ese estado, sin sentirse sostenido tan siquiera, como
si de ello no tuviese necesidad, ni tampoco la de sostener nada; no trabaja ni se afana. Está
recogido en una especie de revelación de su interioridad, casi transparente. Y la pregunta
habitual, ésa que surge inagotablemente del supuesto de que todo conocimiento se despierte
con una pregunta, se formularía diciendo: » ¿Y cuál es su ser?». Pues ése, el ser de una
interioridad, la única que se nos podría decir aún que es el ser al que desde adentro, desde sí
mismo, le es dado sentir al hombre, en pureza y unidad. Pues que el pensamiento también
se recoge. Mas cuando lo hace y cesa de recorrer su inacabable discurso, se identifica con el
corazón. Inteligencia y corazón unidos forman ese ser que late, que alienta capaz de
manifestar su ser sin reflexión alguna. Sin verse reflejado en nada y sin por ello sentir la
nada ni dentro de sí ni al acecho. Unidad que se manifiesta como efímera, pues que se
pierde a causa del cuidado exigido a la condición humana y que en modo creciente
amenaza devorarla. Mas, el recogimiento unificante de la mente con el ser salva, aún
dándose en modo discontinuo, testifica de un ser que es vida, y vida vivificante.
El silencio revela al corazón en su ser. Un ser que se ofrece sin cualificación alguna
y aun sin referencia alguna a una determinada situación, que de haberla le cualificaría. No
es una cantidad ni una cualidad y no está ni arriba ni caído ni lo que parece más propio de
su ser, tampoco abraza nada. No está en verdad. Y lo más cercano a este su ser que cabe
decir es que guarda sin celarlo un secreto, y que guarda al ser donde mora.
Y el silencio se extiende como un medio que no hace sentir su peso ni su limitación;
en este puro silencio no se advierte privación alguna.
La mayor prueba de la calidad de este silencio revelador es el modo en que el
tiempo pasa: sin sentir, sin hacerse sentir como tiempo sucesivo ni como atemporalidad que
aprisiona, sino como un tiempo que se consume sin dejar residuo, sin producir pasado;
como aleteando sin escaparse de sí mismo, sin amenaza, sin señalar tan siquiera la llegada
del presente, ni menos todavía dirigirse a un futuro. Un tiempo sin tránsito.
Y la palabra no es posible ni necesaria, pues que la palabra, ella misma es transitiva,
se da en un tiempo que transita y que acelera o que detiene, sin violencia. Lo que es propio
de aquello que es crear su propio lugar, y reposar en él sin dejar de moverse. Bien es verdad
que de los movimientos propios del ser o de algo que es, poco se ha acertado. Se sabe o se
ha sabido más acerca del movimiento que causan o más bien originan: atraer, alejar,
detener, crear distancias insalvables que luego en un instante se anulan en una intimidad, en
una confianza indecible. Todo es cualidad en los movimientos propios del ser. Cualidad
que se enseñorea de la cantidad y que proviene, sin duda, del toque del absoluto que dentro
de esta nuestra humana experiencia se produce, ese algo que se siente como irreductible.
Hay que aceptarlo así como es, tal como se manifiesta. Son movimientos atribuidos a la
divinidad y que en ella aparecen como espejo de perfección, mientras que en el ser humano
aparecen como envanecimiento, o desvanecimiento, un dejar hacer. Y como decadencia
también, de un modo de ser y de actuar que alguna vez tuvo lugar y se perdió, secreto
perdido o simplemente una transgresión.
Pues que en lo humano ningún movimiento, aunque sea del corazón, aparece libre
de intención, sino en instantes privilegiados. Y en la intención hay como una proposición
de sí mismo, un proponerse ser algo o alguien. La falta de inocencia es aquí donde
mayormente se hace sentir, en estos movimientos del ser, anteriores a toda moral.
Y así, reposar en sí mismo, el corazón no puede sino en raros momentos de ventura,
respirar en el silencio de su ser. Mas ¿tiene acaso ser suficiente para hacerlo? Sólo mientras
en silencio está en sí mismo, sin pretensión alguna, sin intención. Sin proponerse que nada
llegue a donde así reposa. y su lugar es esa especie de hueco donde no flota en el vacío, ni
se apega como en sitio oscuro; es inocente en ese transitorio estado, revelador de su ser. Es
una presencia y nada más. Una presencia que cuando deje de serlo acogerá a todo lo que
ante un ser humano se presenta, a toda presencia y, naturalmente, a la ausencia de algo y
aun a la ausencia de todo. Y la medida de la inocencia del corazón, de cada corazón, daría,
si medida de ella pudiese haber, la diversidad de las presencias que ante ese corazón
presenta la riqueza del mundo, y aun el esplendor de lo que nombramos universo.
Ya que hay una íntima, indisoluble correlación entre inocencia y universalidad. Sólo
el hombre dotado de un corazón inocente podría habitar el universo.
IX
El corazón es el vaso del dolor, puede guardarlo durante un cierto tiempo, mas
inexorablemente luego, en un instante lo ofrece. Y es entonces cáliz que todo el ser de la
persona tiene que sorberse. Y si lo hace lentamente con la impavidez necesaria, al
difundirse por las diversas zonas del ser comienza a circular con el dolor, mezclada a él, en
él, la razón.
El riesgo tantas veces cumplido de la «impasibilidad» que, desde tan lejos y tan alto,
se dejó establecido que es indispensable al ejercicio del conocimiento racional, es el de
impedir que la razón sea advertida, primeramente en el dolor, unida a él y como engendrada
o revelada al menos por él. El que el dolor sea un hecho casi accidental. El que el dolor no
tenga esencia, que sea estado ineludible, pero que no tenga ni esencia ni substancia, razón
alguna. Que no pueda más que estar ahí sin circular. Y al no circular no poder en verdad, de
verdad, ser asimilado.
En esta ofrenda del corazón, vaso, cáliz del dolor, se actualiza, se convierte en acto
el padecer que se continúa, y que se arrastra durante tiempos indefinidos sin unidad, como
una liana que se enreda en la razón sin dejarla libre: La razón en ejercicio se desembaraza
de esta pasividad serpentina, de este gemir, y la voluntad acaba por lograr el
ensordecimiento del corazón mismo, centro del oír en grado eminente. Esa sordera del
corazón que, protegiéndolo, le traiciona.
Vaso y centro, el corazón, unidamente.
Centro que se mueve padeciendo y que receptivo ha de dar continuidad, y escondido
no puede dejar de darse. Y siendo la sede del sentir, es centro activo. Pasa por él el río de la
vida que ha de someter a número y a ritmo. Pasividad activa. Mediador sin pausa. Esclavo
que gobierna. Sometido al tiempo, lo conduce avisando de su paso y de su acabamiento,
haciendo presentir un más allá del reino temporal que conocemos, o damos por conocido
más bien. Parece así ser el corazón como un hijo del joven Cronos de la Teogonía de
Hesiodo, uno de esos sus hijos que él devoraba para mantenerlos escondidos en sus
entrañas; el hijo que justifica, en cierto modo, esta extraña forma de paternidad. Pues que
siendo hijo del tiempo profetiza un reino que lo sobrepasa y que revela en cierto modo en
esos instantes en que el corazón se suspende y suspende al ser que habita sobre el tiempo;
en los instantes privilegiados, éxtasis dados a todos los mortales, en el dolor sin límites, y
en la plenitud de la vida en que los contrarios o, al menos divergentes, amor y libertad,
razón y pasión, se unifican.
Todo pasa por el corazón y todo lo hace pasar. Mas algo ha de pasar en él que no se
vaya con el río de la vida y del tiempo que conocemos.
Algo ha de ir haciéndose escondidamente en esa su oscuridad, que siguiendo la
paradoja de la ley que lo rige, habría de ser algo invulnerable y luminoso.
Y así cuando en un instante se quede del todo quieto se abrirá al par, dándose
entero. Es lo que sueña. Como todo lo encerrado, sueña el corazón con escaparse, como
todo lo encadenado, desprenderse, aun a costa de desgarrarse. Como todo aquello que
contiene algo precioso, con derramarlo de una sola vez. Mientras se sueña así el corazón se
reitera y la violencia entonces es su cadena, que más pasivo que nunca arrastra. Va ciego, él
que es lo único que puede llevar la luz hacia abajo, a los ínferos del ser. No podrá ser libre
sin conocerse. Paradójicamente, el corazón mediador, que proporciona luz y visión, ha de
conocerse. ¿Será ésa la reflexión verdadera, el diálogo silencioso de la luz con quien la
acoge y la sufre, con quien la lleva más allá del anhelo y del temor engendradores de los
sueños y ensueños del ser, del ser humano sometido al tiempo que quiere traspasar ? Y el
silencioso diálogo de la luz con la oscuridad donde apetece germinar. Corteza el corazón,
cuando se conoce, que contiene y protege el embrión de luz. Y entonces anhela ya libre de
temor desentrañarse y desentrañar, perderse, irse perdiendo hasta identificarse en el centro
sin fin.
VI
PALABRAS
ANTES DE QUE SE PROFIRIESEN LAS PALABRAS
Antes de los tiempos conocidos, antes de que se alzaran las cordilleras de los
tiempos históricos, hubo de extenderse un tiempo de plenitud que no daba lugar a la
historia. Y si la vida no iba a dar a la historia, la palabra no iría tampoco a dar al lenguaje, a
los ríos del lenguaje por fuerza ya diversos y aun divergentes. Antes de que el género
humano comenzara su expansión sobre las tierras para luego ir en busca siempre de una
tierra prometida, rememoración y reconstitución siempre precaria del lugar de plenitud
perdido, las tierras buscadas, soñadas, reveladas como prometidas venían a ser
engendradoras de historia, inicios de la cadena de una nueva historia. Antes. Antes, cuando
las palabras no se proferían proyectadas desde la oquedad del que las lanza al espacio lleno
o vacío de afuera; al exterior. Y así el que profería, el que ha seguido profiriendo sus
palabras, las hace de una parte suyas, suyas y no de otros, suyas solamente, entendiendo o
dando por entendido que quienes las reciben quedarán sometidos sin más. Ya que el
exterior es el lugar de la gleba, de lo humano amorfo, materia dispuesta para ser
conformada, configurada, y a la que se pide que siga así, gleba bajo la única voluntad de
quien profiere las palabras materializadas también, ellas también materialización de un
poder.
Antes de que tal uso de la palabra apareciera, de que ella misma, la palabra, fuese
colonizada, habría sólo palabras sin lenguaje propiamente. Al ser humano le ha sido
permitido, fatalmente, colonizarse a sí mismo; su ser y su haber. Y de haber sido esto el
verdadero argumento de su vivir sobre la tierra, la palabra no le habría sido dada, confiada.
El lenguaje no la necesita, como hoy bien se sabe de tantas maneras. Y así existirá la
pluralidad de lenguajes dentro del mismo idioma, del lenguaje descendiente de la palabra
primera con la que el hombre trataba en don de gracia y de verdad, la palabra verdadera sin
opacidad y sin sombra, dada y recibida en el mismo instante, consumida sin desgaste;
centella que se reencendía cada vez. Palabra, palabras no destinadas, como las palomas de
después, al sacrificio de la comunicación, atravesando vacíos y dinteles, fronteras, palabras
sin peso de comunicación alguna ni de notificación. Palabras de comunión.
Circularían estas palabras sin encontrar obstáculo, como al descuido. Y como todo
lo humano, aunque sea en la plenitud, ha de ser plural, no habría una sola palabra, habrían
de ser varias, un enjambre de palabras que irán a reposarse juntas en la colmena del
silencio, o en un nido solo, no lejos del silencio del hombre y a su alcance.
Y luego, ahora, estuvieron llegando y llegan todavía algunas de estas palabras del
enjambre de la palabra inicial, nunca como eran, como son. Cada una, sin mengua de su
ser, es también las demás, y ninguna es propiamente otra —no están separadas por la
alteración—. y cada una es todas, toda la palabra. Y no pueden declinarse. Y lo que es
completamente cierto es que no podrían nunca descender hasta el caso ablativo, porque en
la plenitud, ni tan siquiera en la de este nuestro tiempo, no existen las circunstancias. Se
borran las circunstancias en la más leve pálida presencia de la plenitud.
Aparecen con frecuencia las palabras de verdad por transparencia, una sola quizá
bajo todo un hablar; se dibujan a veces en los vacíos de un texto —de donde la ilusión del
uso del punto suspensivo y del no menos erróneo subrayado—. Y en los venturosos pasajes
de la poesía y del pensamiento, aparecen inconfundiblemente entre las del uso, siendo
igualmente usuales. Mas ellas saltan diáfanamente, promesa de un orden sin sintaxis, de
una unidad sin síntesis, aboliendo todo el relacionar, rompiendo la concatenación a veces.
Suspendidas, hacedoras de plenitud, aunque sea en un suspiro.
Mas se las conoce porque faltan sobre todo. Parecen que vayan a brotar del pasmo
del inocente, del asombro; del amor y de sus aledaños, formas de amor ellas mismas. y es al
amor al que siempre le faltan. Y por ello resaltan inconfundibles cuando en el amor se
encuentra alguna; es única entonces, sola. Y por ello palabra de la soledad única del amor y
de su gracia.
Si se las invoca llegan en enjambre, oscuras. y vale más dejarlas partir antes de que
penetren en la garganta, y alguna en el pecho. Vale más quedarse sin palabra, como al
inocente también le sucede cuando le acusan.
Cuando de pensamiento se trata, ellas, las palabras hacedoras de orden y de verdad,
pueden estar ahí, casi a la vista, como un rebaño o hato de mansas ovejas, dóciles, mudas.
Y hay que enmudecer entonces como ellas, respirando algo de su aliento, si lo han dejado al
irse.
Y volver el pensamiento a aquellos lugares donde ellas, estas razones de verdad,
entraron para quedarse en «orden y conexión» sin apenas decir palabra, borrando el usual
decir, rescatando a la verdad de la muchedumbre de las razones.
LA PALABRA DEL BOSQUE
Del claro, o del recorrer la serie de claros que se van abriendo en ocasiones y
cerrándose en otras, se traen algunas palabras furtivas e indelebles al par, inasibles, que
pueden de momento reaparecer como un núcleo que pide desenvolverse, aunque sea
levemente; completarse más bien, es lo que parecen pedir y a lo que llevan. Unas palabras,
un aletear del sentido, un balbuceo también, o una palabra que queda suspendida como
clave a descifrar; una sola que estaba allí guardada y que se ha dado al que llega distraído
ella sola. Una palabra de verdad que por lo mismo no puede ser ni enteramente entendida ni
olvidada. Una palabra para ser consumida sin que se desgaste. Y que si parte hacia arriba
no se pierde de vista, y si huye hacia el confín del horizonte no se desvanece ni se anega. Y
que si desciende hasta esconderse entre la tierra sigue allí latiendo, como semilla. Pues que
fija, quieta, no se queda, que si así quedara se quedaría muda. No es palabra que se agite en
lo que dice, dice con su aleteo y todo lo que tiene ala, alas, se va, aunque no para siempre,
que puede volver de la misma manera o de otra, sin dejar de ser la misma. Lo que viene a
suceder según el modo de la situación de quien recibe según su necesidad y su posibilidad
de atenderla: si está en situación de poder solamente percibirla, o si en disposición de
sostenerla, y si, más felizmente, tiene poder de aceptarla plenamente, y de dejarla así,
dentro de sí, y que allí, a su modo, al de la palabra, se vaya haciendo indefinidamente,
atravesando duraciones sin número, abrigada en el silencio, apagada. Y de ella sale, desde
su silencioso palpitar, la música inesperada, por la cual la reconocemos; lamento a veces,
llamada, la música inicial de lo indecible que no podrá nunca, aquí, ser dada en palabra.
Mas sí con ella, la música inicial que se desvanece cuando la palabra aparece o reaparece, y
que queda en el aire, como su silencio, modelando su silencio, sosteniéndolo sobre un
abismo.
LA PALABRA PERDIDA
No sólo el lenguaje sino las palabras todas, por únicas que se nos aparezcan, por
solas que vayan y por inesperada que sea su aparición, aluden a una palabra perdida, lo que
se siente y se sabe de inmediato en angustia a veces, y en una especie de alborear que la
anuncia palpitando por momentos. Y también se la siente latiendo en el fondo de la
respiración misma, del corazón que la guarda, prenda de lo que la esperanza no acierta a
imaginar. Y en la garganta misma, cerrando con su presencia el paso de la palabra que iba a
salir. Esa puerta que el alba cierra cuando se abre. El amor que nunca llega, que desfallece
al filo de la aurora, lo inasible que parte de los que van a morir o están muriendo ya, y que
luchan —tormento de la agonía— por dejarla aquí y derramarla y no les es posible ya. La
palabra que se va con la muerte violenta, y la que sentimos que la precede como guía, la
guía de los que, al fin, pueden morir.
Perdida la palabra única, secreto del amor divino-humano. ¿Y no estará ella
señalada por aquellas privilegiadas palabras apenas audibles como murmullo de paloma:
Diréis que me he perdido, — Que, andando enamorada—, Me hice perdidiza y fui ganada.
LA PALABRA QUE SE GUARDA
La palabra que un ser humano guarda como de su misma sustancia, aunque la
aprendiera o la formara él mismo un día. La que no se dice porque el decirla la desdeciría
también al darla como nueva o al enunciarla, como si pudiera pasar; la palabra que no
puede convertirse en pasado y para la que no se cuenta con el futuro, la que se ha unido con
el ser.
Y se presiente, y aun se la ve, como profetizada en algunas criaturas no humanas, en
algunos animales que parecen llevar consigo una palabra que al morir están al borde de dar
a entender. Y también en la quietud inigualada de las bestias que miran el sol como si
fueran sus guardianes, imágenes que el arte ha perpetuado en la avenida del templo de
Delos, por ejemplo.
Y en el firmamento, algunas constelaciones o luceros sólo parecen guardar alguna
palabra y custodiar por ella, con ella, la inmensidad inconcebible de los espacios
interestelares, los vacíos y oquedades del universo, vigías del Verbo.
Mas en los seres humanos que guardan esa su palabra no se la ve, pasa inadvertida,
como suele serlo también para ellos, al menos como palabra, pues que ha llegado a
asistirles como una lámpara que por sí sola se enciende o que está siempre encendida sin
combustión.
Quizá sea el secreto que esclarece ciertas humanas presencias mientras viven y que
se desprende de algunas legendarias figuras (legendarias aunque pertenezcan al lecho de la
historia) y que algunos, y algunos poetas, constructores de arte y de pensamiento, han
dejado guardado también en su obra, que aparece así dotada de una inacabable y más clara
vida que aquellas otras que no la contienen.
La palabra que permanece inviolada en el delirio, por arrollador que sea, de quien
teniéndola entra a delirar sin fin. La palabra que no se petrifica en el espanto, y a partir de
la cual el hablar se deshiela. Y que sigue orientando el ser del que ha entrado en la noche de
su mente.
Suele ser esta palabra que no se pierde un nombre. Un nombre que pudo ser dicho
un día, mas que al guardarse ya irrepetible ha ido recogiendo las notas del nombre único. O
puede ser un sí o un no, dado y olvidado ya, mas que subsiste, guiando al ser que lo guarda
aún sin saber; una palabra que a todo suceso transciende.
LO ESCRITO
«Lo escrito, escrito está.» Mas no todo ello indeleblemente. Se borran los escritos
por sí mismos, o por obra de las circunstancias. El clima, la atmósfera misma, algún
polvillo que cae del cielo borra lo escrito: títulos, inscripciones, sentencias caen.
Mientras dura un ciclo histórico hay palabras que permanecen en una determinada
visibilidad y que corren de boca en boca; son los tópicos de esos siglos. Sus sentencias, por
tanto, son condenatorias por lo general. Y hay también palabras escritas y que, como
escritas, se repiten, apaciguadoras y sabias, que marcan el límite, un cerco vienen a formar
todas ellas que muy pocas gentes trascienden. Pues que la inspiración que llega no se
detiene, la inspiración que trasciende el cerco sólo rara vez arrastra consigo, o tras de sí, a
quienes ha visitado, dejándolos, eso sí, perplejos en los mejores casos, cabizbajos por lo
común, y disponiéndose con ahínco a volver a ver todas las cosas tal como si la visita de la
inspiración no hubiera llegado, empadronándose conscientemente como habitantes del
cerco y hasta alzándose vigilantes, por si acaso.
Pues que los guardianes del cerco lo son de la continuidad —de la continuidad del
cerco, se entiende bien— no saben dónde acudir, si es que se dan cuenta, o sienten, al
menos, que la discontinuidad de la inspiración corresponde a la discontinuidad de la
historia escrita, o que se da por tal, escrita ya para siempre bajo sentencia: «Lo escrito,
escrito está», y no cabe ni hay para qué borrarlo, si no es con algún borrón más
condenatorio todavía. ¿Será quizá la discontinuidad de la historia la que llame a la
inspiración que infatigable se reitera, y no siempre sin sobresalto? Es lo escrito lo que hace
la historia, según se nos dijo. Y así, por ejemplo, las piedras, aun en círculo
prodigiosamente erguidas y acordadas, no son historia. No hay historia sin palabra, sin
palabra escrita, sin palabra entonada o cantada — ¿cómo iba a decirse palabra alguna sin
entonación o canto? Habrá entonces otra cosa que habríamos de conocer, o simplemente
señalar, sin referencia alguna a la historia, para indicar así con ello nuestra ignorancia
invencible, nuestra exclusión. Y la perplejidad en que nos sume cualquier vestigio de su
existencia, y su simple existencia misma, que puede equivaler, en ocasiones, a su presencia.
¿Y aquella piedra tan igual a las otras, no podría ser ella, ser la que canta? Pues que en las
piedras ha de estar el canto perdido. ¿Y no podrían ser aquéllas, estas piedras, cada una o
todas, algo así como letras? Fantasmas, seres en suma que permanecen quizá condenados,
quizá solamente mudos en espera de que les llegue la hora de tomar figura y voz. Porque
estas piedras no escritas al parecer, que nadie sabe, en definitiva, si lo están por el aire, por
el alba, por las estrellas, están emparentadas con las palabras que en medio de la historia
escrita aparecen y se borran, se van y vuelven por muy bien escritas que estén; las palabras
sin condena de la revelación, a las que por el aliento del hombre despiertan con vida y
sentido. Las palabras de verdad y en verdad no se quedan sin más, se encienden y se
apagan, se hacen polvo y luego aparecen intactas: revelación, poesía, metafísica, o ellas
simplemente, ellas. «Letras de luz, misterios encendidos», canta de las estrellas Francisco
de Quevedo.
«Letras de luz, misterios encendidos», profecías como todo lo revelado que se da o
se dio a ver, por un instante no más haya sido.
EL ANUNCIO
Al modo de la semilla se esconde la palabra. Como una raíz cuando germina que,
todo lo más, alza la tierra levemente, mas revelándola como corteza. La raíz escondida, y
aun la semilla perdida, hacen sentir lo que las cubre como una corteza que ha de ser
atravesada. Y hay así en estos campos una pulsación de vida, una onda que avisa y una
cierta amenaza de que algo, o alguien, está al venir.
No podrá entender que algo así suceda con la palabra sino aquel que haya padecido
en un modo indecible el haber sido dejado por ella, sin que sea necesario que una tal
situación llegue a la total privación. Es la palabra interior, rara vez pronunciada, la que no
nace con el destino de ser dicha y se queda así, lejos, remota, como si nunca fuese a volver.
Y aun como si no hubiese existido nunca y de ella se supiera solamente por ese vacío
indefinible, por esa a modo de extensión que deja. Pues que es una suerte de extensión la
que se revela. La extensión toda ella, ¿ será el resultado de un abandono? Y luego se siente
a la palabra perdida inmediata y escondida, raíz y germen, presencia oscura sin puerta para
entrar en la consciencia. La aporía de la palabra, su imposibilidad de encontrar condiciones
para su vida, lugar donde albergarse, tiempo, y ese fuego sutil y ese morir viviendo. Y en
esta etapa es él, el sujeto paciente, el que se siente ser obstáculo, corteza, resistencia. Lugar
cerrado a la palabra, inhábil para abrirse a ella, si no hundiéndose todavía más,
ahondándose sin ensimismamiento. El ensimismado —ya Ortega lo mostró bien—tiene un
lugar dentro de sí, intangible decimos, inviolable. Pues que si así no lo siente el tal sujeto
que se ensimisma, será una simple y vulnerable defensa, una simple oposición equivalente
a una máscara; con enmascararse le bastaría, pues, y aun con agazaparse.
Mas cuando el sujeto hundiéndose cada vez más en su paciente condición se sigue
sintiendo y viendo como un lugar cerrado a la palabra, nada ya le asiste. Nada.
Mas en la nada obtenida por un puro retirarse para que lo más preciado aparezca,
surge, no notado el principio, un algo inseparable, más allá de toda figuración. Y ya esto
sólo, lo inesperable que se advierte con naturalidad, es el primer don del exilio. Aquello que
llega como respuesta a una pregunta no formulada.
Prosigue lento e inexorable este germinar en el campo de la palabra, en el
propiamente suyo, en aquel que se ve así tratado, sometido con riesgo de perder el aliento
también, si se revelara. Cuando se trata del anuncio, una revelación sucede siempre así en
quien la padece. Ni decir sí ni no le está permitido. Nada. Mas no la nada que entonces
menos que nunca puede nadificar. Y el silencio a que vive sometido es como una vida más
alta, y el desierto de la palabra un lleno más apretado a punto de abrirse aun más que de
poblarse, de estallar por no poder contener ya la palabra que se dispone a nacer; la palabra
concebida.
Que la palabra haya de ser concebida humanamente es lo único que da cuenta de
que haya y aun exista, llegue a existir, la palabra. Valdría si no el lenguaje, el lenguaje que
es danza que notifica y algo más en las abejas; valdría el canto opaco de la lechuza que
avisa a la cierva y a la corza que el cazador va en su busca. Mas, esta notificación que salta
la diferencia entre las especies animales, ¿qué nos dice ya acerca del lenguaje notificativo,
indicativo, aviso de algo determinado sin más? ¿Y qué nos notifica la danza de las abejas
destacadas del enjambre para buscar lugar nuevo donde albergarlo? ¿Dicen algo, danza y
canto, más allá de lo que notifican? ¿Anuncian ya la palabra?; y palabra propiamente es
sólo aquella que es concebida, albergada, la que inflige privación, la que puede irse y
esconderse, la que no da nunca certeza de quedarse, la que va de vuelo.
Y vuelo hay también en la danza y en el canto. Y la privación del lenguaje, del solo
lenguaje, es ya privación del vuelo, de ese algo que se escapa y que puede no volver, y que
si vuelve es un anuncio. Un reiterado anuncio de que está al nacer la palabra concebida.
EL CONCIERTO
Para el maestro Andrés Segovia
Se oía, ¿se hubiera oído la guitarra si su sonar no abriera desde el primer instante el
modo justo de escuchar? Era su primera virtud indiscernible de momento. Los preocupados
de pedagogías quizás hayan caído en la cuenta de que es la Música la que enseña sin
palabras el justo modo de escuchar. Y de que cuando de palabra sola se trata, sucede así
igualmente, que es la música, que puede ser un modo de silencio, la que sostiene la palabra
en su medio y en su modo justo, ni más alta ni más baja —siempre preferible un poco baja
—. Porque la música es, desde un principio, lo que se oye, lo que se ha de oír, y sin ella, la
palabra sola, decae adensándose, camino de hacerse piedra, o asciende volatilizándose,
defraudando. Gracias a la música la palabra no defrauda; privada de ella, aun siendo
palabra de verdad, y más si lo es, se desdice. La música es prenda de la no traición, no
existen en ella «las buenas intenciones», y un solo fallo en la voz que dice revela la falacia,
o denuncia el incumplimiento de la verdad. La música cumple, se cumple, y escuchándola
nos cumplimos. Aquel que la trae, ¿qué es, quién es? Un ser remoto, una pura actualidad
del siempre. Y resulta impensable que alguna vez se vaya, que alguna vez no haya estado.
Volverá. Volverá siempre el que hace la música de este instante. Volverá esa música que se
aproxima más al origen, al principio, cuando revela al par el instante de ahora. Dura un
instante toda ella. Dura un instante toda la música. Un instante de eternidad, como el morir,
como el nacer, como el amar.
Más por ser de guitarra la música; mas, ¿qué era en verdad ese latir solitario, esa
onda del ser y de la vida? ¿No será, acaso, el instrumento musical sin más, entero y sólo,
único?
Instrumento único de la música toda. Una sola nota podría bastarle. Inconfundible.
Unía los contrarios, el ser y el no-ser del sentimiento mismo. Era lamento y no lo era.
Celebración sin rastro de triunfo. ¿Une la música los contrarios, o está alentando antes de
que los haya? ¿O es su cumplimiento una pura acción de devolvernos en ese su instante al
origen del tiempo, ahora cuando él tanto camino ha hecho, ahora como entonces, después
de tanto? Y así darnos la ley del recto sentir, librándonos de la nostalgia que los facilones
del vivir creen que sea el don de la música, y sobre todo su voluptuosidad. Dolor puede
haberlo, y más en la guitarra, que tal vez sea entre todos los instrumentos el elegido por el
dolor. Mas el dolor no pide ser establecido, condensado; el dolor pide acabar dándose sin
ser notado, tras de haber germinado germinante, como enjambre innumerable de hormigas.
El dolor que en la guitarra esquiva el sufrimiento bajo el Ángel que menudamente ajusta el
sentimiento y lo orienta paso a paso hacia lo inacabable, arriba. Guarda la música el secreto
de la justeza del sentir, las cifras del cálculo infinitesimal del padecer. Lo que alcanza, al
menos entre los instrumentos occidentales, su máximo cumplimiento en la guitarra, tan
entrañable, que suena desde adentro, en la gruta del corazón del mundo. Y por ello, los que
resbalan por andar con prisas hacen de ella la plañidera, y la desgarrada aquellos que la
aprovechan. Y ella les dice: «dejadme sola», sin que lo entiendan. Pues que es cosa también
de que ella se haya dado sola a alguien que, sin prisa, vaya toda su vida, casi sin tocarla,
rozándola apenas, desgranando su secreto según número, ése que se esconde más cuando
más se revela. La noche del padecer entonces se aclara, el enjambre del sufrimiento se
unifica. El sonido es uno solo. El Ángel ha arrancado las espinas y se da a sentir él
borrándose.
SÓLO LA PALABRA
Hay una palabra, una sola, de la que no se sabe de cierto si alguna vez ha traspasado
la barrera que separa al silencio del sonido. Ya que por muy larga e inconteniblemente que
se haya hablado, la barrera entre el silencio y el sonido no ha dejado nunca de existir,
erizándose hasta llevar al que habla al borde del paroxismo. La incontinencia del habla ha
de tener en ese infranqueable obstáculo su origen. Y el desbordamiento del hablar entonces
toma carácter de fenómeno cósmico; catarata, erupción volcánica. Y la palabra que es en sí
misma unidad, conjunción milagrosa de la «fysis», del sentido que abarca y reúne los
sentidos, soplo vivificante, impalpable fuego y luz del entendimiento, cae arrastrada más
infeliz que la piedra que acabará de rodar alguna vez al encontrar el mínimo albergue de su
peso.
La palabra escondida, a solas celada en el silencio, puede surgir sosteniendo sin
darlo a entender un largo discurso, un poema y aun un filosófico texto, anónimamente,
orientando el sentido, transformando el encadenamiento lógico en cadencia; abriendo
espacios de silencios incalmables, reveladores. Ya que lo que de revelador hay en un hablar
proviene de esa palabra intacta que no se anuncia, ni se enuncia a sí misma, invisible al
modo de cristal a fuerza de nitidez, de inexistencia. Engendradora de musicalidad y de
abismos de silencio, la palabra que no es concepto porque es ella la que hace concebir, la
fuente del concebir que está más allá propiamente de lo que se llama pensar. Pues que ella,
esta palabra es pensamiento que se sostiene en sí mismo, reflejo al fin en lo simplemente
humano de la lengua de fuego que abrió a aquéllos sobre quienes se posó el sentido y
conocimiento de las lenguas todas. No se da a ver. Abre los ojos del entendimiento para que
vea o vislumbre algo. Y no se presenta a sí misma porque, de hacerlo, acabaría con la
relatividad del lenguaje y con su tiempo. Y quizá sea ella la que llegue un día.
Sin moverse, mueve; y sus aspectos son incalculables, daría de sí esta palabra impar
para múltiples vidas; ilimitada y geómetra, trazadora de límites, de las necesarias
separaciones entre los verbos y entre las diversas manifestaciones del tiempo; abre surcos
en el tiempo paralelos o no. Y aún sostiene la divergencia entre ellos, pues que en la
relatividad de la vida, la divergencia es garantía de unidad cuando está sostenida por la
palabra depositaria del sentido uno, de lo único.
Y llega ella, la palabra sola, a imponer en ciertos casos, en ciertas fases del ser del
hombre, la privación del lenguaje, dejándolo reducido a lo indispensable para que siga
formando parte de la sociedad al individuo a quien esto ocurre. Y a veces, quizá cuando el
sujeto en cuestión insiste en hablar como siempre o más, se queda sin palabra alguna,
sumido en total silencio, sin que pueda hablar ni consigo mismo. Mas le puede dejar sin esa
distinción entre uno mismo y los otros, depositado en una vida de comunicación silenciosa,
liberado de la expresión y del notificar. Establece la presencia de la palabra sola, una
especie de respiración interior, una respiración del ser, de este ser escondido en lo humano
que necesita respirar a su modo, que no puede ser el modo de la vida sin más. Vida y ser
han de respirar al menos en el reino humano, haciendo presentir que sea así en todos los
reinos del ser y de la vida distinta o unidamente.
Inicialmente las dos respiraciones, la de la vida y la del ser, se dan por separado. La
respiración de la vida está bajo la amenaza de un cesar que no se hace sentir sino en ciertos
momentos por una causa inmediatamente fisiológica, y con tanta frecuencia por la falta de
respiración del ser escondido en el hombre. Y entonces la atención se vuelca en quien la
padece, hacia fuera, hacia lo que cree ser la única respiración que posee y le sostiene. Y la
dificultad de respirar vitalmente se condensa y arriesga hacerse total bajo la atención que,
lejos de desatar el nudo, lo estrecha. Y es raro que la falta de respiración del ser no recaiga
sobre la respiración de la vida, como es raro o imposible que ninguna dolencia del ser deje
de afectar a la vida. Lo inverso, en cambio, sigue otra ley.
Pues que el ser escondido al respirar puede sostener en alto la vida de aquel en
quien se da, sin que ninguna intención preconcebida ni ningún estímulo de afuera se
interponga. Al ser, para que sostenga y aun salve los vacíos, las duraciones innumerables,
los obstáculos de todo orden, hay que dejarlo a él mismo. Pues que alberga la palabra sola
como su más directa manifestación incalculable. Ya que el ser, y más todavía por estar
escondido en lo humano, es por principio incalculable, inasible, rodeado de un vacío que
sólo desde él puede ser atravesado.
Y al fin en algunos seres humanos se cumple la unión de las dos respiraciones.
Humanos, decimos, porque sólo de ellos podemos percibirlo con certeza. La respiración del
ser hacia adentro, si se la considera desde esa superficie que la vida inexorablemente
ofrece. Ya que la vida es por principio superficial, y sólo deja de serlo si a su respiro se une
el aliento del ser que, escondido bajo ella, está depositado sobre las aguas primeras de la
Vida, que nuestro vivir apenas roza. Pues que estamos depositados en la historia,
atenazados por la necesidad y sobrecogidos por la muerte. Todo lo transciende la
respiración del ser, y así su palabra, la sola, desconocida y prodigiosa, milagrosamente
identificada palabra, alza en su ímpetu único todas las palabras juntas y las unifica
destruyendo irremediablemente. Ya que en el ser humano lo que trasciende abate y anula;
nadifica. Y esta acción se aparece también doblemente. La nadificación que procede del
ser, prenda de la unión, y aquella otra amenaza suprema que procede no del cese de la
respiración vital, sino del apagamiento de la respiración del ser que más escondido se
encuentre con mayor ímpetu, respira, dando entonces su sola palabra. Sólo su palabra antes
de abrir el silencio que la trasciende.
VII
SIGNOS
SIGNOS, SEMILLAS
A Ricardo Pascual
Centellean en la noche del ser, a través de la claridad de la conciencia que no la
disipa, signos, signos del reino de la matemática, y figuras también de otros reinos, del
reino de lo sacro o que a serio tiende, principalmente. Llaman, amenazando convertirse en
obsesiones, a ser descifrados; se imponen como estaciones a recorrer, como pasos que hay
que dar fuera o más allá del camino de aquel que se lo haya trazado de antemano, con su
sola, escuálida razón. Rondan y revolotean estos signos en las figuras del arte y en las del
que ve visiones. Muchas de ellas fantasmas de algo, ser o suceso, percibido realmente en la
vida cotidiana, percibidas realmente, mas no verdaderamente. Y su imagen visionaria
persigue así como la verdad inadvertida, como la razón dejada en los aires.
Signos, figuras parecen así ser como gérmenes de una razón que se esconde para dar
señales de vida, para atraer; razones de vida que, más que dar cuenta, como solemos creer
que es el único oficio de las razones y aun de la razón toda, y que más que ofrecer asidero a
las explicaciones de lo que pasó y de lo que no, llaman a alzar los ojos hacia una razón, la
primera, a una razón creadora que en la vida del hombre modestamente —adecuadamente
— ha de ser la razón fecundante.
Semillas pues, estos signos y figuras de un conocimiento que exige y promete al ser
que los mira la prosecución y el despliegue de su vida. Ya dentro de nuestra tradición
racionalista, los estoicos hablaron de «razones seminales», expresión que ahora no nos
resulta ser tan declaradora. Ya que la palabra Razón ha perdido tanto, se ha desgastado
tanto al convertirse en abstracta como para ser la traducción fiel del «logos». Lo que les
sucede igualmente a los términos «semillas», «gérmenes», por referirse hoy solamente a lo
biológico, sin más.
LOS SIGNOS NATURALES
La atención a los signos no humanos está encerrada en el hombre histórico dentro
de la atención que concede a las circunstancias, sin que se pare mientes en que las
circunstancias pueden ofrecer una cierta revelación acerca de los elementos que las
configuran y que nos piden «ser salvadas» según Ortega y Gasset, que las «descubrió»
como depositarías de razón a rescatar del logos oculto.
Y así hay que sorprenderse a sí mismo en el asombro ante la evidencia del signo
natural: la figura impresa en las alas de una mariposa, en la hoja de una planta, en el
caparazón de un insecto y aun en la piel de ese algo que se arrastra entre todos los seres de
la vida, ya que todo lo viviente aquí de algún modo se arrastra o es arrastrado por la vida.
Signos que no pueden constituir señales, ni avisos. Y que si nos remitimos a ese aviso del
puro sentir que vive envuelto en el olvido en todo hombre, se nos aparecen como figuras y
signos impresos desde muy lejos, y desde muy próximo; signos del universo.
Mirados tan sólo desde este sentir, estos signos nos conducen, nos reconducen más
bien, a una paz singular, a una calma que proviene de haber hecho en ese instante las paces
con el universo, y que nos restituye a nuestra primaria condición de ser habitantes de un
universo que nos ofrece su presencia tímidamente ahora, como un recuerdo de algo que ya
ha pasado; el lugar donde se vivió sin pretensiones de poseer.
¿Sucedió alguna vez el que los seres humanos no habitaran en ciudad alguna? Pues
que ciudad puede ser ya la cueva, el rudimentario palafito. Ciudad es todo lo que tiene
techo. Y al tener techo, puerta. Un dintel y un techo, una habitación donde solamente su
dueño y los suyos, y los que él diga, pueden entrar, por escaso abrigo que proporcione. Ya
ese hombre ha trazado un límite entre su vida y la del universo, una frontera.
LA ADORACIÓN DE LA LUNA - LA CICUTA
No se detiene la influencia de la luna en el reino de las aguas, se enseñorea de los
bosques y tiene un cielo suyo.
Crea la luna un mar propio con su sola aparición y más todavía, si no se ensalza
sobre la urbe. Sobre su reino —el bosque— se derrama en libertad, es Ella, ella la sola, la
perdida, escapada de la casa del Padre o sometida por él mismo a andar así errante y
dominadora a la par. Delegada y rebelde, revolucionaria, cumple sus fases exactamente, es
todo lo que obtuvo del sol, al querer una órbita propia y diversa, la obediencia rendida se
muestra a las claras en ser su espejo. Generosa, excesiva, se deshace, se diría, reflejando la
luz y dándola, ávida de dar y de ser acogida, ávida de amar y todavía más, parece, de ser
amada. Y la avidez de ser amado en cualquier ser tan sólo se calma con la idolatría, con la
enajenación, con la locura misma nacida de la adoración imposible. Y ella, la Luna diosa,
Artemisa hermana divergente de Apolo, espeja también este suceso de la avidez de ser
amado hasta la enajenación, hasta el embebimiento, hasta el éxtasis, tal como sucede con el
amor a lo absoluto adorable. El absoluto adorable que no es precisamente el dios Apolo,
relativo, como todos los dioses que sirvieron a la luz antes de que la luz misma naciese
aquí, en la tierra. Servidores, y asimilados sin duda todos los dioses y figuras de la luz, a la
luz entera y a su verbo.
La luna asimila la luz del sol, este sol que ciertamente no coincide con el Febo
romano, con el sol. Apolo es portador de la luz hiperbórea, sobresolar, aunque aquí en la
tierra sea dada por el sol; un sol que nunca se oculta. Un suceso que se da allá en el polo, en
el punto inhabitable tras de la catástrofe que torció el eje del planeta. Es la luz que quedó de
antes; luz perdida para los habitantes de la tierra que conocemos y que el dios Apolo traía a
su tierra de elección —la antigua Delfos— periódicamente, obedeciendo así a la ley de la
ocultación de la luz que se nos dejó establecida. La Luna, ella, diosa que quizá se rebeló
contra la ocultación, lo paga con su fase de ocultación completa, aparece en sus fases
disminuida, creciente, plena, ávida de derramar la luz que no es suya y que la posee.
Patrona poseída del amor que roba, del sueño sustraído, de la vigilia amenazada de locura,
de alguna más que enfermedad dolencia, estigma de su luz, generadora de los venenos; de
los venenos pálidos, dulces, que dan el adormirse. Sin fuego. Ya que su luz hay que
reconocer que está limpia del fuego solar, luz acuosa sin la fuerza del alacrán solar, que
genera, sin duda, y pone su firma en dolencias tales como la llamada en la Edad Media
«Feu sacré». Una firma sobre la piel tersa de ese alacrán que el sol suelta como signo quizá
de su fuerza, de su venganza por tanta vida y fuego como nos da.
Mas la luna, ella, no tiene fuego, atrae, en su avidez incontenible de ser amada, a
costa del ser que la mira y que de ella se queda prendido, llevándolo hacia sí, hacia el mar
acuoso que su luz crea; una luz como de galaxia que quizás es lo que ella dejó de ser,
desprendiéndose de alguna galaxia de la que guarda nostalgia —Galatea ella según el mito,
uno de esos mitos infalibles de la poesía griega—. ¿Y quién en la luna se mira? ¿Quién la
ama hasta dejarse en ella su ser? Tal vez la planta sacra: la cicuta. Como de rodillas la
cicuta en un campo entero se vuelve hacia la luna inclinada su flor pálida como una frente
pensativa, como una frente exhausta por el pensamiento. Ávida de ser luminosa quizá, la
cicuta, planta de la luna, se arrodilla ante ella y la mira. Y como ojos se vuelve toda la
cicuta que no acaba de tener una mirada, absorta, embebida por la presencia de la luna que
ha encontrado al fin su planta, su ser vegetal adorador, sin el cual ninguna divinidad del
cosmos llega a serlo cumplidamente. Y si alguno no la tiene es por una renuncia, con esa
elegancia que aun en los dioses se da por la renuncia de pasarse sin alguno de sus atributos.
Y al verla así, arrodillada y absorta, la cicuta llega a ofrecer un rostro que se le ha
abierto. Su flor alcanza la grandeza de esos rostros de orantes que unidamente con las
manos extendidas y abiertas está a punto de desprenderse de su cuerpo. Mas ellos suplican
al borde del éxtasis, mientras que la blanca flor de la cicuta ha entrado ya en el éxtasis, en
esa luz acuosa y ambarina que la luna parece emitir sólo para ella; luz de pintura se diría en
la que no es posible entrar. Y aunque se esté al par que la cicuta por ella bañado, no se es
tocado por esta luz, ámbar desleído, luz sustancial como ninguna otra luz de la naturaleza.
Y se siente que de esta luz pastosa, en la que la flor de la cicuta encuentra su éxtasis,
al veneno no hay más que un paso. Un veneno que la flor envía al tallo que la sostiene,
concentración del rencor hacia lo que no cede aunque se doblegue, y que sigue sosteniendo
al ser que adora a la luna sumergido en su luz refleja. Una luz que es sólo luz, sin fuego,
propio reflejo de una lejana y ajena combustión. Fríamente cae la luz lunar buscando tal
vez, por encima de todo, encenderse, y tan sólo enciende pálidas flores que muestran en su
desmesurada apertura sus blancas entrañas, como las de una piña que se ha abierto y está en
camino de deshacerse, de borrarse fundida con la luz pastosa; de confundirse con ella para
siempre. Y se confunde al transformar esta sustancia de luz refleja en veneno mortal. Extraño
veneno nacido de la quietud de esta flor que no puede ni aun de día ser inocente, pues que
mira, y hasta se asoma por entre los barrotes de una ventana que bien podría ser la de una
celda, ávida como un pensamiento que no llega a serlo por faltarle la chispa de fuego
indispensable; blanca y cada vez más blanca en su desplegarse que alude a la masa cerebral,
ofreciéndose como una santa, prometida a la santidad de la muerte apurada por sólo haber
pensado. Suceso que ella, la cicuta, parece no haber olvidado, no poder nunca olvidar.
LA MEDUSA
Cayó al fin bajo la espada de Perseo la cabeza de la Medusa. ¿Tenía cuerpo acaso?
No había de ser un cuerpo carnal, ni tan siquiera al modo de los cuerpos de los seres
marinos. De su «sangre» en la tierra nació Crisaor, un ser áureo como su simple nombre
indica, un caballero. Y el caballo alado. Pegaso. No eran propiamente de la tierra. La
promesa de esta extraña criatura anunciaba quizás otro reino en el que algo había de
subsistir del mar, o quizá no, si se entiende que el mar sea el abismo donde la vida guarda
gérmenes, esbozos, esquemas de criaturas inéditas todavía, y donde se alojan al par,
aquellas de imposible nacimiento al menos en este orden del tiempo. Seres o proposiciones
de seres necesitados de un orden inimaginable que les aguarda. O para quedarse así, si es
que se entiende que las aguas amargas sigan siendo un lugar donde la vida es posible sin
mayor determinación ni condicionamiento que la de ser un algo viviente.
Y la belleza de la Medusa, criatura impar, seguiría siendo el foco mismo del terror,
su centro original a través de los tiempos. La figura del poder subsistente del abismo de las
aguas para proseguir aún, fecunda ella por el dios mismo, el rey del Océano, su ancestro.
Ya después la cabeza de la Medusa ornada de alas, como el caballo Pegaso, aparecía como
guardiana de los ínferos para la absoluta pureza buscada por los neopitagóricos en la
Basílica subterránea que construyeron sin poder nunca llegar a usarla en Roma, según
Jerome Carcopino.
Y aquí y ahora, en el mar, el animal nombrado Medusa ofrece algo así como un
vaciado del cráneo: una membrana que hace pensar en la pia mater o en la dura mater,
envolturas de nuestro cerebro. De sus bordes prenden hilos transmisores de lo que este
esquema cerebral necesita saber, noticia de la mayor o menor densidad de las aguas por
donde transita. Un esquema, pues, del sistema nervioso, incompleto también; el hueco del
cerebro y los vibrantes, sueltos filamentos al modo de una cabellera. Un sistema nervioso
pues, que no ha encarnado todavía o que se ha desencarnado ya. Para la simple mirada que
recoge esta presencia real —fuera del conocimiento científico— es la visión del origen
remoto de la sede del sentir y del pensamiento, o bien de un designio que se ha quedado
detenido, de un sistema nervioso y cerebro, albergue de un otro modo de pensamiento.
Como indicios y sentidos no hay en esta viva Medusa, la simple mirada no científica, puede
presentir algo así como la sede o designio de un pensamiento sin la apertura de los sentidos;
de un pensar puro sin más receptividad que la que atañe al lugar donde como puro ser, el
ser del pensamiento, transita, al modo de un insensible estratega.
Y esta criatura que no posee ni un mínimo esqueleto, se acuerda perfectamente con
la petrificación originada por la Medusa del mito, lejos del esqueleto y de la carne al par.
¿Se ha librado ella del terror que su diosa inspiraba? Figuras las dos del abismal terror
originario. Figuras de sueño.
Viene el terror como todo lo primario del sueño y del soñar. Del sueño originario
que esparce terror y esperanza con tanta frecuencia indescifrables y posesivos. Solamente
liberador este sueño que arranca de los orígenes, porque da a ver y a sentir lo que en la
calma de la vigilia y aun en esas raras calmas que la historia consiente, y que forman parte
de su poder de seducción, se dan. Acomete el terror al que dormido lo respira,
sobrecogiéndolo para poseerlo enseguida, deteniendo su aliento, petrificándolo. O
inmovilizándolo a lo menos. Y también, llevándolo hacia el otro reino, ése de donde lo
único sea vivir, seguir estando vivo o, por el contrario, ofreciéndole el otro reino donde la
determinación no haya lugar, donde el terror que viene del origen sea eludido por tanto. Y
el pensamiento, así se le aguarda, pueda ser como un desconocido que llama a la puerta sin
llamar y que dice sin pronunciar palabra.
La imagen de la Medusa marina despierta en el fondo insondable de las aguas del
sueño el anhelo y el temor entremezclados de un pensamiento no asistido de los sentidos ni
condicionado por ellos. De un pensamiento absoluto que no sería ya tampoco un
pensamiento asistido del pensar —del esfuerzo y de la tensión del pensar—, ni por el
tiempo. Un saber sería más bien; un saber sobre el tiempo, sobre las aguas del tiempo, y no
solamente sobre el abismo del indefinido e indefinible nacimiento. Un saber absoluto que al
darse aquí, tendría sólo la necesidad de recibir noticia acerca del lugar donde su receptáculo
se encuentra; señales de ese su transitar por los mares del tiempo, para mantenerse en las
zonas que le permitan no ser sumergido, ni arrojado fuera. Un sueño que quizás haya sido
filosóficamente formulado. Lo que anda lejos de ser dicho como una condenación absoluta
de este filosofar. No puede ser acusado un filosofar por extraer una esperanza —aunque no
pueda verificarse aquí— del abismo del terror originario. Y todavía más, en los escasos
claros de la historia, el pensar filosófico y el poético han creído que tenían que aventurarse
a dar forma —determinación— a lo que se agita en lo indeterminado; volver la mirada
hacia el albor del pensar griego, al «apeiron», lo indeterminado de donde «la justicia del
ser» destaca todas las cosas que son, que son por ahora, se entiende.
LOS OJOS DE LA NOCHE
Acaso no hubo siempre en la vida, y en el ser humano con mayor resalte, esa
ceguera que aparece ser congénita con el poder de moverse por sí mismo. Todo lo vivo
parece estar a ciegas; ha de haber visto antes y después, nunca en el instante mismo en que
se mueve, si no ha llegado a conseguirlo por una especial destreza. El ver se da en un
disponerse a ver: hay que mirar y ello determina una detención que el lenguaje usual
recoge: «mira a ver si...» lo que quiere decir: detente y reflexiona, vuelve a mirar y mírate a
la par, si es que es posible.
Parece que sea la ceguera inicial la que determine la existencia de los ojos, el que
haya tenido que abrirse un órgano destinado a la visión, tan consustancial con la vida, como
la vida lo es de la luz. Y los ojos no son bastante numerosos, y al par, carecen de unidad. Y
ellos por muchos que fueran no darían tampoco al ser viviente la visión de sí mismo,
aunque sólo fuese como cuerpo. El que mira es por lo pronto un ciego que no puede verse a
sí mismo. Y así busca siempre verse cuando mira, y al par se siente visto: visto y mirado
por seres como la noche, por los mil ojos de la noche que tanto le dicen de un ser corporal,
visible, que se hace ciego a medida que se reviste de luminarias centelleantes. Y le dicen
también de una oscuridad, velo que encubre la luz nunca vista. La luz en su propia fuente
que mira todo atravesando en desiguales puntos luminosos ojos de su faz, que descubierta
abrasaría todos los seres y su vida. La luz misma que ha de pasar por las tinieblas para
darse a los que bajo las tinieblas vivos y a ciegas se mueven y buscan la visión que los
incluya.
Mas luego bajan las alas ciegas de la noche, caen y pesan, siendo alas, sobre el que
vive anclado a la tierra. Y la sombra de esas alas planeará siempre sobre la cabeza del ser
que anhela la visión que le ve, y que vela sus ojos cuando, movido por este anhelo, mira.
Y de esas alas de la noche ¿no habrá contrapartida en las veloces alas del nacer del
día y en las de su ocaso —llamas, fuego que tanto saben a amenaza?
Y aparecen las alas del Querubín, sembradas de innumerables, centelleantes ojos.
Un ser de las alturas, de la interioridad de los cielos de luz, que aquí sólo en imagen se nos
da a ver; alzadas las alas, inclinada la cabeza, imponiendo santo temor al anhelo de visión
plena en la luz que centellea en los ojos de la noche.
LA UNIDAD Y LA IMAGEN
La imagen, aun considerada en sí misma, es múltiple, aunque esté sola. La
conciencia la sostiene sabiéndola imagen. Y la posibilidad se abre a su lado; podría ser
diferente y es quizás así, tal como se da a ver. Su ser de abstracción no le da fijeza, más que
cuando un intenso sentimiento se le une. Y entonces asciende a ser icono: el icono forjado
por el amor, por el odio, por el concepto mismo, especialmente cuando la imagen encierra
la finalidad.
EL PUNTO
Ya que el devenir dejado a su correr declina, la conciencia necesita enderezarlo una
y otra vez; a solas no deja de caer desviándose hasta perderse de vista, cayendo bajo el
nivel del tiempo y del no-ser: caído en el pasado, o enterrado a medio nacer, o larva de
pensamiento.
La referencia al futuro del devenir que atraviesa la persona humana y que le es dada
por ella, no es suficiente para contener ese su declinar. La finalidad definida por su sola
presencia en la conciencia basta para que en el río inacabable de «vivencias», y más aun de
las que están ligadas a los sucesos que afectan a la persona, el declinar no se produzca. En
principio, los sucesos no sostienen a la persona, aunque se le presenten como favorables. Y
el exceso de facilidad favorece el declinar insensible de la persona misma. Y la dicha puede
llevarla, como la desgracia, a las márgenes del tiempo.
Pues que la presencia, raras veces total, del futuro, al fundirse con la corriente de
pensamientos a medias formulados, de sentires incipientes, de sensaciones confusas, se
anega en la corriente temporal fácilmente. Y aún puede la finalidad irse desgastando,
convirtiéndose en pasado insensiblemente, tomando las notas cualitativas del pasado por el
vacío que deja su incumplimiento. Y la finalidad así desleída se convierte en posibilidad. Y
la posibilidad tiende a desarraigarse del presente, a evaporarse o a condensarse en «lo que
hubiera podido ser». Y ha de surgir una razón, una mediación entre la finalidad que llega
desde la altura y la lejanía del futuro, de tanto mayor inmensidad cuanto más decisiva, total,
sea la finalidad, y ese devenir en que la persona está debatiéndose y que tiende a
sumergirla. Una razón, abstracta sin duda; más todavía, ideal. De naturaleza una, la
presencia irreductible, indisoluble, inanalizable. Sin figura y sin forma, a no ser que indique
como un signo el núcleo irreductible de toda forma pura; de la forma en sí misma, sin más.
La forma de lo uno, si alguna vez la tuviera, en la que coinciden perfectamente
fondo y forma: identidad. Una forma de identidad apta para ser mediadora, un punto de
mediación.
Inasible, el punto marca, señala, establece sin llamar a la discusión y sin que de su
presencia dimane —al menos en un primer momento— alguna ley. Lo que propone es
como la posibilidad de la imposibilidad, lo inverosímil de la verdad, el signo del ser que no
puede confundirse con la realidad ni entrar en ella, mas que la atrae y la sostiene. Sombra
real de un remoto, irrepresentable centro. El punto no representa nada, es su sola aparición.
—La dualidad de contenido y forma es la que hace posible la representación y cuando en
una figura del arte o de la vida coinciden, la representación ha quedado abolida, aunque se
trate de arte representativo o de humanas figuras cargadas de representación—. El punto es,
simplemente. No es causa ni efecto, ni indica ninguna dirección a tomar al que lo mira; su
primaria acción es el desprendimiento que no sin cierta violencia opera en quien lo mira. Y
quien a él se remite se desprende ya por ello del devenir que lo envuelve y está a punto de
sumergirle. Y así viene a encontrarse sostenido por él, como si el punto fuese lo que no sólo
no es sino que parece negar: un lugar.
Un lugar es por definición un espacio donde se puede entrar, o donde hay dentro
algo o alguien. Y el punto nada tiene dentro ni nada puede albergar ni por un instante —un
instante, que es su equivalente en el tiempo—. Sugiere entonces la posibilidad de vivir sin
lugar; sin lugar alguno en un total desprendimiento. Y que ello no dure no quiere decir que
no sea. O que no sea al menos, como antesala o nártex. Como una anticipación de un modo
de vida en el que la trascendencia se cumpla.
Y el que tal imposible no dure, el doble imposible de no poder albergarse en la
pureza del punto, ni la de que inmediatamente se revela de vivir sin lugar alguno, el que
haya sido real y verdaderamente, mas sin duración, no lo desmiente ni lo desvaloriza. Por el
contrario, revela un modo de vida que no se extiende en la duración. Un vivir que no
prolifera. Un puro vivir la cualidad o esencia de la vida sin cantidad y sin medida. La
inmensidad del vivir solo, del sólo vivir. Como una profecía de la vida desprendida de su
extensión, de su duración: del lugar, y del espacio-tiempo; de la inevitable relación que toda
vida sostiene con la causalidad y también que a toda vida acompaña. Muestra la profecía de
la vida alzándose sobre las categorías que la sostienen y la cercan; que la desgarran
también, ya que no alcanza a contenerla salvándola de su declinar, de ese declinar que lleva
consigo todo devenir.
Y queda igualmente la persona que por tal experiencia pasa, con el saber de un vivir
sustraído ala causalidad, por encima de la cadena de las causas que parecen por su sucesión
forzosa y previsible sostener el flujo del devenir. Mas que en verdad un día se muestran
como estabilizándolo, perennizándolo sin rescatarlo. La causalidad en el fluir de la vida
hace perenne su limitación y al darle cauce la hace durar indefinidamente, y la estabiliza en
la duración indiferente, subyugada bajo la indefinida necesidad su transcendencia, lo
imprevisible de lo trascender.
El punto fijo por sí mismo se desplaza. Se desprende de todo plano sin que ese su
desplazarse engendre línea ninguna, ni marque la aparición de otro plano. Se libra en su
soledad, se libera y se da al par con ella. Está fuera del espacio sin estar por ello en el vacío,
sin ser un hueco ni nada que le pertenezca. No pertenece al espacio ni al tiempo. Mas con
su soledad unifica a los dos y los distingue, haciendo del espacio una infInitud y del tiempo
una concreción.
LA META
En el conocimiento y en la pasión activa inevitablemente se presenta el punto
absoluto. El simple punto referencia que sostiene la vida por encima de la imposibilidad del
ser, desaparece y sólo se va identificando paso a paso y si se trata de la muerte, «a
posteriori», en el punto absoluto, irremovible.
En la vía del conocimiento, según se abre la conversión del punto de referencia en
punto absoluto, se hace visible. Pues que primeramente fue más ancho, el punto, eso que se
llama una meta, que se aleja según el horizonte, se alza y se agranda. La meta inalcanzable.
En algunos instantes se ha llegado hasta muy cerca de ella. Era un recinto en el que no
siempre se ha entrado, por sentirlo vedado o extraño y hasta irreal. Es el punto abierto en
círculo, abierto y al par inalcanzable. Y si está habitado por un contenido de posible
conocimiento, penetrar en él, disponerse a hacerlo, sería ciego error y grande falta al par.
Sería su allanamiento. Lo que se presenta circularmente cerrado es imagen que porta el
mandato de que debe ser recorrido ese cerco. Pues que el cerco se transforma en cárcel si se
logra entrar en él por la violencia del entendimiento que tantas veces en Occidente se ha
ejercido. La llamada que abandonando toda violencia se siente aparece nítidamente,
después, si no en un primer momento, es la llamada a girar en torno, a dar vueltas en torno
a la meta siempre provisoria, relativa. y el dar vueltas o darle vueltas, el «darle vueltas al
asunto» como en la vida diaria se dice comúnmente, corresponde a la relatividad de su
manifestación aquí y ahora, pues que se muestra para eso, para ser vista desde todas sus
caras. Ya que la meta sin figura se confunde con el horizonte, y fluctúa, no es determinante.
Es, sí, una orientación, y una llamada a ese girar en torno, signo de fidelidad, de aceptación
del tiempo, de la relatividad que no renuncia al absoluto.
EL PUNTO OSCURO Y LA CRUZ
Cuando se yergue y acomete y precisamente en la calma, el yo se hace sentir como
un punto oscuro. Y la calma se va tornando en simple inmovilidad y el tiempo se condensa,
oprime el corazón. Entre el pensar y el sentir no se establece comunicación alguna y los
sentidos —infalibles índices— se retraen. La percepción nítida nada trae, nada revela. Mas
luego, en un instante, el punto oscuro del yo se viene a encontrar como centro de una cruz;
entonces, sin sobresalto alguno, el corazón ocupa su lugar, se hace centro.
Y el ser se siente extendido en una cruz formada por el tiempo y la eternidad. Y no
es un simple tiempo sucesivo éste que se cruza con la eternidad; se abre o está apunto de
abrirse en múltiples dimensiones. El corazón del tiempo recoge el palpitar de la eternidad,
el abrirse de la eternidad. Y el tiempo fluye como río de la eternidad.
Y si siempre fuera así, si siempre el ser humano se mantuviera extendido en esta
cruz, viviría de verdad. Mas no puede suceder así de por sí. O más bien, contrariamente,
sólo de por sí podría ser así siempre. Mas mientras tanto, el corazón aún oscuro, con su
pasividad, un vaso con su vacío nada más, tendría que ser el centro, sin someterse al yo que
lo suplanta.
VIII
LA ENTREGA INDESCIFRABLE
LA ENTREGA INDESCIFRABLE
LA ACEPTACIÓN - EL VELO
Por largamente que un ser humano haya suspirado por morir, sólo el «Fiat» de la
muerte se lleva el último suspiro y ese desfallecimiento del que ya no es posible volver en
sí, volver a sí. En sí, en la comunidad de los vivientes; quizás el que parte entre en sí
saliéndose de la vida, otorgándose, dándose, aunque en términos lógicos parezca que no sea
necesario, en la aceptación de un imperativo inapelable. Mas el morir, esa inasible acción
que se cumple obedeciendo, sucede más allá de la realidad, en otro reino. Como si este
suceso fuera el de una doble, indescifrable entrega. El que se va entregado a esa inapelable
llamada, no ha podido decir su palabra audiblemente. El anhelar morir no es todavía el
morir mismo. Y desde afuera, el que se ha quedado extraño por entrañado que estuviera en
el ser que se le va, no ha oído nada, puede a lo más percibir un sí, el Sí absoluto que se
asemeja al del amor, al de toda forma y modo de amor, y ha de ser así también, un sí de
amor, una respuesta a la llamada irresistible que siendo ejecutiva, pide ser aceptada a lo
menos.
Mas lo que queda no es más que la presencia, la hermética belleza de un cuerpo casi
vivo que en un instante ha sido abandonado por el fuego que lo habitaba. Y nace entonces
la belleza, en una claridad nunca vista que parece desprenderse de ese instante único, una
claridad sin signo alguno del fuego. Luz y fuego se han separado.
Y la belleza se extiende como un velo sobre ese cuerpo liberado del fuego del
aliento, presencia pura sin rastro alguno de exteriorización. Está en sí tan verdaderamente
que no volverá a sí como antes, cuando respiraba, que estaba en sí y en otro, en lo otro
desde el nacer. Irá ahora hacia sí. Mas el velo de la belleza se tiende sobre la verdad que se
quisiera ver y que deja ver tan sólo algo así como un cuerpo celeste.
Un cuerpo celeste a la merced de la luz, que ella nos deja ver suspendiendo el
tiempo. Y la claridad que irradia de esta presencia pura no rasga el velo de la belleza,
parece más bien estar formándolo. Y la muerte y su verdad se nos da así a ver velada por la
indefinible y naciente belleza. Y el ser, ése que no volverá más en sí, se hace sentir
alentando, palpitando, bajo su velo.
Y se diría que la belleza toda sea el velo de la verdad y que la vida misma que se
nos da sea el velo del ser. y que su ser se le esconda al viviente mientras vive para
desplegarse solamente en la total entrega.
Y que un ser divino esté muriendo siempre. Y naciendo. Un ser divino; fuego que se
reenciende en su sola luz.
LA MIRADA REMOTA
La soledad, aquella más pura no tocada por el afán de independencia ni por el
sentimiento de encontrarse aislado, la soledad aceptada en el abandono, recibe el don de la
mirada remota que la sostiene. Es dudoso que exista en el hombre una soledad total, ésa que
algunos filósofos y poetas suponen vaya a ser la soledad del que muere. Y en ese caso
diríamos ¿por qué no del que nace? Y si se siente la esperanza del resucitar, ¿por qué no la
del resucitado? Mientras que el sentir originario que brota desde más allá de las situaciones
y de los sucesos que las circundan, el sentir irreductible de la criatura llamada hombre,
testimonia de lo imposible de la soledad radical. Y la huida de la soledad pura testimonia a
su vez de esa especie de incondicionada presencia, de esa compañía indescifrable. El
silencio es la nota dominante de esta aceptada soledad, que puede darse aun en medio del
rumor y del bullicio, y que florece bajo la música que se escucha enteramente. Es el
silencio que acalla el rumor interior de la psique y el continuo parlar de ese personaje que
llevamos dentro, y que la exterioridad ha ido formando a su imagen y semejanza: banal,
discutidor, contestatario; el que tiene razón sin descanso, capaz de hacerla valer sin tregua,
frente a algo, y a solas frente a nada; guardián del yo socializado y sobre todo de eso que se
llama la personalidad, el que no puede quedarse callado y en alta voz lo dice, añadiendo
como causa y motivo de su incesante hablar «frente a la injusticia». «Frente a la iniquidad»,
aunque luego cuando ellas están ahí ante sus ojos suele callarse. Y colabora con sus razones
para enconar la soledad del aislado y no permitirle así que su aislamiento ascienda a ser
soledad pura, que acaba así siendo al modo de un delirio de la psique sometida a la
representación social y aun más a la representación del papel social del que el sujeto que lo
alberga se cree investido.
Viene el silencio como si descendiera desde lo más alto sobre la soledad y la recoge
como ofreciéndola, casi dándole un nombre, y la conduce sin crear movimiento alguno en
el ánimo; imperceptiblemente la envuelve. Todo es inmediato y no hay camino. La mirada
remota se hace sentir. Una mirada sin intención y sin anuncio alguno de juicio o de proceso.
La mirada que todo lo nacido ha de recibir al nacer y por la cual el naciente forma parte del
universo. Y que a ninguno de los seres que lo pueblen podría serle ajena. Lo monstruoso
para la mirada humana que nos mide sin reconocernos, queda borrado bajo la mirada
remota, que reconocerá al monstruo como algo no todavía formado, o como fragmento de
una forma, quizá de igual manera que al ser extraordinario cuya perfección humana admira
la humana mirada. Pues que también él, el ser logrado que parece uno, ser el que es y el que
iba a ser, para la mirada indescifrable sea análogamente al monstruo; un ser a medias, que
carece de algo, o más gravemente aun, que lo ha consumido en aras de su forma visible y
de su mente, si es que en verdad es de su mente y no de su simple inteligencia instrumental.
Pues que todo está naciendo, aunque en nuestro humano tiempo dure tanto como el tiempo
concedido a cada vida. Allá en lo hondo, y más aún sobre lo alto, planea el tiempo que
separa y que tiende a la eternidad, el tiempo que mana como agua junto al ser para
alimentarlo. Y en esta cripta del tiempo que mana penetra la mirada remota, calladamente.
EL SOL QUE SIGUE
Y parece imposible todo proseguirse ante la muerte, dentro de la muerte, en la
muerte misma, sin morir. Impenetrable, absoluta, la muerte ha tomado posesión del que
queda aquí de este lado, mas dejándole sin lugar, sin cabida en hueco alguno. Y así la
pálida certeza de que aquél que se ha ido, sin dar señal desde su allá, vaya a ser en ese allá
concebido nuevamente, arroja como su sombra a éste que aquí ha quedado que sea él, el
inconcebible. La muerte, como todo lo inconcebible, hace así con el que la contempla. ¿Y
cómo puede dejar de contemplarla el que ha perdido el uso de los sentidos que han ido a
reunirse todos en la sordera ciega, refractaria a toda voz, al llanto mismo? Nada fluye. Todo
está ahí, el todo amorfo de la acumulación del tiempo inconcebible a su vez.
Pues que no puede concebirse lo que no puede ser soñado, reconducido a través de
una galería de sueños entreverados de despertares, al sueño originario de la creación, aquél
donde la vida fue despertada por la luz primera, sin ojos aún. Ya que antes de que las
formas y las figuras aparezcan hay ojos que las aguardan. La oscuridad y la niebla se hacen
ojos, derrotando a las tinieblas con eso sólo una y otra vez. Y cada vez es el comienzo, que
anuncia al par vida y visión. Todo se irá concibiendo.
En la tiniebla de la inconcebible muerte, los ojos no se dan a ver. Es el sol del día
siguiente el que hace abrirse a los ojos, unos ojos que pueden mirarlo de frente, cara a cara,
como alojo inconcebible de una visión sin aurora. Un sol que no alumbra, que despierta
simplemente. El escudo de la muerte que da la señal de la vida.
IX
LOS CIELOS
A Diego de Mesa
I
Los cielos son múltiples. Cielo en singular es una abstracción casi inoperante. Uno
de esos conceptos que no pueden ni comenzar a ser concebidos, agotado el germen del
sentir que les corresponde, porque son respuesta, más que al ansia de saber, a la sed y al
hambre de la esperanza, y aun de los sentidos que encuentran por ellos pasto y purificación.
Los cielos apetecidos son muchos, mas al ser cielos, son circulares y concéntricos.
Sin centro no serían cielos. Y esa especie de centro no puede ser sino común. Forman una
esfera total, pues. Mas desde algunos cielos que no están muy adentro de la esfera puede
llegar a desgarrarse la dependencia del círculo con el centro, con el centro que aparecería
—en el sentir correspondiente— compacto, invulnerable. Y entonces, para aquel en quien
sucede tal cosa se abre un vacío por el que irresistiblemente se ve precipitado sin defensa
alguna.
Pues que sucede de sólito que se sea prisionero de un cielo y al sentirse así,
prisionero, se gire buscando la salida. Se hace entonces el infierno. Se va hacia la superficie
que limita el círculo, en el mejor de los casos y puede nacer entonces el conocimiento, ése
que se da en los límites mismos del vacío.
Mas en otros casos se desciende hasta el fondo mismo de ese cielo prisión, se cae en
las entrañas del cielo y es el infierno. Allí donde el uno-centro no deja, pues que no produce
espacio, y no deja tampoco tiempo. Se está poseído y no ya solamente prisionero.
Y puede darse en esta situación una cierta franja donde el espacio-tiempo se abre, se
extiende, se otorga. Mas ésta es la zona menos celeste y menos infernal. Se escapa del
infierno para ganar espacio-tiempo, y nada más. Nada más por el momento.
Y se intenta llegar a la superficie, subir hacia ella. Y se recae una y otra vez en las
entrañas para probar de nuevo la privación del espacio-tiempo. Después las aguas se
desbordan, se abren los ríos y las aguas, entre celestes e infernales, nos llevan. Las aguas:
cielo-infierno.
Aquel que conoce ha sido depositado sobre las aguas. Moisés, Cristo venido
también de las aguas. «El espíritu flotaba sobre las aguas», y el espíritu forzosamente
desciende al infierno acompañado de la luz, siendo luz misma. Y al que sucede sentir estas
aguas acabará viendo las cosas bajo el agua, en ella: vivas. El agua cielo-infierno es la vida.
Y sólo sobre ella, y ya sin vida, al borde anticipado de los mundos, se conoce.
Pues todo está en un cielo. No hay infierno que no sea la entraña de algún cielo.
II
Irremediablemente el primer cielo que ha de alumbrar nuestra noche es la noche
misma. El cielo nocturno, que por nocturno corresponde a la oscuridad en que nuestro ser
yace. Mas la noche es una oscuridad transitoria y que conduce hacia el alba.
Venturosamente la noche nos hace sentir que en ella hay algo más que el ser la separación
entre un día y otro día. La noche es ella siempre una sola noche, y aun las mil de la historia
inacabable tienen que recogerse, finalizar en una sola noche; una deidad.
Y el cielo nocturno, por enteramente negro que sea, es el primer cielo al que se
levantan los ojos y al que se dirige el grito que se alza sin recaer luego, como sucede ante el
espejo del día. No hay reflexión de la luz en el oscuro cielo nocturno, no hay claridad
refleja. Y no hay intención. Es lo inmediato. A la visión sensible siempre cargada de
representación, la noche opone la inmediatez pura, la total pureza en que el ser y el no-ser
no se han diferenciado todavía. Como una presencia sin figura que da constancia de las
aguas primeras antes de la creación, y bajo ellas, la vida del planeta alienta. Y el hombre, su
separada criatura, se rinde en el sueño —aliento de la vida en la sola noche—. Esa noche en
que la memoria desatada por la imaginación cuenta y recuenta su invento: noche que funde
la primera y la última, la noche de su ser en la que alienta, en el olvido, en el sueño sin
ensueños y aun más puramente que en la vigilia quieta, salvado sobre las aguas del infierno
de la representación, de las historias. Y libre de historia el ser que se ha quedado con sólo el
aliento se despierta levemente hacia lo que se le sustrajo y que se quedó remoto e
inaccesible. Y alentado por la inmediatez de la presencia de la noche que es al par la suya,
su noche inicial, se va despertando hacia el encuentro de aquello negado o perdido que le
fue sustraído inmemorialmente por la muerte. No es la muerte a donde se dirige el que sólo
alienta en la noche de su ser, sino a lo que no se sabe, hacia lo inexperimentado y quizás
inexperimentable, porque de ello no se puede dar noticia, que por oscura que sea la noticia
lo recortaría, lo especificaría, lo conformaría. Es la nada, se ha dicho. Mas no es tampoco la
nada ni su contrario —¿el ser o la vida?—, sino todo lo que expira sin morir.
Nada debe de turbar la soledad del que se ha entregado a la noche sin luz ni
resplandor alguno, que entonces se alza sobre él, como templo, como cielo. Sólo entonces,
cuando la limpidez y quietud de su ser se asemeja a la noche misma, cuando se ha olvidado
del sí mismo que vigila, de ese sí mismo que envía a los sentidos que le sirven trayéndole
noticias de lo próximo y de lo lejano y que ya solamente por ello escinden la unidad que lo
alberga, la santa realidad sin nombre; cuando se han depuesto las armas, se podría decir, las
que constantemente esgrime sin concederse tregua alguna —ni tan siquiera bajo el soñar—
el apercibir para en seguida identificar. Un identificar éste que llega hasta a señalar la
remota, apetecida unidad como «lo otro». Pues que siente —el despierto normalmente—
que la realidad lo asalta y que tiene que liberarse de ella, recortándola, y haciéndola ante
todo aprehensible. Y va a captar, a cazar ante y sobre todo, renunciando a toda
comunicación, apartando de sí esa primera presencia. La Presencia sin la cual ninguna
presencia existiría, ninguna realidad tendría rostro, y ninguna verdad podría ser entrevista
ni, por tanto, buscada.
Y así, la pregunta por las cosas y por su ser se le dispara al hombre que piensa sin
haber recibido, cuan posible le sea, la comunicación que emiten ellas, las cosas, por haberse
despertado con excesiva celeridad de esa calma, de ese olvido en el cielo de la noche
oscura, el cielo inmediato de la presencia sin nombre ni determinación.
Y de todo cielo inmediato se recae una y otra vez, de un mismo cielo también, ya
que ninguno de ellos acoge del todo la condición terrestre. Y el lugar donde se recae, un
ínfero —ínfero es todo lugar que está sometido a un cielo— se revela a su vez como un
lugar donde no se puede permanecer estáticamente, lugar de combustión insoportablemente
activa, mar de llamas puede ser cuando allá arriba, en el correspondiente cielo, se ha
vislumbrado alguna luminosidad. Luminosidad, ya que los cielos tienden a hacerse
abstractos, por estar atraídos por lo uno: su centro. Y así en ellos el ser individual tiende a
sustraerse a sí mismo: tiende a olvidarse de su cuerpo y de su sombra —esa sombra del ser
— y sobre todo a enviar lejos de sí su pretensión de existir. Vida y existencia se funden en
el acogido por un cielo. Mientras que al recaer en el ínfero, vida y existencia se le
confunden, y la una acaba fatalmente sobreponiéndose a la otra. Asfixiada la vida, si la
existencia se la sobrepone, y desarmada la existencia, si es la vida la que sobre ella se alza.
El peligro para la vida es de asfixiarse bajo el peso de la existencia o de anegarse en el mar
originario también. Mientras que la existencia en peligro pierde sus armas, ya que ella lo
que ante todo necesita es irrumpir, alzarse en ilimitada rebelión «a la defensiva».
Y así cuando lo que se sobrepone es la vida en el infierno de la inevitable recaída en
el fuego, en su arder. La respiración necesita de un cierto fuego diluido según número y
medida. Ya que la vida en todos sus grados está sujeta a ritmo —lo que requiere espacio
adecuado y tiempo suyo—. Y ocurre que en este infierno de la vida le haya sido retirado o
no lo alcance todavía y que el ser viviente sufra el infierno de estar vivo en medio del fuego
inicial sin espacio respirable, ése que cuando estaba arriba en su inmediato cielo era lo que
ante todo y sin pena alguna se le daba: su morada.
Cuando el espacio se le da felizmente al ser vivo, según su condición, le permite al
par que la respiración, la visión. Y cuando infelizmente le deja perdido, en el abandono,
incapaz de visión, lo deja en el desierto. El que se den unidamente el respiro y la visión, y
no como simple posibilidad sino en acto, es ya un alto, puro cielo.
Y ha de ser, habría de ser siempre la vida la que triunfe venturosamente cuando el
ser viviente recae desde sus cielos inmediatos. La vida con todos los infernales riesgos que
la acompañan al rebrotar. Pues que la vida brota siempre hacia arriba, busca lo alto. Y el
existir irrumpe, aunque no tenga enemigo, como una fiera y esquemática proposición, como
un esquema que amenaza al ser viviente en este trance con una suerte de desencarnación,
despegándole violentamente de su cielo al que se ha adherido llegando con él a fundirse,
perdiéndose en el olvido de sí. Mas cuando recae, si la vida triunfa se condensa en torno a
la llama que renace, la llama que alimenta y sostiene todo lo corporal. Y en la oscuridad de
la vida de nuevo no perderá del todo ese su vagabundaje celeste. No se extinguirá en él por
completo ese destello de una cierta celeste carnalidad o corporeidad.
Irresistiblemente brota la vida desde sus reiterados infiernos hacia arriba, llamada
por sus oscuros cielos inmediatos, que se derramarán en luz un día heridos por la aurora.
Una aurora que será una entraña a su vez, una entraña celeste.
Apéndice
EL ESPEJO DE ATENEA
I
De las figuras del terror, la arcaica Medusa se destaca por su belleza y por su
ambigüedad. Para acabar con ella, logrando más que su muerte, su metamorfosis, le fue
necesario a Perseo el don revelador de Atenea, el espejo que permitía al héroe no mirar
directa esa belleza que paralizaba —¿la belleza misma acaso?
De la estirpe del dios de las aguas insondables, Poseidón la Medusa era la única
bella entre sus hermanas, la única joven de ese pueblo de las «Gerias». Mas la amenaza
mayor para Atenea era la promesa de un hijo concebido por la Medusa de su ancestro y rey
en quien se cumpliría sin duda la total revelación de ese linaje adversario. Y no tanto
porque de por sí lo fuera, sino simplemente por serlo para el otro linaje, el del hermano de
Zeus. Ella, Atenea, no podía, virgen por esencia y potencia, concebir en modo de dar un
hijo que prosiguiera en línea directa la estirpe de Zeus a través de la más suya de todos sus
hijos. Criatura de elección Atenea, ¿estaba acaso prometida a otra forma de concepción no
alcanzada; quizás a la concepción intelectual? Y Atenea le entrega a Perseo no la espada,
sino el espejo para que por reflexión el héroe viese la belleza ambigua, prometedora del
fruto final del Océano insondable; el espejo para que no viera a la Medusa de inmediato y
se librara de todos los sentires concomitantes con la visión. Una figura vista en el espejo
carece de ese fondo último que la mirada va a buscar más allá de la apariencia. Pues que la
vista se une al oído. Cuando se mira directamente, se espera y se da lugar al escuchar.
Nadie escucha a la figura reflejada por un espejo. Mientras que a las aguas se va dispuesto a
escuchar. Y nada hay como el elemento acuoso para desatar esta atención, ese ansia de
escuchar y esta esperanza informulada de que las aguas —y más todavía las insondables y
recónditas, las que no se vierten en el arroyo o en la fuente que tiene siempre su canción—
lleguen a sugerir algo y, en caso extremo, en lo impensable ya, den su palabra. Su palabra,
si es que la tienen. Y que allá en el fondo del alma se espera que todo lo creado o que todo
lo que es natural tenga una palabra que dar, su logos recóndito celosamente guardado.
Sabia y astuta Atenea, pájaro y serpiente, entregó el don que permitía ver, ver a esa
Medusa temible, más que por su belleza, por su promesa. La paralización, ¿no vendría
acaso de esa promesa que la belleza a solas en el terror no ofrece, y que la fealdad a solas,
suelta en la disparidad de las noches oscuras, aunque sea de día, arroja? El terror
paralizante en verdad no puede relacionarse con la belleza sin más, sino con el futuro y con
el pasado que salen al paso del fluir temporal, ocupando el presente. Y quien esto padece se
queda en suspenso, en una especie de éxtasis negativo, privado del tiempo, mas no sobre él.
Es el tiempo mismo el que se congela y, en casos extremos, se petrifica.
Y cuando la sola belleza tiene esta virtud paralizante ha de tratarse de una belleza
insólita, irreductible a cualquier especie de belleza conocida. Y por ello mismo aparece
privada de esa forma perfecta que es el atributo, el ser mismo de la belleza. Una belleza
insondable, que se ahonda y se despliega sin descanso, que no puede ser contemplada como
la belleza pide. La contemplación es la ley que la belleza lleva consigo.
Y en la contemplación, como se sabe, es indispensable un mínimo de quietud o por
lo menos de aquietamiento; un tiempo largo, indefinido que fluye amplia y mansamente. Es
el tiempo de la contemplación que da respiro, libertad, libertad. Siempre, aun cuando el
objeto contemplado subyugue. Efecto este último que puede darse en virtud de algunos
aspectos concomitantes con la belleza, y no por ella misma.
La belleza no pide ser sondeada. Y si se hace sentir lo insondable es porque viene
de otro mundo, del que parece ser signo y escudo. Un escudo era ya la Medusa del reino
insondable del océano. Y Atenea bien lo supo al incorporarla a su escudo. Estampada en el
escudo de Atenea, ¿seguiría petrificando al que la miraba, o acaso podía ya ser vista como
en el espejo dado a Perseo, para que viera por reflexión? Arrancada de su reino en el escudo
de la victoria era quizás un simple trofeo. Y un aviso, sin duda alguna, un aviso de la
existencia de otro reino, del reino del terror. Del reino habitado por criaturas a medias
nacidas o de imposible nacimiento, por sub-seres dotados de vida ilimitada, de avidez sin
fin y de remota, enigmática finalidad.
Nos propone y ofrece el espejo de Atenea un modo de visión, un medio adecuado
para la reflexión en uno de sus aspectos. Nos habla de modos de conocimiento que sólo son
posibles en un cierto medio de visibilidad.
La razón racionalista, esquematizada, y más todavía en su uso y utilización que en
los textos originarios de la filosofía correspondiente, da un solo medio de conocimiento. Un
medio adecuado a lo que ya es o a lo que a ello se encamina con certeza; a las «cosas» en
suma, tal como aparecen y creemos que son. Mas el ser humano habría de recuperar otros
medios de visibilidad que su mente y sus sentidos mismos reclaman por haberlos poseído
alguna vez poéticamente, o litúrgicamente, o metafísicamente. Asunto que aquí ahora sólo
queda indicado.
II
Inevitablemente, de toda muerte durante el oficio que de un modo o de otro se
celebra y después, cuando ya ha acabado, un terror específico se desprende, como una
disminución y aun como una humillación última del ser que la siente. Ha de ser, como todo
terror, maléfico por ser utilizable, por ofrecerse como instrumento del ser y de la vida a un
tiempo, para sustituir al amor. Y sólo si el amor no huye, el terror se retira, se va diluyendo.
Pues el amor tiembla porque pide, y con solo que alcance el no pedir nada, ni tan siquiera la
nada, se descubre en su condición estática, fuera del transcurrir temporal, sin proyección
sobre el futuro, ni hacia el pasado. Sin sombra, pues.
El amor sin sombra no tiembla ya. Y el resistir al terror que se desprende de la
muerte queda como el oficio sobre todos del amor: a la muerte que nos afecta y a la propia
que acecha o se presenta con tantas insinuaciones. Y no es contrayéndose ni adensándose
como este amor, que no arroja sombra ni la recibe, disuelve el terror, sino derramándose,
casi deshaciéndose sin perderse. Absorbiendo lo que del terror es indecible: algo así como
el centro del terror, cuando lo tuviere, y su poder de penetrar. Ya que el terror que viene de
la muerte no puede ser rechazado en una reacción vital sin más que afirme en apariencia,
tan sólo en apariencia, el triunfo de la vida. Lo que se repite análogamente en el dominio de
la moral. Ninguna ética puede rechazar enteramente el terror de la muerte. La estoica
desgrana la razón dividiéndola para que lo penetre inútilmente. Ella ha creado tan a menudo
la máscara de la impavidez que sofoca al amor y su llanto, que despide la vida que se ha de
ir. Y de ello, de que la vida se ha de ir y se va, avisa el terror.
Pues el terror de la muerte, por ella o ante ella, se hunde allá en la raíz de este modo
de vida corporal. No viene propiamente de la muerte sino de la des-encarnación. Y por ello
puede sufrirse tan reiteradamente y sin inmediato punto de referencia, en no importa qué
edad y situación, porque sí.
Y hay comidas que dan el terror; ciertos bocados en que se llena la boca de un fruto
inservible. Y jardines, mortales paraísos. Jardines y una flor sola. Espacios de acusada
presencia, vacíos que parecen surgir instantáneamente del abismo en vez de estar ahí,
simplemente. Y así todo lo indescifrable, si llega y si mira, si viene mirándonos.
Hermes el conductor, según la extraña revelación de la religión griega ofrecida en
sus mitos. Hermes mismo, el de la palabra, en su oficio de conductor de la muerte, trae el
inextricable silencio, que retira la palabra al que solamente asiste dejándole a solas con su
cuerpo que se obstina en ser y que nunca libra del terror de la desencarnación. Por el
contrario, mira lo increíble en el instante mismo, cuando hace nada que la vida asistía a ese
cuerpo que se ha quedado «presente» —según se le llama—. Y así la muerte revela el
cuerpo, el que hay que entregar aun elemento, a uno de los dos más consistentes y
contrarios, la tierra o el fuego, tan ávidos los dos. Y así aunque la presencia del que aún
estaba vivo hace un instante no dijera nada que transcendiera su silencio, sería la total
realización del terror, su cumplimiento. El primer paso de la temida y siempre soslayada
desencarnación. El cuerpo hecho piedra, sacudido por el escalofrío de la sangre que sigue
corriendo por la electricidad que subsiste en el que ha quedado vivo, anulada ya en el
cuerpo enteramente presente del que ha huido la vida. Una pura electricidad que subsiste en
el que ha quedado vivo. Una pura electricidad en el cuerpo esquemático abstracto de
Electra le pudo permitir la participación en el monstruoso crimen contra la Madre, que un
simple verdadero aliento de vida le habría hecho imposible. Y Orestes por su parte,
solamente pudo derramar la sangre de la Madre dejando de sentir su condición carnal, no ya
humana. Si hubiese continuado sintiendo la mediación de la carne entre la materia mineral
de los huesos y la sangre que corre vivificándolos, arrebatado y cegado por la ira habría
rodado inerme a los pies de Clitemnestra, en la sombra del amor filial.
III
Viene el terror como todo lo primario desde el sueño, en el sueño mismo originario
del hombre que se ve y se siente envuelto en la carne corruptible, antes aun que por la
ineluctable muerte, vulnerable juguete de su Dios o de sus Dioses. Clama Job a su Señor, y
Don Juan Tenorio desafía a la muerte y a su desconocido dios, el Tiempo. Como juguete
del tiempo por esencia se siente Don Juan. Y le responde con el ahora, con el instante de su
triunfo sobre la mujer huyendo del terror de este dios implacable y desconocido. Con
impavidez ante el dios Tiempo, Don Juan no hubiera vertido su vida, y su ser sobre todo, en
cazar a la mujer, cazándose a sí mismo al par. Job tenía un Señor a quien pedir cuentas,
aunque sólo fuese por un instante —«he hablado una vez...» Y este hablar una vez, o una
vez por todas, salva del terror, aunque no se llegue a la evidencia que Job obtuvo de que su
palabra única, solitaria, fuese escuchada. Hablar una vez por todas es hablar por encima del
tiempo, saliéndose de su envoltura. Carne y tiempo envuelven al ser humano cruzándose a
veces, como enemigos. Triunfador siempre el tiempo, que en esto muestra su calidad
semidivina. Enlazándose a menudo hasta confundirse. Enemigos entre sí y del hombre,
hasta que se los reconoce mediadores. Mediadores entre el ser que nace, que apenas sabe y
ése su ser, que se adelanta y se proyecta, se propone a sí mismo —desconocido y tiránico—
por encima del tiempo y más allá de su carne, queriendo destruirla ya la vez llevársela
consigo. Y queriendo llevarse consigo también su tiempo.
IV
De condición mediadora la carne es lo más amenazado por el terror, y por ello
mismo su última resistencia. Por ser sede del organismo vivo y por ser dada a engendrar. Y
porque espera siempre. Pide tan sólo cuando no puede esperar ya más. De ahí su tiranía.
Una tiranía discontinua que se alza exasperadamente, y luego cuando obtiene algo se
amansa. Y se vuelve entonces de nuevo a su reino, paciente, sufrida. Dispuesta a sufrir
tanto como a esperar, «alma animal» alojada en lo humano donde su esperar y su sufrir
arrojan su oscuro fuego; oscuro porque es mortal, es lo mortal. Y es la carne el combustible
preciado del animal carnívoro, y hasta la delicada flor afectada por esa condición.
Condición carnívora avivada en el ser humano que cree indispensable lo que proviene
solamente de esta exaltación de su carne al consumir la carne que hace un instante estaba
viva, la carne del manso animal que le mira dulce y tristemente sabiendo: el cordero, el
buey , la casi incorpórea ternera, y hasta la paloma, y el apenas hecho carne, pájaro. Mas el
devorar al animal alado tiene ya otro punto de referencia humano, el de devorar algo libre y
que le supera, una criatura de otro elemento como el misterioso y taciturno pez. Asimilarse
por ellos y a través de ellos otro elemento y hasta ahijarse de él. A ver, a ver si se convierte
en criatura del aire, del agua y, si el caso fuera, del fuego. Allá, en su último fondo, el ser
humano que tanto se reclama de la tierra no quiere ser descendiente sólo del Adán terrestre.
Porque la carne devora y es devorada; es su castigo. Y en el hombre establece,
ahora ya tan sólo al parecer justificado por la necesidad, su imperio. El hombre, devorador
universal de todo, de todo lo que puede, animales y plantas, la tierra misma, a la que devora
arrasándola, de otro hombre, de sí mismo hasta su total combustión, hasta el suicidio. Sólo
en algunos humanos seres a lo largo de los tiempos se aplaca este ansia por la comunión en
el amor sin sombra. Mediadora la carne entre el esqueleto y la vestidura de todo ser
viviente que nace así revestido y no desnudo; mediadora no solamente según número y
peso, sino también como albergue de los delicados nervios, de los transparentes canales de
la sangre como una tierra propia, íntima, concedida a ciertos privilegiados animales. Mas
todo privilegio, y más si es natural, marcha hacia el sacrificio. La carne sacrificada tiembla,
y aun quisiera desprenderse del hueso donde está fijada y abandonarlo, huyendo a una tierra
madre, como ella viva y que la acoja, según su blanda condición, a salvo de al fin
petrificarse o de ser nada.
Y es débil, se ha dicho desde siempre, la carne. Cae en la tristeza que luego ofrece
como enigmática, o al menos ambigua, respuesta, a quien la ha sumido en tristeza sin darle
nada de lo que a ella conviene, y exigiéndole un algo que ella no puede dar. Triste como la
tierra llana sin sembrar, la simple tierra con la que tanto parentesco ofrece. Y es objeto de
menosprecio casi constante, ya que constantemente, infatigablemente se le pide que no se
fatigue y que resplandezca, y cuando obedece se la nadifica. Pues que su hermosura no
puede exceder al número y al peso, a las leyes del universo terrestre y corpóreo que rigen
todos los cuerpos que en la tierra y desde ella se nos aparecen. Y todo ello le sucede a la
carne porque es corruptible. Y entonces el ser humano desde su «Yo» la identifica con la
corrupción misma que le cerca. Porque sucede que el humano «Yo» cualifica a todo aquello
que discierne, y todo aquello que lo envuelve se le aparece como una atadura, y más aún la
carne, la condición carnal conviene más decir en este momento, de la que también quisiera
huir, como quiere huir de ella cuando presiente el inexorable sacrificio, o cuando sin más se
la fustiga o se la adelanta su corruptibilidad en el reino llamado del placer y de los
caprichos de la imaginación.
Y entonces el «Yo», después de haberse abismado en ella, en la condición carnal, se
yergue como un puro terror. No es más y no puede dar otra cosa que terror, y para
defenderse del terror, se demora en su abismo.
Acomete el vértigo a ese «Yo» especie de entidad que ha logrado hoy enseñorearse,
a través de la conciencia, de toda la condición humana cuando se alza de todo abismo en el
que haya caído. Y más todavía, si, como sucede con el abismo de la carne, ha sido abierto
por él mismo, precipitándose con la que cree ser su claridad invulnerable, esa claridad que
ha arrancado a la verdadera luz del entendimiento que nunca se precipita. Y así, al hundirse,
no puede más que abrir un abismo luciferinamente. Se suicida en verdad, y al erguirse no
puede sino en el mejor de los casos, mantenerse así, envuelto en terror; en un terror que ya
tomará el carácter de envoltura que sustituye a su propia carne. Se ha desencarnado. Su
carne ya no lo acompaña. Un muro infranqueable le separará de todo comercio verdadero
con la vida, con los seres vivientes, con todo lo inmediato. La inmediatez de los sentidos y
de la sensibilidad toda, está como enterrada, o anda lejos, como si no fuera suya. Una
sensibilidad sin dueño. Necesita ser abrazada, y no con un amor que la abrase, sino ser de
nuevo envuelta, arropada, y reducida con ello la sensibilidad a su traicionado oficio de
mediadora entre la conciencia y el alma. Pues que la escala de la vida se alza y desciende
en la mediación entre el centro recóndito e invisible y todas las «envolturas» del ser. La
vida envuelve al ser abrazándolo.
Es propio de lo carnal el no mostrarse. Y se recoge, se adentra como si custodiara el
hogar indispensable de la vida. Se repliega como tapiz y aun como velo en las secretas
cámaras de las entrañas. Especie de grutas las vísceras en que se destila el fuego sutil y la
humedad, y a modo de templos, también donde el aire se disocia, en la continua acción
milagrosa que se revela cuando el milagro en un solo instante no se realiza. Se pliega al
milagro, pues, y lo mantiene. y su misma forma aparece como algo sacro, escondido, no
propio para darse a ver; como fuente y vaso de la generación que conserva al ser individual
y va más allá de él, de su vida, para verterse en el nacimiento de otros seres, análogos, mas
ya otros, distintos; ellos mismos.
Y entonces es cuando se hace apelación por una música marcial, por una palabra
espoleadora, de la fuerza de la sangre para que adueñándose de las entrañas las lance hacia
la muerte, para que la vida entre en la muerte con todas sus armas, en guerra. En una guerra
victoriosa siempre aunque se gane la vida, aunque se gane la muerte. Como si este
específico valor que sale de las vísceras le hubiera sido indispensable al varón y, hasta por
analogía o emulación, a la mujer, para ganarse al par vida y muerte en un solo tiempo, se
caiga del lado que se caiga. Es la victoria primaria sobre el terror, aunque en ella no faltaran
la moral y hasta la motivación ideológica, la finalidad trascendente en algunos casos que
abrigándolo enseñoreaba al hombre del terror y le permitía servirse de él sin borrarlo
enteramente. Llevado a su extremo, un desafío del que la jactancia se alimenta luego
estableciéndose.
Era la rotura del hermetismo que el terror trae consigo, de ese su fondo que no se ha
disuelto, venciéndolo sólo arrebatadamente.
Ya que las formas elementales de alejar el terror, de no dejarse poseer por él, se
constituyen siempre en un delirio. Un delirio se constituye en una especie de segundo
cuerpo que se le opone. De alguna manera «se hace» un cuerpo nuevo más ardiente, en una
especie de frenesí que puede llegar al delirio ávido de sangre, ávida la persona que lo sufre
de muerte, dispuesta a arrojarse a ella como a la hoguera. Y así las furias que destrozaron a
Orfeo dispersan por antagonista la presencia luminosa, inerme, poética.
El frenesí de hoy dado en la droga, haciendo él mismo también de droga. Frenético
delirio razonado de la droga, y el cuerpo invisible del instigador que se arroja ávido de
devorar, mas no de una vez, sino a pedazos, la presencia luminosa y nueva, lo que está al
nacer, el joven de hoy, el blanco adolescente, luminoso e inerme. El prometido. El
prometido mismo, fruto de la poesía, criatura preferida del instigador de hoy. Pues que si
fuera la promesa el blanco fijado bastaría arrancársela. Mas es él, él mismo, prometido por
entero, humana encarnación del amor preexistente.
V
La condición carnal aparece siempre revestida. ¿Proceden acaso de ella las
imágenes de la vida, la fantasía con que aparece todo lo viviente, y la necesidad imperiosa
de representación? Porque todo lo viviente se representa a sí mismo, no se queda en
presentarse simplemente. La representación, ¿procede pues de la vida? Ya que del ser, de
ese ser que todo lo viviente de algún modo adora, procedería solamente la presencia. El ser
se presenta y se oculta, a través de todo revestimiento, imponiéndose.
Le está negado al hombre por la naturaleza toda investidura, plumas, pelaje,
escamas, el lujo en fin. Ese lujo en que el animal feliz, sólo por ello, se muestra asimilado
al cosmos, cosmos él mismo, y el hombre no puede soportarlo, desposeído como anda de
esta presencia cósmica. Y da terror él, el hombre y lo sufre, lo sufriría solamente por eso.
Ya que al ser así, un vacío le separa de todos los demás seres, plantas y animales, que por
simple nacimiento responden a la llamada del sol, a la blancura de la luz lunar, a la aurora,
y al ocaso; a las figuras de las constelaciones, hasta parecer que sean del orden del
firmamento y al par terrestres, sin escisión alguna. No son portadores del vacío que la
presencia del hombre, y más si es blanco, esparce, como una primera sombra sutil,
invisible, más sensible que arroja desde sí. Y ha de revestirse, mas no simplemente para
borrar este vacío que le acompaña; no puede hacerlo inocentemente para ser al modo de las
demás criaturas, en quienes tan naturales resultan los más fantásticos atavíos. Y con ellos,
con sus indescifrables atavíos, el terror y el amor que inspiran según esas dos leyes, o esa
única ley dual del terror y del amor, que rige la vida que nos envuelve.
Y hace pensar que se trata de una única ley manifestadora de la condición de los
seres que conocemos, esta convertibilidad que amor y terror guardan entre sí, hasta el punto
de que ciertos terrores se descifren como una llamada amorosa de la criatura no amada que
se presenta tenazmente en sueño y vigilia. Y del terror que el amor mismo inspira,
interponiéndose entre los que se aman. Y ese terror que recubre la sensibilidad y el sentir
impermeabilizándolos, cárcel del que sufre por amor sin poder darlo ante el impenetrable
vacío del ser amado, única respuesta.
¿Procede el terror de la vida, de lo viviente del ser, o es acaso del ser al despertar el
viviente a una vida más alta, del ser inaccesible, hermético?
Se podría preguntar en términos de mitología griega si Hermes, el dios que siega la
vida y la conduce hacia allá, viene como emisario del ser. Si es del ser de donde la vida
recibe su muerte, como parece desprenderse del mutismo de la Mitología y del silencio de
la mayor parte de los filósofos, roto, cierto es, por los estoicos, y afrontado en plenitud por
Platón, filósofo del eros mediador.
Y entonces, también habría que preguntarse si el amor procede del ser o de la vida
por separado. Mas preguntar no se puede cuando se siente y se sabe que el amor procede al
par del ser y de la vida, y los une en nupcias múltiples. Que el amor es nupcial siempre que
por él el ser viviente se encamine y por algún instante viva la perdida unidad entre el ser y
la vida.
Mas, ¿puede el amor —el «eros» al modo platónico— abandonar la condición
carnal? Sin duda alguna que fue indispensable que así se pensara, aunque como se sabe, no
tan de prisa. Quedaba la belleza mediadora.
ÍNDICE
I
Claros del bosque
II
EL DESPERTAR
La preexistencia del amor
El despertar
El nacimiento y el existir
La inspiración
El despertar de la palabra
La presencia de la verdad
El ser escondido - La fuente
El tiempo naciente
La salida - El alma
El abrirse de la inteligencia
El deslizarse de las imágenes
III
PASOS
Método
Las operaciones de la Lógica
El delirio - El dios oscuro
El cumplimiento
La identificación
La sincronización
El transcurrir del Tiempo. La musicalidad
IV
EL VACÍO Y EL CENTRO
La visión - La llama
El vacío y la belleza
El abismarse de la belleza
El centro - La angustia
El centro y el punto privilegiado
V La metáfora del corazón
VI
PALABRAS
Antes de que se profiriesen las palabras
La palabra del bosque
La palabra perdida
La palabra que se guarda
Lo escrito
El anuncio
El concierto
Sólo la palabra
VII
SIGNOS
Signos. semillas
Los signos naturales
La adoración de la Luna - La cicuta
La Medusa
Los ojos de la noche
La unidad y la imagen
El punto
La meta
El punto oscuro y la cruz
VIII
LA ENTREGA INDESCIFRABLE
La entrega indescifrable
La aceptación - El velo
La mirada remota
El sol que sigue
IX
Los cielos
Apéndice
El espejo de Atenea
BIBLIOTECA DE BOLSILLO
Claros del bosque
MARÍA ZAMBRANO nació el 25 de abril de 1904 en Vélez-Málaga, provincia de
Málaga. Profesora Ayudante de Filosofía en la facultad de Filosofía y Letras de Madrid, el
28 de enero de 1939 partió hacia el exilio. Residió en Cuba —profesora de la Universidad
de La Habana—, México —invitada por la Casa de España (después Colegio de México)
como profesora de Filosofía de la Universidad de Morelia—, y Puerto Rico, donde fue
profesora en la Universidad de San Juan. Residió asimismo en París y en Italia, y desde
1964 vivió en una pequeña aldea del Jura francés, con frecuentes viajes a Roma, hasta su
regreso a Madrid en 1984. Su obra, una de las más altas del pensamiento español
contemporáneo, galardonada con el premio Príncipe de Asturias, comprende los libros
siguientes: Horizonte del liberalismo (1930), Pensamiento y poesía en la vida española
(1939), Filosofía y poesía (1939), El pensamiento vivo de Séneca (1944), La agonía de
Europa (1945), Hacia un saber sobre el alma (1950), El hombre y lo divino (1955),
Persona y democracia (1959), La España de Galdós (1960), España: Sueño y verdad
(1965), El sueño creador (1965), La tumba de Antígona (1967). En 1971 apareció la
Primera entrega de sus Obras reunidas.
María Zambrano
Claros del bosque
BIBLIOTECA DE BOLSILLO
Primera edición en Biblioteca de Bolsillo: septiembre 1986
© 1977: María Zambrano
© 1986: Editorial Seix Barral, S. A.
Córcega, 270 - 08008 Barcelona
ISBN: 84-322-3039-1
Depósito legal: B. 21.307-1986
Impreso en España
1986 - Talleres Gráficos DUPLEX, S. A.
Ciudad de la Asunción, 26 - 08030 Barcelona
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser
reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea
eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del
editor.
En memoria de Araceli
Quiero manifestar una vez más mi gratitud a la Fundación Fina Gómez —Caracas.
París, Ginebra— por su constante colaboración en la posibilidad de este mi escribir.
M. Z.
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